Durante la gobernación de Martín Rodríguez se inauguró el Cementerio de la Recoleta.
Sucedió hace exactamente 196 años, el 17 de noviembre de 1822. Fue un proyecto de Bernardino Rivadavia cuyo fin primordial era garantizar a todos, independientemente de su clase social, una última morada. De hecho, se trató de la primera necrópolis pública de nuestro país.
Aunque con el tiempo se convirtiera en un espacio exclusivo, al principio las familias ricas se resistieron. “Pero -señalan los historiadores Prestigiacomo y Uccello- los de clases más bajas no se sintieron ofendidos por contar con ese servicio gratuito y, así, el 18 de noviembre de 1822 se realizaron los primeros entierros en el flamante cementerio: un joven negro y liberto llamado Juan Benito y una prostituta blanca de veintiséis años, nacida en la Banda Oriental, llamada María de los Dolores Maciel”.
La negativa de las clases pudientes se relacionaba, principalmente, con las creencias.
Por entonces las iglesias eran los lugares de enterramiento. Aquél que estaba por dejar este mundo daba instrucciones a los suyos sobre sus preferencias, detallando incluso la ropa del santo u orden que quería llevar. El valor de los espacios dentro del templo se incrementaban dependiendo de la cercanía al altar.
Estas costumbres hacían muy costoso cualquier enterramiento, por lo que muchas familias los dejaban en la iglesia para que se encargaran los sacerdotes. Generalmente abandonaban a los niños -que por entonces morían en gran número- y también a los esclavos. Algunos difuntos terminaban directamente en la calle. En estos casos, los ciudadanos los acercaban al Cabildo. Allí se lo colgaba del balcón durante varios días con un cuenco debajo para que se colaborara con los gastos de la exhumación.
La situación en las iglesias era deplorable. Algunas veces sepultaban los cuerpos directamente en la tierra. Además el ambiente se volvía lógicamente nocivo, mientras la población asistía a las misas, bautismos, casamientos, etc. Rivadavia buscó acabar con toda esta situación y prohibió los enterramientos en las iglesias. Trasladó a los monjes recoletos e hizo construir allí el cementerio público.
Love, un inglés que visitó por entonces Buenos Aires, cuenta en sus memorias que a partir de este cambio “los muertos son enterrados dentro de las veinticuatro horas, precaución necesaria en un país de clima cálido. Los cementerios están repletos y ahora se llevan los cadáveres al cementerio Nuevo, en la Recoleta, y se trasladan allí desde los cementerios de las iglesias, con lo que se producen escenas de confusión, en que madres, esposos y esposas prorrumpen en gritos al reconocer los cuerpos de quienes ya no esperaban volver a ver en este mundo”.
Sin duda alguna Rivadavia no sumó muchos adherentes en esta cruzada, quizás su mayor talento fue el saber hacerse de enemigos a mansalva. Pero dejando de lado las formas y a su figura, nos gustaría hacer hincapié en el carácter “público” con que surge este cementerio, en su aspiración a la igualdad y en el trabajo de un incipiente Estado para concretarla. Quizás allí se encuentre el origen de nuestra falta de equidad, no hay igualdad posible en los pueblos que toleran y justifican el desorden.
Publicado en Los Andes el 17 de noviembre de 2018.
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