Encontrar el equilibrio entre libertad y seguridad es difícil, especialmente en tiempos de crisis. Desde el comienzo de la pandemia de Covid-19 los hábitos, costumbres y normas sociales se vieron afectados como nunca antes.
En este período, los gobiernos nacionales de todo el mundo gozaron de amplios poderes para promulgar políticas que, en mayor o menor medida, coartaron las libertades públicas en un esfuerzo por frenar la propagación del virus. En muchos casos, estas políticas fueron más allá de los límites institucionales que los gobiernos poseen en tiempos normales.
El artículo de Martín Krause “Emergencias y poderes de excepción” publicado la semana pasada en Clarín me hizo reflexionar sobre estos últimos dos años en función de lo individual, lo colectivo y la salud pública.
Al iniciar la pandemia, el desconocimiento de la biología del SARS-CoV 2 y la epidemiología de la enfermedad hizo que los gobiernos en cada país, en función de su contexto político e histórico, su cultura y sus valores, aprovecharan el máximo poder que el Estado les confería para intentar controlar la expansión del virus.
Como era de esperarse, en las democracias liberales occidentales esto fue acompañado por una creciente controversia social, que escaló en el debate público a medida que la pandemia se prolongaba.
Mientras que muchos individuos encontraron a la mayoría de estas medidas como propiciatorias de violaciones injustificadas de los derechos básicos y las libertades públicas, otros tantos consideraron que se trataba de poderes de emergencia justificables y razonables otorgados al gobierno en el contexto de una crisis sanitaria desconocida e inédita.
Visto en perspectiva, a pesar del terrible saldo que este virus le ha cobrado a la humanidad, las epidemias ya no son fuerzas incontrolables de la naturaleza. Los éxitos científicos y tecnológicos sin precedentes en estos dos años convirtieron la epidemia de un desastre “natural” en un dilema político. A lo largo de la historia otras enfermedades epidémicas mataron a millones pero nadie esperaba mucho de sus gobernantes.
Casi la mitad de los europeos murieron durante la primera ola de la Peste Negra en el siglo XIV pero esto no hizo que los reyes y emperadores tuvieran que abdicar. En aquellos tiempos las enfermedades eran vistas como un designio de Dios, mucho más allá del control de las autoridades, por lo que nadie las culpó del fracaso.
Siete siglos después, la humanidad tiene herramientas científicas para enfrentar las crisis. La sociedad está más informada, y existen internet y la comunicación global. Pero junto con el desarrollo de las vacunas, que representaron una revolución biotecnológica sin precedentes, la pandemia de Covid-19 también visibilizó el tremendo poder de la tecnología de la información.
Hoy la vigilancia digital facilita el seguimiento y la identificación de los vectores del contagio, y la automatización de la información, los algoritmos e Internet hicieron viables los confinamientos masivos.
Pero esa vigilancia digital, que permite que los gobiernos puedan contener la trasmisión de enfermedades infecciosas, puede aprovecharse también con fines partidarios e ideológicos, así como promover el uso indebido de los datos personales e invadir la privacidad de los ciudadanos. Si no se establecen límites que impidan el abuso de poder de los gobiernos, esto es un riesgo real y así lo hemos comprobado.
Por eso, en momentos tan críticos como los estamos viviendo, porque, a pesar de nuestra fatiga, la pandemia aún no ha terminado, es fundamental encontrar el delicado equilibrio entre el respeto por las libertades individuales, la defensa de los derechos colectivos y la protección de la salud pública.
Partiendo del hecho de que la pandemia no puede servir de excusa a los gobiernos para tomar medidas autoritarias o violatorias de los derechos humanos, es importante analizar el uso, y en buena medida abuso, de ciertas medidas sociales y de salud pública controvertidas en nuestro país y en el mundo.
Esto es importante además porque medidas como el aislamiento obligatorio, restricciones a la movilidad, transporte, comercio, deporte o actividades recreativas, han disparado la reacción de minorías sociales muy intensas. Estas minorías lamentablemente desafían, en nombre de las libertades individuales, hasta estrategias que cuentan con consagrada evidencia científica y empírica para el control de epidemias y la protección de la salud pública, como la vacunación.
Ya específicamente observando la realidad de nuestro país, es importante señalar que toda medida que se supone protectora de la salud pública, debe guardar proporcionalidad en su implementación.
Un gobierno que ha perdido credibilidad, y que ha incurrido en groseras equivocaciones, soberbia, falta de empatía y desprecio por la evidencia científica no genera confianza para que supongamos que sólo tenía buenas intenciones cuando implantó restricciones absurdas como el confinamiento de casi 8 meses en 2020 o el cierre de las escuelas en 2020 y la mitad de 2021.
Nos quedan aún muchos interrogantes y dudas sobre como se definirán los comportamientos sociales, y cuál será el rol del Estado y de la sociedad civil en las crisis por venir. El empoderamiento ciudadano es la mejor herramienta contra la vigilancia totalitaria y eso es algo que siempre debe defenderse desde las democracias liberales.
Pero seamos cautos con fogonear falsas disyuntivas entre libertades individuales, derechos colectivos y protección de la salud pública. No son condiciones mutuamente excluyentes. Busquemos un sano equilibrio para salir mejores y enfrentar sin polarizaciones fútiles, la próxima crisis.
Publicado en Clarín el 10 de junio de 2022.
Link https://www.clarin.com/opinion/sociedad-tiempos-crisis-pandemia_0_weqD5WoGmy.html