En la historia argentina, los años entre 1930 a 1943 fueron de una gran riqueza. El renacimiento cultural y político del catolicismo, el último esplendor del liberalismo reformista, la reformulación del papel del Estado, el impulso a la industrialización y el crecimiento de la cultura popular de masas, entre tantas otras cosas, indican que fue un período tan creativo como cualquier otro. Pero, en el sentido común vulgar todo esto suele resumirse en una frase concluyente: fue la “década infame”.
La descalificación se apoya en sucesos de indudable impacto, como el golpe del 30, el tratado Roca-Runciman, el fraude electoral y varios casos de corrupción. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿fue una década globalmente “infame”? ¿Lo fue más que otras décadas? Para analizar este tema polémico, el Club del Progreso convocó, dentro de un ciclo de charlas sobre el pasado nacional, a dos reconocidos historiadores: Pablo Gerchunoff y Luciano de Privitellio.
Para Gerchunoff, la crisis mundial de 1929 creó en la Argentina una situación inédita, de la que surgió un régimen económico nuevo. Las políticas fueron pensadas sobre la marcha, discutidas ampliamente y luego seguidas con firmeza, al punto que sus orientaciones básicas -como la participación activa del Estado en la economía- perduraron hasta hace apenas unas décadas.
Al crack de la Bolsa de Nueva York de 1929 siguió el derrumbe del sistema bancario estadounidense en 1931 y, al año siguiente, el abandono del patrón oro por Gran Bretaña. Era un mundo nuevo mucho más difícil para la Argentina. Cayeron el volumen y los precios de las exportaciones agrarias y las divisas se hicieron escasas. Luego de suspender la Conversión del peso, el gobierno de Agustín P. Justo, que siguió al del general José Félix Uriburu, estableció el control de cambios: el Estado concentraba las divisas disponibles y las asignaba a los distintos sectores a precios diferentes, de acuerdo prioridades que, día a día, le permitían desarrollar una vigorosa intervención en el rumbo económico.
Estímulo a la industria
Cumplir con la deuda externa fue una de las prioridades. Otra fue el estimulo a la industria interna, que al sustituir importaciones aliviaba la balanza de pagos. Además, la industria ofrecía empleo a los trabajadores que migraban a las ciudades, expulsados por un agro en crisis. Federico Pinedo y Raúl Prebisch, artífices de esta reestructuración estatal, se propusieron favorecer especialmente aquellas industrias más competitivas que pudieran exportar hacia los países vecinos, una línea que se abandonó en 1946.
Un factor coyuntural le permitió a la Argentina salir rápido de la crisis: la larga sequía estadounidense, iniciada en 1932, mejoró nuestras exportaciones cerealeras. Hubo beneficios para los productores rurales y, gracias al control de cambios, más ingresos para un gobierno que desarrolló una gran política de obras públicas, especialmente viales. Fue entonces cuando los camiones comenzaron a desplazar a los trenes.
Pero esos positivos cambios de largo plazo -señala De Privitellio- no fueron percibidos por la opinión pública, que en cambio criticó los términos del Tratado Roca Runciman (una “entrega” a Gran Bretaña), y se escandalizó por los privilegios a los grandes ganaderos y las empresas británicas o por el salvataje estatal de bancos quebrados.
Se trata de una interpretación simplista, opinó Gerchunoff. Sin duda el Tratado arrojó un magro resultado para la exportación de carnes, pero en realidad pudo haber sido mucho peor, dada la decisión británica de privilegiar la relación con Australia y Nueva Zelanda. En cambio, Gran Bretaña concedió un excepcional préstamo en libras para que las empresas inglesas pudieran remitir sus beneficios acumulados en pesos; sin esa ayuda hubieran quebrado, arrastrando a muchas empresas y bancos locales y produciendo un descalabro generalizado. Una decisión parecida tomó el gobierno al sostener al Banco Español; su salvataje impidió una quiebra de bancos en cadena como la ocurrida en los Estados Unidos.
La voluntad de conjurar el riesgo de todo el sistema -puntualizó Gerchunoff- explica una política que, vista desde otro punto de vista, significó un beneficio para determinados grupos. El excepcional equipo técnico encabezado por Pinedo y Prebisch, que logró lo que se proponía, gozó de una ventaja importante: por un tiempo pudo despreocuparse del problema de las elecciones.
El “fraude” es el otro gran estigma de la “década infame”. La frase fue acuñada en 1944 por el periodista José Luis Torres, quien, recuerda De Privitellio, era nacionalista, pronazi y partidario del golpe castrense de 1943. Según creía, el fraude demostraba la podredumbre de la democracia liberal, que quedó en evidencia con el “escándalo de la Chade” de 1936. Para lograr que se renovara la concesión por el suministro eléctrico de la Capital, la poderosa empresa sobornó a periodistas, funcionarios, concejales de todos los partidos y hasta a Marcelo T. de Alvear, entonces jefe del radicalismo, y Justo.
Sentidos múltiples
La “década infame” resultó una frase exitosa, pero su sentido fue variando. Los radicales la usaron para reivindicar la pureza de la democracia anterior al golpe de 1930; los peronistas, para condenar el pasado anterior al golpe de 1943. Luego de 1955, la consagró Arturo Jauretche en una versión nacionalista, populista y antiimperialista en la que el villano era Gran Bretaña. Es conocido el lugar que este tópico ocupa hoy en el “relato”.
Muchos historiadores han tratado de tomar distancia de la “década” y del parteaguas del golpe del 30 para reflexionar sobre el período entre las dos guerras mundiales. De Privitellio recuerda las continuidades de los años 20 y 30, en lo social y lo cultural, e invita a reflexionar también sobre la política de entreguerras, signada por la ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio y por el gradual descubrimiento de sus dificultades, tanto teóricas como prácticas.
Desde 1920 hubo sucesivos proyectos de modificación de la ley, buscando una forma de representación distinta, por ejemplo la corporativa, en boga en Europa. Pero predominó una solución más práctica: retornar al uso del poder gubernamental para modificar un poco los resultados electorales. Lo hizo Yrigoyen, moderadamente. Justo no tuvo necesidad al principio, debido a la abstención radical, pero lo hizo de forma masiva desde 1936, cuando los radicales volvieron a las urnas. Entonces, las elecciones fueron sistemáticamente falseadas, pero con el tácito consentimiento de los derrotados.
¿Fue infame, en definitiva, la década del 30? Ambos historiadores coinciden en que el problema no es demasiado relevante. Gerchunoff habló de cambios estructurales en la economía. De Privitellio, de un largo proceso de discusión y de adecuación de la ley Sáenz Peña, anterior y posterior a los años 30. Pero el sentido común se concentra en tópicos más llamativos -la intervención británica, la corrupción o el fraude-, generalmente mal entendidos e hilvanados en un relato simplificado, con una matriz entre nacionalista y populista, que ha calado hondo.
¿Puede modificarse el sentido común? Los expositores fueron escépticos, y con razones. Yo creo que siempre se puede abrir una discusión, sembrar una duda, mostrar que hay diversas versiones del pasado y que entre ellas puede entablarse un diálogo civilizado y provechoso. Hoy estamos lejos de eso. Pero, parafraseando a Sarmiento, las contradicciones se vencen a fuerza de contradecirlas.
Publicado en La Nación el 26 de agosto de 2018.
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