En las fotografías se ve al presidente Mauricio Macri exhausto. Más canoso, con gestos de agotamiento en su rostro y en sus desplazamientos después de días de preparativos, organización, puesta en marcha y de disponer de la mejor seguridad posible en donde se desarrolló el G20.
Indudablemente el gobierno argentino ve como un honor que se honre la presencia del país en el G20, desde 1999. Porque el interrogante del cual pocos desean develar es: ¿Qué hace Argentina en la misma habitación compartiendo el lugar con los países más ricos?
Como se sabe, en 1997 se produjo un cimbronazo financiero de proporciones después del “tequilazo mexicano” (1995) que tuvo réplicas en casi todas las geografías. En el Asia, Europa y en Rusia. Los dólares se escaparon de la Argentina y de toda Latinoamérica en un tiempo posterior de la mitad de la década del 90.
Gobernaba entonces Carlos Menem, reelecto una vez que pidió ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI). Esa mano extendida obligo a trazar estrategias a Estados Unidos, quien había apagado el incendio mexicano con un préstamo de 50 mil millones de dólares a cambio de una parte de la producción petrolera. Que los sacudones prosiguieran alteró a Washington. Argentina podía seguir el camino de México. De allí que los acreedores arrastraran a Buenos Aires a formar parte del G20, donde sus contertulios la ayudaron a serenar los ánimos, y a que Buenos Aires cumpliera con sus obligaciones. Por supuesto, durante la década del 2000 y en especial Cristina Fernández aprovechó la tribuna del G20 para difundir un mensaje bolivariano libertario que asustó a los otros miembros del ente. Argentina redujo su participación a los discursos kirchneristas antiimperialistas.
¿Valió la pena que en Buenos Aires se concretara, ahora, el encuentro del G20 después de dos años seguidos en el cual la organización no cambió para nada las relaciones comerciales y no doblegó a la tensión internacional, en sus reuniones en distintos sitios, cuando todos los intentos de generar consensos fracasaron? Sí, fue un logro.
Pudo demostrar al mundo que cuando se trabaja con eficiencia y con interés especial, y se jerarquiza el evento, las cosas suelen salir bien. Eso no significa que se haya dado vuelta la página, que se extendiera el desorden internacional.
Resulta también para todos los presentes un esfuerzo especial superar las grandes diferencias individuales que separan al mundo, según el tema que se trate. Cada país vino para cumplir un rol. Y muchos no mostraron ningún signo de jet lag después de volar horas y horas para arribar a las orillas del Río de la Plata. El jet lag no les hizo ni mella A lo mejor están acostumbrados a superar las tremendas diferencias horarias para los que debieron partir del Pacífico. Se demuestra que el más perspicaz, en ese sentido, fue Xi Jinping, quien hizo una escala oficial previa en España y pudo descansar del traqueteo.
Las reuniones de todos, para dialogar cara a cara, fueron escasas. Las negociaciones individuales, país por país, fueron varias e interesantes. Un sorprendente terremoto que no vino de los Andes sino que se originó en las placas marítimas no angustió a los participantes. Hubo encuentros sociales. Las señoras de los políticos se congregaron en Villa Ocampo, la residencia de Victoria, la importante movilizadora de cultura en el pasado, de una bella y afrancesada arquitectura. Tan afrancesada como los cascos de estancia de las familias ricas en la provincias proveedoras de granos y de vacas. Visitaron museos. Y los matrimonios se hicieron presentes en el encuentro musical en el Teatro Colón que logró aplausos y lágrimas del presidente Macri en el palco de las mayores autoridades.
Donald Trump llegó con cara de enojado y prepotente, rasgo ya conocido del titular de la Casa Blanca, una especie de cowboy dispuesto a la pelea… y al tuiteo. Ángela Merkel padeció el desperfecto de su avión y llegó tarde en un vuelo de línea. Pero lo logró, con su habitual empeño. Emmanuel Macron fue sorprendido con una nueva revuelta popular antisistema en su país, con hogueras y gran cantidad de heridos en las últimas horas. El titular de Singapur, de la mano del cónsul Nicolás Caputo y amigo permanente de Mauricio Macri, hizo sus primeros acercamientos y tanteos en la Argentina. Máxima, la reina de Holanda, igualó en elegancia y buenos modales a Juliana Awada.
El saudí Bin Salman, sospechado de haber incitado el asesinato de un periodista del Washington Post en Estambul, quedó aislado de todo contacto relevante en el encuentro. Dos, en cambio, lo saludaron casi efusivamente: Donald Trump, negador de la participación en el asesinato de un periodista. Porque se trata de un aliado y un importante productor de petróleo y comprador de armamento de calidad norteamericano, y casi el mismo tiempo por el ruso Vladimir Putin, por cuestiones estratégicas de todo orden y dimensión.
Sin duda alguna Bin Salman participó del G20, siendo integrante y no pasivo espectador, para salvar las apariencias, para sondear la opinión de sus socios estrategas en el evento de Buenos Aires. Trump había dispuesto, apenas embarcado en Washington, que no cumpliría con la entrevista con Putin, ni con Turquía ni con Corea del Sur, programadas de antemano, en represalia de la actuación rusa en la anexión de Crimea y en la captura de barcos ucranianos: un caso previo a la guerra suele acontecer en esos casos. El desplante a Turquía y a Corea del Sur es poco claro, habida cuenta de que son dos aliados históricos en la Guerra Fría con la ex Unión Soviética.
Se iguala Bin Salman a Trump porque hace lo que quiere y donde quiere. Y también se parece a Putin en la frialdad y en el cinismo. Putin está en el poder hace 18 años, después de su paso por las filas del espionaje soviético y de oficiar de valijero del alcalde de San Petersburgo, antes de la caída del comunismo. Se sabe de su crueldad y un muy posible consentimiento en el asesinato de periodistas y opositores, y de su impunidad en el manejo del Estado. Más el vínculo espurio en toda Europa, donde ampara y exalta a los partidos xenófobos que buscan terminar con la tradicional unidad europea.
Hubo algún que otro anuncio decisivo pensando en el futuro. Así, Christine Lagarde, la responsable del Fondo Monetario Internacional, señaló que la crisis en la Argentina será difícil durante los próximos meses y luego habrá “un giro”. Se juntó con aquellos que cuestionan el nacionalismo y el proteccionismo. Aboga por más apertura y un multilateralismo que ayudará a las sociedades. Más allá de lo específico se guardó de repetir sus pronósticos internacionales, publicados en distintos medios, donde prevé difíciles coyunturas financieras en el hemisferio norte.
Como todo veleidoso Trump se comportó con poco rigor civilizado. En cierto momento alguien lo quiso igualar a Theodore Roosevelt, el del “big stick”, jefe de la Casa Blanca en los primeros años del siglo XX que amenazaba con pegar con el garrote a todo aquel que amenazara a Estados Unidos.
Pero ese Roosevelt se quedó chico ante este Trump. El Presidente norteamericano tiró al suelo el aparato de traducción al inglés que se la había facilitado en un diálogo con Macri y en un parte oficial incluyó a la Argentina como país aliado, a cuyo presidente lo menciona como “Mauricio”, indicando que China está “saqueando América Latina”.
Aprovechando el G20 China firmó amplios acuerdos con la Argentina, a quien viene ayudando en materia crediticia. Se trataron todas las conveniencias en una cena Argentina-China el sábado por la noche. Trump, por su lado, prometió inversiones especialmente en el área energética. Macri llegó a afirmar que Estados Unidos es el principal inversor extranjero en la Argentina. Macron sigue eligiendo pruritos para un pacto del Mercosur con Europa. No pudo faltar el fútbol. El presidente Pedro Sánchez, de España, trató específicamente en un encuentro con Macri el partido de fútbol Boca-River en Madrid.
Lo que quedó del G20 es que no pudo solucionar los grandes problemas de arrastre del mundo. No pudo dar solución a distintos dilemas políticos y económicos. No se pudieron tapar con sonrisas y cenas las dificultades de entendimiento que llevan años. Por más declaraciones que surjan contra Putin, el zar ruso sabe que cerrando la tubería de gas con la que abastece a Europa el Viejo Continente se congela, sin vueltas.
Las bravuconadas de Trump, amparado detrás del fantasma proteccionista, tienen un límite. Es el mundo el que está escandalizado con sus modales y sus peleas. Y China, pese a todas las ofensas norteamericanas, fue el principal tenedor de la deuda norteamericana, casi el 50% del total. Exactamente 1,12 billones de dólares de la deuda del país del norte.
Ahora Pekín redujo el apretón para apuntalar su propia moneda y usa los dólares que recibe para comprar yuanes. En estos tiempos China ha sido reemplazada como acreedora por Japón. Los grandes del Asia tienen herramientas para doblegar a Washington, si pasa del límite. Estados Unidos se refugia detrás del robo de tecnología por parte de China. El fenómeno emergió tras la muerte de Mao y los cambios políticos en el Partido Comunista que transformó un país agrario donde se sufría hambre creando una nación con altísimos niveles de producción tecnológica para ellos y para los clientes extranjeros.
Es difícil trazar una evaluación precisa de los logros alcanzados por la reunión del G20 en el corto plazo. Se necesita algún tiempo. De todas maneras, la tensión internacional no cede ni practica concesiones. Eso crea un abismo entre lo que se quiere y lo que se puede.
Publicado en Infobae el 1 de diciembre de 2018.
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