La violencia en su forma extrema -terrorismo y asesinatos- dominó una década y media de nuestro pasado reciente. Pasaron 35 años, pero sigue viva, en el inconcluso debate sobre culpas y responsabilidades. Su conflictiva memoria está en la base de la brecha que nos divide, y que solo reduciremos si avanzamos hacia una comprensión que no sea facciosa. Con esa intención, en el cierre del ciclo de “Temas polémicos de la historia argentina” conversé con Sergio Bufano, escritor y periodista, codirector de la excelente revista Lucha Armada.
El proceso de barbarización de la política, que avanzó de los gestos a las palabras y de éstas a los hechos irrevocables, se desarrolló como una espiral, un crescendo en el que cada acción suscitó una reacción más fuerte. Finalmente todos fuimos, a la vez y en alguna medida, partícipes y víctimas.
¿Cuándo comenzó esto? Quizás a comienzos del siglo XX, cuando la política de masas trajo las “pasiones democráticas”. Se aceleró con el peronismo y con la Revolución Libertadora -un buen ejemplo de la acción y la reacción- y encontró su clima propicio en las malogradas experiencias democráticas de Frondizi e Illia.
Bufano señaló dos factores: la Revolución cubana y el golpe de Onganía. La figura del Che Guevara encendió las imaginaciones. Además, Cuba fue un activo organizador de experiencias guerrilleras, que alimentaron dando instrucción ideológica y militar a muchos jóvenes latinoamericanos, que volvían a sus países listos para ensayar su propia aventura.
La primera experiencia argentina, desarrollada en Salta entre 1963 y 1964, fue un fracaso. Pese a que ya abundaban los grupos que se definían como revolucionarios, solo un puñado de jóvenes adhirió al “foco” guevarista. Para Bufano, por entonces la experiencia democrática no estaba agotada, y constituía una posibilidad para quienes, como esos jóvenes, anhelaban un “cambio de estructuras.”
El descontento general de la sociedad de entonces incluía a sindicalistas, militares, religiosos y militantes de izquierda. Algunos vieron una posibilidad en el general Onganía, que prometía una revolución integral en tres tiempos. Pero pronto su política autoritaria generó una reacción casi unánime y una suerte de movilización general de la sociedad, que había encontrado en “la dictadura y el imperialismo” su enemigo común.
Para Bufano, fue el golpe de 1966, más que el “hartazgo democrático”, el factor decisivo que volcó a los jóvenes a la opción armada. Agregó que esta experiencia desencadenó un proceso muy amplio de ilusión colectiva, una suerte de “primavera de los pueblos”, en la que cada grupo o sector integró sus demandas particulares en un vago proyecto de revolución. El Cordobazo de 1969 desató este imaginario, que se mantuvo vivo, con algunos cambios importantes, hasta 1975.
La atracción de las armas
Este impulso se manifestó en las universidades y en las fábricas. También en colegios, zonas campesinas, villas de emergencia, asociaciones fomentistas o culturales, y hasta en los consorcios de propietarios. Convocó a la militancia a jóvenes de diferentes pasados ideológicos.
Muchos pensaron en alternativas políticas para este impulso, desde una insurreción o un sindicalismo clasista hasta un gran frente electoral contestatario. Pero ninguna de ellas resultó tan atractiva, tan cercana a la idea de la toma del poder, como la propuesta por las nuevas organizaciones guerrilleras.
El ejemplo cubano fue decisivo. Quizás a ello se deba la fascinación por las armas, que Bufano señala como experiencia singular del momento: médicos, abogados, arquitectos, sociólogos, filósofos y periodistas comenzaron las prácticas guerrilleras, y acudieron en alud a las nacientes organizaciones armadas en demanda de instrucción militar.
Las primeras acciones armadas, que emulaban a Robin Hood, atrajeron a los más románticos de esos jóvenes, para quienes ya el asesinato de un enemigo conspicuo – como el general Aramburu- no representaba un límite moral. Surgieron muchas organizaciones armadas, pero luego de depuraciones y fusiones, quedaron dos: el ERP, de origen trotskista, y Montoneros, la más exitosa.
¿Por qué? Montoneros corrió el eje del conflicto del antiimperialismo, quizás un poco abstracto, a un problema muy sentido: la vuelta de Perón y la eliminación de sus enemigos internos, los “gorilas” infiltrados en el movimiento. Esto les permitió sumar a la Juventud Peronista (JP), una organización no clandestina y masiva, que encuadró a una gama de grupos sociales militantes.
A diferencia del ERP, Montoneros tenía una idea precisa de cómo llegar al poder, enancados en un Perón ambiguo. 1973 fue un momento clave. En dos elecciones, se votó masivamente por una alternativa democrática, confiando en la capacidad de Perón para restablecer el orden. No era fácil, como lo reveló su estrepitoso fracaso con el Pacto Social. Por otro carril, la violencia se desabarrancó.
Señala Bufano: “Una vez que se toman las armas es muy difícil dejarlas”. No lo hicieron ni el ERP -aunque así lo declaró- ni Montoneros, que solapadamente siguió asesinando dirigentes, como Rucci. Pero a la vez, dice Bufano, “el gobierno elegido por las urnas optó por combatir a la guerrilla con métodos clandestinos”, convocando a todas las “patotas” disponibles (sindicales, nacionalistas y otras), que organizó desde la Casa de Gobierno en la infausta Triple A.
Los militares se aprestaban a tomar la posta. En 1973 habían salido humillados del gobierno. Los condenados por la Cámara Federal Penal -un intento de Lanusse para encauzar la represión por la vía legal- fueron liberados inmediatamente. Pero el impulso de las “orgas” se fue agotando. En Tucumán, reprimieron con éxito al ERP, que comenzó a desarticularse. Luego de la ruptura con Perón, Montoneros pasó a la clandestinidad, se desconectó de sus bases en la JP, y en 1975 solo conservaba capacidad para actos desesperados. Pero los militares ya habían tomado una decisión: implantar una dictadura y matar clandestinamente a un número importante de personas.
¿Leviatán o Behemoth? En cualquiera de los dos casos, fueron bien recibidos por una sociedad que había naturalizado la violencia y las armas, que participó de cerca o a distancia del juego de las organizaciones armadas, o que mantuvo una indiferencia no comprometida. En 1976 la mayoría creyó que había llegado la hora del orden, prometido por los militares, y el humor social solo cambió en 1982.
Entonces comenzó la otra parte de la historia, en la que estamos envueltos. Creo que en materia de responsabilidades, la sociedad argentina ganó en esta experiencia una conciencia acendrada y muy valiosa de los derechos humanos, pero la fue perdiendo a medida que las consignas pasaron a fundamentar la revancha y la venganza. En materia de responsabilidades penales, la justicia no ha logrado trazar un camino independiente de las emociones de la sociedad y el Estado; abandonó el camino de los juicios a las Juntas de 1985 y terminó plegándose al juego faccioso.
Los bandos siguen existiendo, y nos peleamos por “nuestros” muertos ” y “los de ellos”. Es hora de asumir que todos ellos fueron víctimas, sin distingos, y que los vivos fuimos, y quizá seguimos siendo, víctimas y victimarios.
Publicado en La Nación el 25 de noviembre de 2018.
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