Gregorio Aráoz de La Madrid es sin duda alguna un personaje omnipresente en la historia del siglo XIX argentino. Su apellido se escribía del modo en que lo hacemos en esta nota y sus contemporáneos solían llamarlo directamente Madrid. Nació en Tucumán hacia 1795. En 1811, con sólo dieciséis años, Gregorio se unió al ejército del Norte. Desde entonces participó en Vilcapugio, Ayohuma, Venta y Media, Sipe Sipe, luchó juntó a San Martín y Belgrano.
Tras la independencia también participó en las batallas de La Tablada, San Roque, Oncativo y -luego con la caída del General Paz- asumió el mando de su ejército contra los federales. Carecía de la capacidad necesaria y fue derrotado en Ciudadela por Facundo Quiroga. Se refugió en Bolivia, volviendo años más tarde para unirse a las tropas federales contra las que había combatido, jurando absoluta fidelidad a Juan Manuel de Rosas.
Fue el restaurador quien lo envió en misión al norte del país para combatir a las fuerzas que se habían levantado en su contra. Pero, en lugar de obedecer, lo traicionó y decidió volver al bando al que pertenecía anteriormente. Se unió entonces a la Coalición del Norte, una liga de varias provincias lideradas por el joven gobernador de Tucumán, Marco Avellaneda, padre del futuro presidente. Juan Galo Lavalle también adhirió.
Desde luego, todos miraban con recelo a don Gregorio. El general Iriarte lo vuelca en sus memorias: “Me mortificó bastante el General La Madrid con mil patrañas y sandeces y hasta quiso hacerme creer que había engañado a Rosas para hacerle después una jugada, cuando no hay y quien no sepa que al llegar Madrid al Tucumán se sospechó de él y hasta se destinaron personas a observarlo. El coronel Acha, entre otros, estaba encargado de no perder de vista los pasos de Madrid; y de írsele encima si daba alguno falso: porque es cierto que se sospechaba mucho de él y de su amistad con Rosas”.
El encuentro entre los viejos camaradas -Lavalle y La Madrid- se dio en algún lugar de la frontera cordobesa con Santiago del Estero, a principios de octubre de 1840: “Después de haber caminado dos leguas y media nos salió al encuentro el General Madrid acompañado de su ayudante. Cuando se aproximó a Lavalle, ambos echaron pie a tierra y entrelazaron sus brazos: Madrid acompañó esta demostración de amistad con las palabras: ‘Ya estamos juntos, ahora hemos de embromar a todo el mundo’”, cuenta Iriarte.
Pero no embromaron a nadie, ni siquiera estuvieron juntos. Inesperadamente el tucumano desacreditó al aliado enviando circulares a las provincias donde “se lamentaba de los desórdenes que cometieron en su marcha los soldados del ejército del General Lavalle, de sus robos y violencias contra los indefensos habitantes del país amigo que pisaban. (… ) el objeto de Madrid -especifica Iriarte- era desacreditar al General Lavalle y a cuantos de él dependieran”.
Juan Galo se indignó y lo consideró un loco. El mismo La Madrid había incitado a sus hombres a cometer tropelías, mientras los propios se comportaban de manera similar. Como era de esperar, una alianza tan resquebrajada no tuvo éxito. Cada uno peleó en soledad obsequiando victorias a Rosas. Fueron vencidos, dejando al futuro presidente Nicolás Avellaneda huérfano de padre.
Quizás dentro de este tipo de anécdotas encontramos mucha de la incapacidad argentina para trabajar en conjunto y del gusto de algunos dirigentes de ir de partido en partido defendiendo siempre la propia conveniencia.
Publicado en Los Andes el 16 de febrero de 2019.
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