El traumático final del régimen de convertibilidad -paridad fija, uno a uno, entre el dólar estadounidense y el peso argentino fijada por ley del Congreso, que rigió por más de diez años entre abril de 1991 y finales del año 2001- tuvo dramáticas consecuencias, y algunas de ellas llegan hasta nuestros días.
Las derivaciones fueron múltiples: en el plano institucional, la inédita situación de cinco presidentes en once días y la implosión de una parte significativa del sistema político; en la dimensión económico-social, el incremento de la pobreza, el cierre de innumerables unidades productivas y la pérdida de miles de puestos de trabajo; en lo referido a la vida cotidiana, las incontables tragedias familiares y la muerte de argentinos en ocasión de la represión policial a las manifestaciones en varias provincias argentinas.
El colapso del régimen de convertibilidad venía incubándose desde la “crisis del tequila” -por el impacto en las economías emergentes de la devaluación del peso mexicano en diciembre de 1994- con sus repercusiones locales que, por ejemplo, justificaron el incremento de impuestos (el IVA pasó del 18% al 21%), el salvataje de bancos y la disparada del desempleo (se acercó al 20% de la población económicamente activa), entre otras.
Hacia el fin de la presidencia del Dr. Menem, la crisis financiera de Rusia en 1998 y la devaluación en Brasil de inicios de 1999, junto con la reversión de los flujos de capitales internacionales que hasta ese entonces financiaban los déficits comercial y fiscal, reducían aún más el horizonte temporal de vigencia potencial del régimen monetario.
El nuevo siglo llegó con un gobierno de coalición y de otro signo partidario que, carente de mayorías parlamentarias y con pocas provincias gobernadas, padeció el debilitamiento de sus menguadas bases políticas y de la credibilidad social con la renuncia del Vicepresidente tras los confusos episodios del Senado.
El resultado de la elección de renovación parlamentaria -el pico de ausentismo fue claro indicador del cuestionamiento social- selló el destino político del gobierno y, como si hiciera falta algún ingrediente adicional, la cancelación de los previstos desembolsos del FMI, junto con la decisión de los bloques Justicialistas de rechazar el Proyecto de Presupuesto en tratamiento en el Congreso, contribuyeron a la completa dilución del poder político del oficialismo.
Así, el Presidente Fernando De la Rúa –en un mundo con líderes políticos concentrados de manera excluyente en las derivaciones de los atentados del 11 de Setiembre del 2001 en los Estados Unidos- incorporó su nombre a la lista de cerca de veinte mandatarios latinoamericanos que desde 1982 no llegaron al fin de su mandato, casi todos ellos sin respetar los procedimientos que las normas constitucionales establecen.
Los desesperados intentos -tanto del Dr. De la Rúa, como de sus 3 sucesores hasta la designación en otra Asamblea Legislativa del Presidente Duhalde- para intentar extender la vida del régimen de la convertibilidad fracasaron. Las tristes noticias de nuestro país que recorrieron el mundo llegaron a abrir interrogantes, en diversos círculos de poder locales e internacionales, sobre la viabilidad de la propia Nación Argentina.
La ocasión de un nuevo aniversario de esa página funesta de nuestra historia reciente, debe ser propicia para sacar conclusiones, en la apremiante hora actual de la Argentina.
En ese sentido es imperioso tener en cuenta que la caída económica y el deterioro de la situación social de los últimos tres años se equipara a la verificada en la crisis de los años treinta del siglo pasado y a la sufrida con el fin del régimen de convertibilidad, hace ahora veinte años.
Es sabido que el fin de la pandemia nos encontrará en peores condiciones que a su inicio y, nuestro país, seguirá encabezando la lista de naciones con mayor número de años de retrocesos económicos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Es un valor entendido, también, que la posibilidad de superación de la Pandemia, aquí y en todos los países, depende crucialmente de dos variables clave: la dinámica de los asuntos globales -ya hace algunos años el reelecto Secretario General de la ONU Antonio Guterres había caracterizado al mundo como “caótico, con débiles instituciones multilaterales y con países donde la agenda de la soberanía territorial atropella la vigencia de los derechos humanos”- y la aptitud de los sistemas políticos para afrontar los nuevos desafíos.
En nuestro país, en particular, a las “promesas incumplidas de la Democracia”, para recordar a N. Bobbio, corresponde agregar los impostergables desafíos de la modernización, acentuados por la pandemia y por las consecuencias de la muy pobre gestión oficial de la misma.
Por último, debe quedar claro para todos los actores políticos y sociales que siempre, el principio del camino de la posible superación de la crisis pasa por la afirmación de un régimen político asentado en tres pilares: el basamento de la democracia representativa, dado por elecciones libres y limpias; el componente liberal, fundado en el respeto a los derechos individuales y de todas las minorías y; el elemento republicano que asegure la independencia y la división de los poderes, con contrapesos y rendición de cuentas.
Publicado en Perfil el 20 de diciembre de 2021.
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