El desborde de la jauría humana el sábado, en la cancha de River, ha provocado toda una serie de consecuencias interesantes para la vida cotidiana.
En primer término concluyó con la dimisión, por total ineficiencia, del titular de Seguridad de la ciudad de Buenos Aires, Martín Ocampo. Los responsables del gobierno porteño debieron soportar las iras de sus pares nacionales. El entredicho tiene historia, esta no es la primera vez que ocurre. ¿Pero en medio de la controversia se ha solucionado la seguridad y el desplazamiento por la gran ciudad? ¿Se ha desactivado la connivencia entre los dirigentes del fútbol y los barrabravas, cuyas movidas se parecen a una mafia en el sentido más terminante y global de la palabra?
Ocampo era hombre de Boca, había sido pedido por el presidente del club xeneize Daniel Angelici. Su sucesor, Diego Santilli, vicejefe de gobierno, que absorbe nuevas funciones, es hombre de River. Su familia está muy vinculada en el pasado y en el presente al club de Núñez.
Pese a ese intento de equilibrio, no solo está presente la presión constante de las barrabravas que se alquilan también para las manifestaciones de los dirigentes políticos. Entre ellos hay boxeadores, físicoculturistas, enmascarados. Recordar al ex secretario de Comercio Moreno paseando por la Plaza de Mayo rodeado de ellos. Se enfrentan a balazos como en el Far West, si así lo consideran. Estos violentos acompañan a quien les pague, además de traficar entradas a los partidos, con imprenta propia o bien con ayuda de algún encumbrado funcionario de la institución deportiva. Son un problema de dimensión colosal.
Porque los barrabravas están en todas partes, aquí y en parte de las grandes ciudades del interior provinciano a toda hora, cumpliendo cualquier servicio, sea legal o ilegal. Y ocurre que los dirigentes los necesitan. La mafia se amplía cómo no y se traslada a la calle, a la vida urbana. Con el método de la violencia, el chantaje, y sin tener presente a los modales ni a la convivencia.
En el pasado lejano,las mafias surgieron en Sicilia y en el extremo sur de Italia en el siglo XVI y XVII. Eric Hobsbawn, prestigioso historiador británico muy didáctico y leído, escribió un trabajo sobre las mafias. Explicó que la isla y Calabria fueron una de las regiones con mayor cantidad de invasiones que se iban sucediendo con el transcurso del tiempo. Venían del mar. Entraban a sangre y fuego. Allí estuvieron piratas, normandos, turcos, españoles.
Los habitantes decidieron cuidarse, entrar en arreglos silenciosos con los vecinos, cuidar a cada pueblo de los extranjeros. Con los siglos esas movidas solidarias se transformaron a partir de los negocios de las bandas sueltas que recorrían la isla en todas las direcciones. Precisamente fueron llamados “bandidos” Y llevaron la omertá, la ley del silencio a todo país donde emigraron, especialmente a Estados Unidos. Hoy la D'Arghetta, la mafia calabresa domina millones en el tráfico de drogas de todo tipo y de mujeres de los países del Este llevándolas hacia el Oeste europeo. Y sus “capos” no son fáciles de encontrar. Se cobran las supuestas traiciones con la muerte, aunque la víctima esté en cualquier lugar del planeta.
En Buenos Aires, Santilli sugirió un entendimiento con el ministro de Seguridad bonaerense Cristian Ritondo y con la nacional, Patricia Bullrich, una sugerencia que lleva a un cambio con respecto al pasado donde parecía reinar la autonomía en un país con considerables niveles de inseguridad.
Recién ahora, parece, la ciudad de Buenos Aires, en la persona de Santilli, se ocupará de los piquetes. Pero, ¿no existía un protocolo en el comienzo del gobierno de Cambiemos o del PRO, como se quiera leer? Bullrich y sus asesores lo habían elaborado pero en Casa Rosada lo frenaron por esa vieja historia de que no haya víctimas. El famoso “síndrome del ex Presidente Duhalde”.
Hay que empezar a meter presos “a los que arrojan piedras y rompen lo que encuentran al paso”, consideran los allegados al nuevo titular de Seguridad. Pero sin la ayuda de la Justicia todo quedará en agua de borrajas. Durante todo el período kirchnerista imperó el criterio de la permisividad “porque son consecuencia de la crisis social”.
Hace pocos días, en pocas horas los extremistas violentos de River quedaron en libertad. Y eso se ha convertido en costumbre.
La pregunta es cuándo la Justicia interrumpió manifestaciones donde los participantes desfilaran con palos y con la cara tapada. O llevando encima una artillería de piedras o cohetes. Que se sepa, nunca. Eso pasó con los desfiles de Quebracho (parece que se han disgregado) y con el increíble ataque al Parlamento al tratarse el Presupuesto 2019.
Por distintas versiones Santilli quiere poner límites y obligar a cumplir con las leyes. ¿Podrá? Porque las mareas humanas que se adueñan del centro de la ciudad y de algunos puntos geográficos de mucho tráfico vienen caminando sin prohibiciones desde 2002. La sociedad parecería que se ha acostumbrado a que 15 personas o 1.000 obstruyan una avenida y los automovilistas queden paralizados e impotentes. Y si algún vehículo tiene apremio para pasar deberá enfrentar la represalia. Es la ocupación del espacio público en su máxima expresión. Quizás ahora disminuyan estos desatinos. Porque por el precio de los combustibles y por el freno económico fenomenal hay menos autos circulando o ingresando a la ciudad (se calcula que en promedio, hasta comienzos de 2018 ingresaban a la ciudad millones de rodados)
Por un lado tenemos el pedido político que no haya muertos, por otro lado la policía recibe críticas porque sus métodos no son los adecuados y finalmente la justicia abre la puerta de los calabozos. Es un cocktail que hay que erradicar, pero nadie da el primer paso. Y habrá que decidirse a actuar, más allá de todo prurito.
A todo hay que sumar las declaraciones del presidente Mauricio Macri quien se molestó porque se decidió que el partido Boca-River se juegue en el exterior. Propuso que el encuentro se dirima en la cancha de River. Si o si. Advierte que Argentina la queda como un país que no puede permitir que el mundo crea que no se pueda poner orden en un encuentro deportivo de envergadura. Lo hizo un poco por imagen a pocas horas del comienzo del G20 y la presencia de gobernantes de importancia. Pero no es una propuesta sensata la del Jefe de Estado, después de todo lo que pasó.
No es la primera vez que, como futbolero, tropieza. ¿O acaso no propuso que al partido ingrese la barra del equipo contrario? Si eso hubiera sucedido, el sábado pasado todo habría terminado en desastre total y sangría.
Publicado en Infobae el 29 de noviembre de 2018.
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