Jair Bolsonaro, presidente electo de la República del Brasil, acaba de incorporarse (todavía en forma virtual) al selecto grupo del triángulo (también virtual) de América Latina, con sus tres países más importantes. Imagine el lector la figura geométrica nombrada y coloque a quien corresponde en cada caso: a la derecha, el ya mencionado Bolsonaro; a la izquierda, el presidente electo de los Estados Unidos de México, Andrés Manuel López Obrador, y en el ángulo del centro a nuestro Mauricio Macri, el único que ha superado largamente la virtualidad del cargo, porque es presidente desde hace tres años, y tratará de que lo reelijan el año próximo.
Es bien conocida la crisis de los sistemas políticos y los partidos tradicionales en Occidente, con la provisional excepción de los Estados Unidos, cuyo férreo bipartidismo ha persistido casi por dos siglos y medio. España e Italia, sobre todo (y no hay que olvidar que son los dos países que más han contribuido a la formación de la conciencia latinoamericana, aunque desde distintas perspectivas históricas), son los territorios en que amenaza el separatismo y sobre los que viene posándose una nube neofascista cuya instalación enfrentan las viejas instituciones.
El triángulo latinoamericano ha procurado renovarse aplicando una drástica transformación del sistema en la que dejarán de existir las agrupaciones políticas en decadencia, si bien algunas se mudarán, con armas y bagajes, a los nuevos espacios.
En México, por su parte, ha sido vencido, en forma bochornosa, el PRI (Partido Revolucionario Institucional), creador del México moderno, y que esta vez solo pudo alcanzar el tercer puesto. El vencedor resultó aquí, como se sabe, otro debutante, el MORENA (Movimiento de Reconstrucción Nacional), un nuevo partido de izquierda edificado sobre las cenizas progresistas del PRI, y encabezado por Andrés Manuel López Obrador.
Especial interés para la Argentina reviste la asunción de la presidencia del Brasil por parte de Jair Bolsonaro. A estas alturas carece de importancia el análisis de cómo llegó a la presidencia, apoyado por un pequeño partido, el Liberal Social; tampoco vale la pena escandalizarse ante sus declaraciones (que de todos modos ya han bajado de temperatura), ni de rasgarse las vestiduras al escuchar su discurso, ferozmente autoritario y antisistema, plagado de un anticomunismo arcaico, y amigo de la pena de muerte.
Debo confesar, para bien o para mal, que si fuese brasileño jamás podría votarlo a Bolsonaro. Se sitúa, con todos los derechos para hacerlo, en la orilla opuesta de la modesta ideología que muchas cludadanas y ciudadanos, además del autor de estas líneas, practican: la socialdemocracia.
Seguramente tenemos ideas opuestas tanto en lo que se refiere a la organización del Estado como en la participación ciudadana, tanto en lo que tiene que ver con la distribución del ingreso, como en el respeto irrestricto a las minorías, sean estas sociales, raciales o religiosas.
Pero con la misma convicción, y en la medida en que sean respetadas las normas que establecen el derecho internacional y la buena vecindad de dos países con grandes intereses en común, el nuevo mandatario recibirá las muestras de respeto y dignidad que merece su cargo, y los más de 50 millones de brasileñas y brasileños que, en todo el país, han votado por él. Debe anotarse, a su favor, la designación del juez Sergio Moro, símbolo para el brasileño común de la lucha contra la corrupción, como ministro de Justicia. Ya los economistas argentinos y brasileños han empezado silenciosamente a reunirse: somos socios comerciales y debemos seguir siéndolo.
Y cuando en pocas semanas más juren sus respectivos mandatos presidenciales los dos presidentes latinoamericanos hoy virtuales –es decir, López Obrador y Bolsonaro-, ¿qué papel le quedará por desempeñar al tercer ángulo del triángulo? ¿Qué hará Mauricio Macri?
Después, no podrá abandonar ni por un instante la lucha contra la corrupción, colaborando con la justicia hasta donde lo admita la ley, con juicios más rápidos y eficaces.
Por fin, tendrá que prestar el máximo posible de atención a la educación en todos sus niveles, aun a costa de sacrificios en otros aspectos.
Así, el ángulo del centro, el que deliberadamente ha elegido el camino central y equidistante de la derecha y la izquierda, o mejor el de la moderaclón y la convivencia en lugar de la grieta que cada día se hace más peligrosa, esa utopía de centro que somos todos nosotros, quizá pueda dominar a violentos e intolerantes, y proyectarse al futuro. Tal vez solo sea una expresión de deseos.
Publicado en Clarín el 19 de noviembre de 2018.
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