sábado 12 de octubre de 2024
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La inmigración como amenaza

La nueva crisis del Aquarius, el barco con migrantes que tuvo que esperar cinco días en el Mediterráneo para que al fin se autorizara un puerto europeo donde desembarcar, expone el apremio y la envergadura de la migración ilegal como problema internacional. Desde la modernidad las personas siempre han emigrado buscando trabajo o salarios más altos, huyendo de conflictos o de desastres naturales, en síntesis: buscando mejor calidad de vida. Lo que ha cambiado en la historia reciente es quiénes emigran, desde dónde lo hacen y cómo son percibidos por los países receptores. Esta percepción ha mutado significativamente: hoy parece imponerse un paradigma restrictivo, basado en la xenofobia y en razones de seguridad. Veamos esos cambios y cómo se llegó a esta construcción discursiva.

Desde un análisis histórico-económico, Timothy Hatton y Jeffrey Williamson afirman que dos siglos de migraciones masivas nos dan indicios sobre el futuro de los flujos migratorios. La explicación está en el “ciclo vital del migrante” basado en diferencias de salario reales entre países emisores y receptores, y en factores demográficos (tasas de natalidad). Entre el siglo XVI y el XIX, llegó al continente americano una minoría de hombres ricos y una mayoría de esclavos, convictos y sirvientes. La transición hacia la migración libre (sin esclavitud) marcó un hito en la historia migratoria y un cambio en la naturaleza de los inmigrantes. En la primera mitad del siglo XIX, los hombres llegaban a América desde las regiones más ricas de Europa (Islas Británicas y Alemania). A mediados de siglo llegaron escandinavos y del noroeste europeo, y en la década de 1880, europeos del sur y del este. A mitad de la década de 1880, muchos fueron a Argentina y Brasil, y después del cambio de siglo, a Canadá. Otra ola salía del Reino Unido hacia Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica. En 1910, Estados Unidos recibía el 64% de la emigración total a América, seguido por Argentina con el 17%.

La gran transformación se da a partir de la Segunda Guerra Mundial. Stephen Castles y Mark Miller identifican, en su obra clásica, varios cambios en esta “era de la migración”. El primero es la globalización de los flujos migratorios (cada vez hay más países afectados por ellos y más países de origen). Europa se transformó de emisor a receptor: los extranjeros pasaron del 1,3% de su población, en 1950, al 10,5% en 2017. El oeste y el sur de Europa son destinos para inmigrantes de Asia, Oriente Medio y África. Con la caída del muro de Berlín se aceleró la inmigración desde el este y con el colapso de la Unión Soviética llegaron inmigrantes de las exrepúblicas soviéticas. América Latina mutó de destino a origen de la emigración. Ambos, Europa y Latinoamérica, invirtieron sus roles desde la posguerra.

La migración se aceleró (aumentó su volumen en todas las regiones). Entre 1965 y 2017 la tasa de extranjeros creció un tercio en Oceanía, dos veces y media en Norteamérica y se quintuplicó en Europa. En especial se aceleró la migración de Asia, África y Oriente Medio, que pasó del goteo a la inundación.

La diferenciación es otro rasgo nuevo. La mayoría de los países no tienen una sola forma de inmigración -laboral, refugiados, permanentes- sino una combinación de todas ellas. Otra tendencia es la feminización: las mujeres juegan un papel importante en todas las regiones y en casi todos los tipos de migración. Antes, las migraciones laborales y los refugiados eran dominio masculino. Desde los años 60 las mujeres tienen un rol destacado en la migración laboral. Hoy son la mitad de los migrantes a nivel mundial.

El último factor es la creciente politización: la política interna, las relaciones regionales y la seguridad nacional de los Estados se ve cada vez más afectada por la migración. Esta politización explica el cambio en la percepción de los inmigrantes. Históricamente los flujos migratorios eran considerados bajo la lógica económica, laboral y demográfica. La política migratoria de países como Estados Unidos se ajustaba según esas agendas. En general, las recesiones y el aumento del desempleo provocaban un debate que conducía a una reforma migratoria. Esto fue así hasta principios del siglo XXI.

El ataque del 11-S a las Torres Gemelas tuvo un impacto decisivo en el cambio de paradigma. La agenda migratoria se “securitizó”. La lógica económica perdió peso frente al enfoque de seguridad. El control migratorio se volvió central para enfrentar a esta “nueva amenaza a la seguridad nacional”. Se endurecieron las percepciones sobre los inmigrantes que ya no eran simplemente trabajadores sino potencialmente terroristas. El gobierno del presidente Trump redobló la apuesta: prohibió la entrada de inmigrantes de Siria, Irán, Sudán, Libia, Somalia, Yemen e Irak (medida suspendida por la Justicia) y de refugiados de todo el mundo. Los inmigrantes mexicanos y centroamericanos son considerados delincuentes y mafiosos y la reunificación familiar, un riesgo para la seguridad. El muro en la frontera con México se volvió una obsesión.

Estados Unidos ejemplifica esta politización. Es el país con más inmigrantes del mundo, casi 50 millones. En 1910 la tasa de extranjeros era del 15%; en 1970, bajó al 4,7% y volvió al 15,3% en 2017. Hoy tiene el mismo porcentaje de extranjeros que a principios del siglo XX. En aquella época también crecieron las actitudes negativas hacia la inmigración: entre 1910 y 1927 se aprobó una ley de alfabetización para filtrar a los inmigrantes de países pobres, se fijaron cuotas más restrictivas y hasta la prohibición de asiáticos. Se regulaba según lógica económica y mercado de trabajo. Cien años después se fundamenta en la amenaza a la seguridad.

Algo parecido sucedió en Europa. Los atentados terroristas alimentaron la xenofobia y la discriminación. Acción humanitaria, relocalizaciones, inteligencia y protocolos de seguridad fueron las respuestas al flujo de refugiados e inmigrantes ilegales que ingresaron al territorio europeo en las dos últimas décadas. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) lleva un conteo semanal del ingreso por tierra, por el Mediterráneo y de las muertes en el mar. El drama está en las playas de Italia, Grecia, Chipre y España. El fenómeno persistirá a pesar de que en el primer semestre de este año ingresó solo un 16% de lo que entró en 2016.

América Latina muestra un panorama diferente. México reúne todas las variantes de la migración: es país de origen, tránsito, retorno y destino, aunque tiene solo un 0,9% de tasa de extranjeros. El tema está al tope de su agenda pública. Se enfoca en asuntos económicos, laborales y de reunificación familiar. Despliega una política activa de protección consular de sus ciudadanos en suelo norteamericano y enfrenta los problemas de trata de personas y de inmigración ilegal en la frontera norte y sur. Por su parte, Colombia y Brasil responden con acciones humanitariasa a la emergencia de desplazados y migrantes que huyen de Venezuela. Toda Sudamérica se ha mostrado abierta a la llegada de migrantes venezolanos. La Argentina no ha sido una excepción: a pesar de tener una tasa de extranjeros (4,5%) que supera a la de otros países (Brasil 0,4%; Uruguay 2,3%) ha facilitado el ingreso y la inserción laboral de venezolanos.

Son percepciones diferentes que impactan en las políticas migratorias. Sabemos que la migración afecta principalmente a países desarrollados: ellos tienen el 57% de los 257 millones de inmigrantes mundiales. Para evitar que avance la politización negativa es necesario promover otras miradas. Como sostiene la ONU, la migración es un factor de desarrollo que beneficia al país receptor como fuerza de trabajo y al país emisor por efecto de sus remesas. Aplicar medidas más restrictivas basadas en una perspectiva de seguridad solo puede aumentar las formas ilegales y violentas de ese fenómeno.

Publicado en La Nación el 16 de agosto de 2018.

Link https://www.lanacion.com.ar/2162759-la-inmigracion-como-amenaza

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