sábado 27 de julio de 2024
spot_img

La botella al mar de Alberto Laiseca

Alberto Laiseca ha muerto y nunca fue famoso. La fama es puro cuento, aunque claro, los cuentos pueden ser superlativos, como los que escribía Laiseca. Cuentos de terror, con el corazón en vilo.

Fue un escritor que no buscaba lectores. Los lectores se encontraron con él de manera casi subrepticia. Su novela mitológica, Los Sorias fue un objeto devocional mucho antes de ser publicada. El manuscrito pasaba de lector a lector atrayendo devotos. Ricardo Piglia, otro gigante, escribió: “Los Sorias (monumental volumen de 1.300 páginas) pertenece a la estirpe de los libros que circulan de mano en mano, como una carta privada a todo el mundo. Son incontables los lectores que no han leído Los Sorias y esa multitud de lectores futuros garantiza la persistencia de este libro…”. Piglia compara a Laiseca con Roberto Arlt, nada menos, y sentencia que “Los Sorias es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos”.

Ignorado por el canon cultural y por el marketing editorial, Laiseca tenía un tesoro: sus manos hoscas, porque fue obrero, que también fueron manos sutiles porque escribía como escribía.

Cuentan que en la estación de trenes de Escobar, un día, todo pudo ser borrado para siempre. Laiseca estaba parado en el borde del andén. Desde un tren en marcha un brazo agresor intentó robarle una bolsa de mercado. Adentro estaba la novela, Los Sorias, yaciendo ahí, a merced de cualquier punga que se hubiera encontrado con palabras y más palabras en lugar de algún dinero para satisfacer su propósito arrebatador. Pero Laiseca aferró sus manos a la bolsa que contenía su obra magna, y no se la robaron. Y después fue lo que fue. La gran novela, que tiene más páginas que el Ulises de James Joyce, pero no menos altura.

La prosa es algebraica por lo precisa, el texto parece tener algo de Orwell y mucho de Arlt. La historia empieza en una pieza de pensión, y luego se despliega mundos automáticos y a la vez fatalmente beligerantes.

Laiseca nació en medio de la nada, o casi nada. El pueblo cordobés en el que creció se llama Camilo Aldao y es minúsculo. Pero esa nada pudo construir la infancia de un tipo tan duro como ese writer que nada tenía de literato formal. Muchos lo colocan al mismo nivel que Thomas Pinchon. En Camilo Aldao lo nombraron, más tarde, Ciudadano Ilustre.

Llegó a Buenos Aires. Antes había trabajado como cosechero en campos ignotos, probablemente ignominiosos para los peones explotados, fue empleado de la telefónica estatal ENTEL. También lo fue de limpieza y hasta corrector de estilo en el diario La Razón. Laiseca odiaba sobre todo esto último: rebajarse a la minucia superficial del escrutinio del escrito cablegráfico de un cúmulo de burócratas de la palabra.

Era extraordinario en TV. Los Piojos, con una ligereza rockera que tal vez no estaba a la altura de ese genio de la palabra que no fue conocido, pusieron música ambiente a sus apariciones extraordinarias como narrador oral. Aparecía en un canal, que no estaba en la grilla selecta de las grandes cableras argentinas, relatando con increíble aptitud y actitud escénica cuentos de terror, o de amor, o de ambas cosas.

Hay que buscar esos programas, están por allí en el espacio virtual, ver a Laiseca narrar es sufrir, temer y querer partir de tanta intensidad. Los bigotes amarillentos bajo su calva.

Alberto Laiseca ha muerto y nunca fue famoso. La fama es puro cuento, aunque claro, los cuentos pueden ser superlativos, como los que escribía Laiseca. Cuentos de terror, con el corazón en vilo.
Pero ha muerto, aunque Las Sorias no. Quedan como un testimonio fuera del gran merchandising de las palabras vacías, detrás de tantos best sellers que no resisten una sola lectura pasional, de tanta basurología mensual que llena las góndolas de las librerías que ya no son lo que eran.

Aunque desde la muerte, Alberto Laiseca, detrás de sus bigotes, con sus manotas y su estirpe marginal, sigue vivo, tan muerto que está, y tan presente en su literatura, tan poco leída, tan elogiada, tan despreciada y tan gigante, como la Argentina, como Roberto Arlt, y como Las Sorias.
 

spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Fernando Pedrosa

La renuncia de Joe Biden: el rey ha muerto, ¿viva la reina?

David Pandolfi

Hipólito Solari Yrigoyen cumple 91 años

Maximiliano Gregorio-Cernadas

Cuando Alfonsín respondió a Kant