viernes 26 de julio de 2024
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De círculos rojos, liderazgos y cambio cultural

¿Por qué el macrismo desprecia al círculo rojo? Porque en el Cardenal Newman se dice colorado. Digno de María Belén y Alejandra, esas dos chicas de Barrio Norte ridiculizadas por Landrú y cuyo mundo se dividía entre la gente bien y la mersa-piruja. Aunque parezca mentira, las alumnas –y los varones– de ciertos colegios exclusivos descartan palabrejas consideradas impropias del argot de su clase. Rojo es –sigue siendo– uno de esos adjetivos impronunciables…

                Tilinguerías aparte, resulta conmovedor que un gobierno repleto de personas de clase alta abomine de ese circuito de los mejor informados, los más activos discutidores de la cosa pública.  Esta administración, seguramente, es la que cuenta con más miembros del círculo rojo de todos los gobiernos civiles en los últimos setenta años. En el círculo rojo, los únicos que no son ricos son los periodistas… ¿O será la forma elegante de saltearlos para lograr la tentadora comunicación directa con los ciudadanos?

Las tres Argentinas

            Manolo Mora y Araujo acaba de contribuir con su profunda, desafiante mirada sobre la sociedad en un trabajo publicado por la Academia de Ciencias Morales, Políticas y Jurídicas de Tucumán. La divide en tres franjas: un 31% de alta productividad y competitividad alta y medio-alta. La mayor parte (18%) con empleos formales privados, una buena cantidad de trabajadores manuales calificados (5%) y de empleados públicos (5%). Lidera la franja de muy altos ingresos, con sólo el 3% de la población.

            El segundo anillo corresponde a la mayoría (37%). Empleados privados (22%) y estatales (15%) exhiben baja productividad y competitividad media, media-baja o baja.

            Finalmente, el 32% del total pertenece a los trabajadores manuales de baja calificación (10%), empleos de mala calidad (12%) y desempleados (10%) con muy baja competitividad o muy baja productividad

            La conclusión de Manolo: el 31% de las personas exhiben “capacidades adecuadas para formar parte de cualquier economía productiva del mundo”. Pero incluso dentro de esto segmento, “muchos (en particular los trabajadores sindicalizados) quisieran garantías de estabilidad y protecciones contra las presiones competitivas”.

            El segundo segmento “quisiera vivir en el mundo anterior a la globalización, aspira a una estructura social estable”, un casi inexistente sistema de premios y castigos. Y “sostiene altas expectativas de ingresos”.

            El tercer segmento “está, hasta cierto punto, fuera del mundo: sus miembros sobreviven como pueden. El caldo de cultivo de las prácticas políticas clientelísticas”.

            Para colmo, el sector más dinámico “se caracteriza por el bajo compromiso político”.

            Conclusión: “la estructura social así descripta es notoriamente inviable”.  Más de dos tercios de la población demandan subsidios. Para Mora y Araujo, la única opción es producir movilidad social desde los dos segmentos menos favorecidos hacia el sector más competitivo. Cambiar la composición de la sociedad.

            Naturalmente, esto implica un gigantesco esfuerzo cultural, de cambio de las mentalidades y de la morfología social. ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo zambullirse en la sociedad y bregar por la más difícil de las tareas?

Timbre sí, pero distinto

            El timbreo se ha convertido en un símbolo PRO. Una forma de llegar a las gentes.

            En rigor, conservadores, radicales y justicialistas crecieron tocando timbres, golpeando las manos donde no los había y apretando botones de porteros eléctricos. Una manera de hacer proselitismo, acercar ideas, eventualmente conseguir militantes, fidelizar votos. Fue notable el rastrillaje de las juventudes peronistas en los comicios de 1973. En 1983, el alfonsinismo inició el puerta a puerta en el barrio de la Boca.

            Primera objeción del PRO: en la vieja política timbreaban los afiliados rasos, hoy lo hacen los altos funcionarios del Estado, empezando por el mismísimo presidente. En rigor, Raúl Alfonsín y otros líderes radicales también lo hicieron. Visitas a casas de familia, con invitados varios. Inspirada en las técnicas de venta de herméticos para alimentos, fueron bautizados reuniones Tupperware.

            Objeción:  el esquema, dicen en el PRO, es inverso al tradicional. Acá no se va a explicar ni bajar línea, a repartir volantes ni promover lealtades. Acá se va a escuchar.

            Sólo la familia puede estar, sin invitados. Todo muy armado, muy prolijito.  Curiosamente, la prensa no tiene acceso a estos encuentros, no hay datos sobre los lugares a visitar ni el modo de contacto. No hay información sobre cuánto duran ni cuántas personas han sido visitadas. Acaso porque copia el sistema de los focus group, un modo de acercarse a las opiniones del pueblo (o la gente, que es más estilo PRO).

            Muchos se anotan para el timbreo pero pocos son los elegidos. Altos funcionarios, idealmente con buena presencia, menores de cincuenta años (hay alguna excepción) y un uniforme más o menos estándar, preferentemente con camisa fuera del pantalón. Saco y corbata desterrados. Dan viejo.

            Como ocurre cada vez que escribe, Jaime Durán Barba insiste que los políticos son, apenas, administradores de demandas. También cree que todo tiempo pasado fue peor. Asegura que los jefes de Estado eran asesinados. Incluye en su lista al presidente Manuel Quintana. Quintana, se sabe, murió de viejo en su casa de Belgrano.

Cambio cultural

            Otros oficialistas afirman que su propósito histórico precisa un cambio cultural. Ahora bien, ¿de qué modo pudiere llegar semejante revolución sin que políticos ni comunicadores, organización ni Estado, intente desde el liderazgo amalgamar semejante disrupción? Los cambios más profundos, en las sociedades, provienen de la mutación de las creencias, de los valores, de las convicciones y la ética. Hablar  con las personas, convencer, debatir, movilizar. Todo parece indispensable pero no se está haciendo. 

            Tampoco se está gobernando según nuevos parámetros. O sí, pero no necesariamente mejores. El desaguisado armado en torno a la modificación del impuesto a las ganancias comenzó con una fatídica negociación con gobernadores y culminó con una ronda con la CGT.  ¿No hubiera sido más adecuado negociar dentro del propio Parlamento? Se dirá que los legisladores son más ásperos y que los gobernadores tuvieron que enderezarlos. Es una manera de verlo. Otra forma es que la media docena de negociadores del gobierno no tiene antecedentes de ningún tipo en el Parlamento. ¿Estarán fallando aquellos gloriosos perfiles?

                Los partidarios de Macri, en general, admiran a los Estados Unidos. Sería oportuno tuvieren en cuenta que el poder norteamericano invoca siempre el liderazgo. Para aplaudir, alentar, reprobar o castigar, las élites políticas, económicas y sociales de EE.UU. invocan sistemáticamente la conducta del liderazgo del resto de los países. Liderar supone convencer, insistir, polemizar, incluso molestar. Es hora de hacerlo. O será tarde.

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Veinte Manzanas

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