La principal cuestión de la inflación argentina radica en creer que las estructuras que han logrado dominar al país durante casi ochenta años ignoran qué hacer con ella pues, si ese fuese el caso, algo fallaría en la ecuación entre tanta ineptitud para gestionar los intereses ajenos y tanta genialidad para conducir los propios.
Resulta paradójico que el país de quienes se jactan de ser perspicaces deslumbre con los más fabulosos índices de inflación, se ilusione y consuele con los ardides de cada nuevo aprendiz de brujo, y se adormezca confiado en ese mundo de ensueño que le prometen, menos digno de un tratado académico que de un cuento infantil. Pero existe un relato que sí explica mucho de esta paradoja argentina y que está contenido en El secreto atómico de Huemul (Sudamericana/Planeta, 1985), de Mario Mariscotti, un libro revelador acerca de cuándo y cómo se inició la decadencia argentina.
Había una vez un genial científico argentino llamado Enrique Gaviola, formado en Alemania y en Estados Unidos con los próceres de la física nuclear mundial de entonces, que regresó al país en los años 30, resuelto a transformarlo mediante sus saberes de avanzada. Durante dos décadas, Gaviola, dotado de un extraordinario talento técnico, un tesón desbordante y una personalidad arrolladora, se abocó incansable aunque infructuosamente a plantear sus audaces propuestas ante las más conspicuas personalidades políticas, militares, científicas y empresarias de su tiempo.
Entre ellas, en 1947, consiguió una cita con el todopoderoso Miguel Miranda, asesor económico clave de Perón, apodado “el rey de la hojalata” por su artera intervención en la estatización de la red ferroviaria argentina, quien luego de escuchar uno de sus tantos proyectos –la precursora iniciativa de crear una universidad privada abocada al desarrollo tecnológico y aliada al empresariado– lo echó con humillante desprecio. Un Gaviola ya anciano, arquetipo de aquella prometedora Argentina malograda, recordaría la “impresión horrible e imborrable” que le causó Miranda, al que calificó como “el hombre que enseñó a robar imprimiendo billetes y creando inflación a Perón, quien la llamaba ‘la varita mágica de Miranda’”.
En esta alegórica escena para el destino del país confluyeron dos elementos emblemáticos de la tragedia argentina: una voluntad y capacidad de primer orden mundial para innovar a través de los conocimientos más adelantados, truncadas por un fraudulento ingenio para devorar la riqueza del país, en especial, la comida del plato de los más carenciados, que aún hoy son los más vulnerables al próspero y vigente sistema de expoliación creado por “el rey de la hojalata” y sus numerosos discípulos, esos astutos sheriff de Nottingham y rey Juan sin Tierra vernáculos que continúan despojando al país desde el más allá con su vieja artimaña. Como en la célebre obra de L. Frank Baum, El maravilloso mago de Oz, protagonizada por aquel insensible “hombre de hojalata” que carecía de corazón, continuamos después de tantos años viviendo como niños candorosos bajo el reinado del impiadoso “rey de la hojalata”, con la ilusión de que algún día seremos liberados de esta pesadilla por un mago.
Sin embargo, el truco de la inflación ha calado tan profundo en el imaginario argentino y ha producido y produce tantas fortunas entre políticos fulleros, empresarios prebendarios y especuladores taimados que ya no se trata solo de saber cómo acabar con ella, sino de que la parte rectora del país ya no sabe cómo ni quiere vivir fuera de esa ficción.
Publicado en La Nación el 8 de agosto de 2023.
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