martes 16 de abril de 2024
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Estado y democracia: de Perón a Kirchner

Fue fácil mostrar líneas de continuidad entre Roca y Perón, pero es casi imposible encontrarlas entre el líder y Néstor Kirchner. Hay diferencias personales muy claras. Perón fue un conductor, persuasivo y didáctico, un hombre de Estado y un militar educado en la ética del funcionario. Ninguno de esos atributos adornaron a Néstor Kirchner, ni tampoco a Cristina Kirchner.

Pero sobre todo, ellos vivieron en dos Argentinas muy diferentes. Aquella, con un Estado potente y una sociedad integrada y móvil; ésta, con un Estado costoso e inútil y una sociedad desigual y segmentada. No hay una fecha de este profundo cambio, ni un único responsable; fue un proceso desarrollado, por pasos sucesivos, entre 1955 y 1983.

En 1955, con la proscripción del peronismo, se inició el ciclo de gobiernos electos de baja legitimidad y de dictaduras militares con más poder que consenso. Con Frondizi y con Krieger Vasena, el Estado aumentó su intervención en la economía y su capacidad para conceder privilegios. Vacía la escena política, las corporaciones crearon su propia mesa de negociaciones. Allí estaban el Ejército y la Iglesia. Los empresarios se fracturaron según sus intereses específicos, y compitieron por el maná estatal que gobiernos débiles repartían día a día. El sindicalismo peronista, arrojado al llano, se reforzó y adoptó el método de golpear y negociar, para defender los derechos laborales y las prebendas de sus organizaciones.

Cada uno hizo su juego y bloqueó el de los otros, con un resultado de suma cero: el empate. Los distintos grupos de interés colonizaron las oficinas de gobierno, trasladando la puja corporativa al interior de un Estado convertido en botín. En 1973 Perón creyó que podía encarrilar los conflictos mediante un Pacto Social garantizado por su autoridad, pero fracasó estrepitosamente.

La percepción del bloqueo impulsó la idea del “cambio de estructuras”, pronto convertida en “revolución”. Fue de intención revolucionaria el tajo de Onganía al nudo gordiano del conflicto corporativo. Fracasó, y la puja distributiva siguió desarrollándose bajo sus mismos bigotes.

Onganía logró algo: unir a todos los golpeados y desencadenar una “primavera de los pueblos”, que sacudió cada remoto confín social. Se experimentó una cierta forma de democracia, sin ningún viso de institucionalidad y con mucha participación, orientada por militantes de las más diversas procedencias. Se creía que, identificado el enemigo –la dictadura y el imperialismo– bastaba la decisión de los hombres y mujeres de buena voluntad para construir un mundo nuevo.

¿Cómo concretar todos estos anhelos? Se propusieron muchas formas, pero se impuso la peor: los partidos armados, que recurrieron a la violencia asesina. Uno de ellos, Montoneros, supo agregar el otro elemento de la utopía epocal: el retorno de Perón. La violencia, latente en la política, se desencadenó, y su espiral incluyó a la Triple A y finalmente al Ejército, que la potenció. La mayoría de la gente llegó a contemplar el espectáculo con naturalidad.

Con el terrorismo clandestino, la última dictadura militar acalló los conflictos precedentes. Inició la demolición del Estado y creó, por reacción, las condiciones para que, luego de su retiro, la democracia institucional encontrara una acogida que nunca había tenido antes.

La democracia de 1983 fue distinta de las anteriores: institucional, republicana, pluralista y liberal, en su sentido prístino, por el impulso del movimiento de derechos humanos. Para la ciudadanía –un término que resurgió– la democracia tenía, en sentido positivo, la misma potencia que para lo negativo había alcanzado la dictadura. La ilusión comenzó a decaer con las dificultades de la economía, la evidencia del poder residual de los militares y, en general, la percepción de los límites del voluntarismo.

Con Menem volvió al poder un peronismo reorganizado según las nuevas reglas democráticas: se asumió como partido, de base territorial, y con una dirigencia renovada. Pero la normativa republicana comenzó a resentirse –elegantemente se lo llamó “democracia delegativa”– y en el acrecido mundo de la pobreza el “partido del gobierno” reflotó y remozó los clásicos recursos del clientelismo.

La crisis de 2001 fue un quiebre. Arrasó con los políticos y desprestigió la institucionalidad. Arreció la protesta social y el movimiento de derechos humanos pasó a reivindicar ideas y modos de acción de los años setenta.

Estos cambios llegaron a su fase superior en los años kirchneristas. La institucionalidad republicana fue desplazada por un decisionismo no liberal que hubiera satisfecho a Carl Schmitt. La democracia competitiva se resintió frente a la eficaz máquina política montada desde el gobierno y el pluralismo se convirtió en una antigualla ante la fuerza de un relato que unía la tradición nacional y popular con la nueva versión de los derechos humanos.

Lo más profundo de la decadencia argentina se exhibe en el Estado. De Videla a Menem se convino en la necesidad de achicarlo para vigorizarlo, pero con los Kirchner volvió la idea de un Estado fuerte. Solo fueron palabras, pues en la realidad hubo un continuo y sistemático deterioro estatal. A lo largo de 35 años, el prebendarismo se profundizó con las privatizaciones, medraron la patria contratista y la financiera y creció la corrupción. Con los Kirchner, el grupo gobernante saqueó al Estado en beneficio propio y construyó un régimen cleptocrático. También en esto fueron la fase superior.

El daño mayor estuvo en la institucionalidad y en la capacidad de gestión del Estado. Todos los órganos de control fueron manipulados o liquidados.

El mal ejemplo de los gobernantes terminó demoliendo la moral burocrática, y en cada nicho estatal se instaló una pequeña mafia.

El daño mayor cayó sobre el mundo de la pobreza, pues el Estado se fue desentendiendo de la educación y de la salud, y hasta la seguridad personal quedó en manos de policías y jueces corruptos.

El Estado está en ruinas y la democracia republicana sigue siendo un ideal. Pero afortunadamente el hilo institucional no se cortó, y el sufragio democrático se mantiene.

Esto ocurrió de Perón a Kirchner. Sobre estas bases, hoy debemos reconstruir, junto a otras cosas, el Estado y la democracia. Es bueno ser consciente de lo inmenso de la tarea.

Publicado en Los Andes el 9 de septiembre de 2018.

Link https://losandes.com.ar/article/view?slug=estado-y-democracia-de-peron-a-kirchner-por-luis-alberto-romero

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