Las prácticas culinarias –un tema central para arqueólogos y antropólogos– solo ocuparon en las grandes obras históricas el lugar lateral reservado para la vida cotidiana. Pero en el último medio siglo, junto con el generalizado interés por la gastronomía y la nutrición, se han multiplicado las historias de productos, cocinas regionales o tradiciones culinarias.
Con el nuevo milenio llegó el momento de la síntesis. Desde el año 2000 se han publicado al menos diez grandes historias de la comida, entre ellas, la excelente Historia de la alimentación, de Jean-Louis Flandrin y Massimo Montanari, y la Historia del paladar, de Paul Freedman. También la reciente y muy divulgada Historia de la comida, del polígrafo británico Felipe Fernández-Armesto, que organiza la historia culinaria de la humanidad con un sencillo esquema de ocho grandes etapas, que desarrolla con galanura y abundancia de anécdotas y detalles pintorescos.
En Gastronomía e imperio. La cocina en la historia del mundo, Rachel Laudan se propone algo mucho más ambicioso. Crecida en una familia de granjeros ingleses y formada en geología y en historia de la ciencia, enseñó en universidades de distintas partes del mundo y se radicó finalmente en México. En cada lugar absorbió todo lo que se puede aprender sobre la cocina y maduró este amplio proyecto: una historia total de la humanidad en cuyo centro no están, como antaño, los Estados y sus guerras o las clases y sus luchas, sino la cocina, la gastronomía y la nutrición.
Lo culinario incluye cuatro grandes aspectos: las materias primas disponibles; su procesamiento mediante el calor, la fermentación o el sancochado; el gusto por los sabores, que convierte la alimentación en gastronomía, y finalmente la filosofía culinaria, que relaciona la comida con las grandes esferas de la vida social y cultural.
Este último es un tema vasto. Gastronomía e imperio hace referencia, en primer lugar, a la relación de las normas alimenticias y la nutrición con el cuerpo y la naturaleza; así, el cocinero y el médico de Luis XIV revisaban cada día las heces del monarca para conocer el efecto de cada alimento. Luego, se trata del uso de los excedentes –esencialmente los granos–, que posibilitaron alimentar ciudades, ejércitos y Estados. Finalmente, en el centro de las ideas sobre lo sagrado, lo humano y el cosmos, coloca las normas culinarias, como los banquetes sacrificiales, que expresaban, de distintas maneras, la unión y la jerarquía cósmica. En un recordado banquete, el rey asirio Asurbanipal sacrificó 25.000 reses. Se ofrendaron a los dioses sus partes favoritas –los huesos y las vísceras– y se repartieron el resto, de acuerdo con las jerarquías, entre los 70.000 participantes del rito y el prolongado festín subsiguiente. Las grandes religiones monoteístas fueron más austeras e incluyeron frecuentes ayunos. Entre los cristianos, el banquete sacrificial se convirtió en el banquete eucarístico, sobrio e igualitario pero igualmente significativo.
A lo largo de los siglos, las diferentes tradiciones alimenticias fueron confluyendo –mediante transferencias, imposiciones y emulaciones– en un torrente común, que integró las culturas culinarias y a la vez enriqueció las singularidades. En ese largo proceso, que llega al presente, la autora distingue dos grandes cesuras.
Ubica la primera en torno al 2000 a.C., cuando el desarrollo del cultivo de granos y la acumulación de grandes reservas de estos posibilitó la división social, la formación de elites y la consolidación de los grandes imperios, desde el persa aqueménida, fundado en el siglo VI a.C. hasta el gran imperio español del siglo XVI.
Laudan le da un giro singular a esta idea clásica. En los grandes imperios se procesaron las novedades culinarias provenientes de los pueblos sometidos o de los muchos viajeros, como los hermanos Polo, que vincularon China con el Occidente. En los laboratorios de las minorías gobernantes y sus cocineros surgieron nuevas variantes gastronómicas, que se sumaron a la circulación.
La dinámica culinaria –afirma Laudan– siempre se desarrolló en el ámbito de minorías, sociales o religiosas. Así ocurrió con las tres grandes religiones monoteístas y salvacionistas surgidas en este largo ciclo imperial. El budismo, el islamismo y el cristianismo modificaron sustancialmente las formas culinarias relacionadas con lo divino y lo humano y dieron un dinamismo adicional a los contactos culturales, la homogeneización y las diferenciaciones.
La segunda gran cesura, según Laudan, arranca con el brote de la modernidad en los siglos XVII y XVIII, la revolución científica y el nuevo interés por la química y la nutrición. Se consolidó cuando la revolución industrial modificó sustancialmente la producción de alimentos, en un proceso continuo que llega hasta el presente y que, al estandarizar y abaratar la comida, redujo las jerarquías culinarias y sociales.
También surgieron nuevas formas de dominación imperial, como la británica, que llevó su gastronomía a los lugares más remotos. Según una variación de las teorías raciales en boga, el consumo de carne bovina –el roast beef pero sobre todo los “Bovril”, sustanciosos caldos de extracto de carne– estaban en la base de la intrepidez de sus exploradores, la fuerza de sus soldados y, en suma, la hegemonía imperial.
El determinismo culinario cundió y generó en las elites –como la del Japón meiji– políticas de modernización que incluían la incorporación del canon alimenticio occidental. Pero a la vez, el desafío estimuló en cada lugar la búsqueda y valoración de lo propio.
Laudan ilumina, desde una perspectiva sorprendente, temas que suponíamos bien conocidos, como la democracia, asociada con la igualdad culinaria, el nacionalismo, vinculado con la invención de identidades gastronómicas ancestrales, reforzado luego por los turistas ansiosos por conocer las comidas locales. Finalmente, con la reciente globalización, la antigua dupla del pan y la carne se resume en la omnipresencia de la hamburguesa, que según los lugares puede hacerse con cerdo, pollo, pan de arroz o queso fresco, y servirse con salsa de curry, mole, soja, teriyaki o mostaza.
La autora utiliza una información inmensa y ecuménica sobre alimentos, platos y formas de comer. La ordena en un esquema riguroso, que articula las diversas dimensiones de lo culinario. Finalmente, pone todo en movimiento y construye una narración, un relato total de efectivo alcance global. No es poca cosa.
Hay un plus: su historia tiene un sentido. Sin desconocer el aporte de las tendencias contemporáneas sobre la alimentación “natural” –una de las muchas “contra cocinas” de elite–, recuerda el inmenso aporte del procesamiento industrial en la solución de los grandes problemas alimenticios de la humanidad, lo que en definitiva remite a una idea clásica y algo olvidada: el progreso.
Publicado en La Nación el 17 de julio de 2021.