Eran las dos de la tarde cuando un carro se detuvo en la puerta de la vieja casa. Un oficial descendió, ingresó al inmueble y encontró a Lavalle perturbado, caminando en círculos, absorto. Mientras Dorrego esperaba dentro del vehículo, la orden dejó atónitos a todos. Dorrego sería fusilado.
Lavalle no quiso oírlo, sabía que de hacerlo cedería. El condenado escribió un par de cartas para su familia. Gregorio de La Madrid escribió al respecto:
“Me pidió le hiciera el gusto de acompañarle cuando lo sacaran al patíbulo. Me quedé todo conmovido denegándome pues no tenía corazón para acompañarle en ese trance (… ). Nos abrazamos y bajé corriendo con los ojos anegados por las lágrimas. Marché derecho a mi alojamiento, dejando ya el cuadro formado. Nada vi de lo que pasó después, ni podía aún creer lo que había visto. ¡La descarga me estremeció, y maldije la hora en que me había prestado a salir de Buenos Aires!”.
Lavalle tampoco presenció aquel fusilamiento. Tras oír la descarga observó a uno de sus coroneles y le dijo que acababa de hacer un sacrificio doloroso, pero indispensable. Buenos Aires se horrorizó. Lavalle mismo lo hizo y desde entonces la sombra de su víctima lo atormentó: “Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el alma, y que los personajes políticos traen su carácter y existencia del fondo de ideas, intereses y fines del partido que representan”, escribió Sarmiento.
Tras fusilar a Dorrego, solo llegarían años de arrepentimiento. Tomas de Iriarte, quien lo acompañó durante años en su posterior cruzada contra Rosas, señaló: “Lo asusta el teatro de sus crímenes: la sombra de Dorrego se le presenta ensangrentada”.
Entre 1839 y 1841 –sin recursos y al frente de una hueste indisciplinada– Lavalle llevó a cabo infructuosas campañas contra Rosas. Durante estas expediciones sangrientas pasaron por el pueblo de Navarro, aquél en el que había sido ejecutado Dorrego. “Lavalle y yo –refiere Iriarte– nos alojamos en la misma habitación en que once años antes había decretado la muerte del desgraciado Dorrego; allí estaba la misma mesa sobre la que escribió la terrible cuanto injusta sentencia”. Prosigue Iriarte citando a Lavalle: “Me hicieron cometer un crimen: yo era muy joven entonces, no tenía reflexión, y creí de veras que hacía un servicio a la causa pública (… ). General Iriarte, yo tengo un cáncer que me devora”
No solo Iriarte da testimonios recurrentes de este arrepentimiento. Félix Frías, secretario particular de Juan Galo, escribió el mismo día que lo conoció: “Acabo de tener una conversación con el General Lavalle (… ). Hablando del pasado me dijo: ¿quién no ha cometido errores? Yo el mayor, uno inmenso que ha traído todas las calamidades de la Patria, pero le protesto a Ud. que sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana; y que este sacrificio me fue tanto más costoso cuanto que yo quería a Dorrego, yo lo quería, y tenía para mí cualidades muy recomendables. Yo lo confieso, yo me arrepiento a la par de mi Patria”.
Lavalle encontró la muerte en Jujuy. Una partida federal, pretendiendo eliminar a otro personaje, baleó la puerta del domicilio donde se encontraba de paso, hiriéndolo mortalmente. Los pormenores de su muerte son aún misteriosas, nadie estaba cerca en ese momento. Nos queda imaginarlo inerte ante la sorpresa de la muerte, tambaleando antes de caer sobre la galería donde fue hallado. Según los testigos, Lavalle murió sonriendo, quizás finalmente libre de la sombra de Dorrego.
Publicado en Los Andres el 26 de agosto de 2018.
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