En “Cambalache”, tango quejoso si los hay, uno de los filósofos de las cosas nuestras pinta el relativismo moral con un argot típicamente rioplatense: “…Pero que el siglo XX es un despliegue/ De maldad insolente, ya no hay quien lo niegue/ Vivimos revolca’os en un merengue/ Y, en el mismo lodo, todos manosea’os…”.
La Ilustración y la modernidad –hijas de Occidente- tuvieron ferocidades bélicas pero también buenos frutos –como la educación pública-, generadores de confianza en valores e instituciones participadas. Compusieron un catálogo convincente y perdurable. La libertad, la representación popular, la república, la justicia, la democracia, las ciencias y las técnicas más sofisticadas, la idea de un ámbito donde las naciones dialoguen pacíficamente entre ellas. Ese intento de convergencia hacia ciertas certezas universales se ha desteñido, reemplazado por un creciente relativismo. Se habla ahora de legitimidades condicionadas por matices diferentes -según cada país, e incluso cada comarca- y en cada tiempo.
En “Geometría para el rebaño egoísta”, el biólogo William Hamilton (1936-2000), sostiene que cada individuo miembro de un grupo reduce el peligro para sí mismo al moverse cerca del centro o núcleo legítimo del grupo, en busca de seguridad y bienestar, en sentido amplio. El sentido de justificación o aprobación gubernativa varía de una sociedad a otra. Hay aspectos diferentes que alimentan la disposición de las personas a aceptar modos muy distintos de gobierno.
En ese marco de multiplicidades, existe la mirada de que en el caso de China su pueblo considera legítimo a su gobierno -de partido único y hermético ante el mundo-, porque ha promovido el desarrollo de la sociedad, sostenido su fortaleza nacional y rescatado cientos de millones de personas de la pobreza extrema. Mantiene el orden, la disciplina y la cohesión del país más poblado de la tierra, con numerosas etnias, lenguas, religiones y costumbres, alcanzando gravitación de liderazgo entre los gigantes.
Entre nosotros entró en debate el mérito. Palabra que nos hace pensar en la acción o conducta de alguien digno de ser premiado, reconocido o valorado. Esfuerzo merecedor de justa recompensa. Pero el tema también ha sido recostado en el diván de los analistas, y puesto en cuestión.
Uno de los expositores sobre el tema, es Michael J. Sandel, Profesor en la Facultad de Derecho de Harvard, de 63 años, en su sus libros: “La tiranía de la meritocracia”, “La retórica del ascenso” y “Contra la perfección”. Sus planteos disruptivos llenan auditorios. Es visto como una especie de estrella del rock de la filosofía y del derecho.
Sandel señala que el lado oscuro de la meritocracia es que las oportunidades en realidad no son iguales para todos, en nada ni en ningún lugar. Aclara que la igualdad de oportunidades es una respuesta insuficiente, frente a las enormes desigualdades de ingresos y riquezas, que han provocado los cambios y crueldades de la globalización neoliberal.
La idea del sólo mérito direcciona también la actitud ante el éxito. Los exitosos tienden a creer que su éxito se debe a sus propios méritos y que por ello merecen todas las recompensas de los ganadores. En consecuencia los que han quedado atrás son responsables de perder. Engendra pues, arrogancia en los ganadores y humillación en los perdedores.
Opina que invocando la retórica del ascenso meritorio, muchos partidos progresistas en vez de encarar directamente la desigualdad profunda, sugieren la movilidad individual hacia la educación o aprendizajes superiores, para una mejor vida. Aunque pueda ser un mensaje inspirador, dice, resulta insultante, porque implica que si no has ido a la universidad –o no te perfeccionaste en algo- y estás pasándolo mal en la nueva economía, la culpa de tu fracaso es sólo tuya. Cree que las divisiones y grietas de hoy, tienen que ver con las desigualdades estructurales más que con otros factores.
Una de las formas más potentes y poderosas de reaccionar contra el discurso consolador del mérito, es la acción violenta y populista contra las élites. Muchas personas –trabajadoras o desocupadas- sienten que las élites las desprecian, que no las respetan, no respetan el tipo de trabajo que hacen o su desocupación sistémica. Por lo cual, sería prudente que en vez de elogiar la meritocracia, nos ocupáramos en reducir la exhortación para la competencia meritocrática y nos centráramos más en la dignidad del trabajo.
No se trata de enfrentar a los de abajo contra los de arriba como parece a primera vista. Hay potentados, ricos que también se sienten agraviados, como es el caso de Trump, cargado de resentimiento contra la élites meritocráticas de Estados Unidos -empresarias, profesionales, intelectuales, políticas- que nunca integró. Siempre lo despreciaron considerándolo un parvenu, poco discreto y nada elegante. Por eso negó con ira los mandatos fundadores y promovió invadir y destruir significantes simbólicos como el Capitolio.
El mensaje de Sandel (Véase: BBC News-Mundo del 3 de febrero de 2021), es abrir un amplio debate público sobre lo que se considera una contribución verdaderamente valiosa a la economía sana y al bien común. Revisar nuestra política fiscal y otras regulaciones del mercado laboral para que den mayor reconocimiento y respeto a aquellos que hacen contribuciones de valor humano integral y actualmente están mal pagados y poco reconocidos.
Tal como se desnuda el problema en este tiempo durante la pandemia. Es el caso de los trabajadores esenciales, los de reparto a domicilio, empleados de almacenes y supermercados, conductores de colectivos, proveedores de atención médica a domicilio, cuidadores de niños, educadores al volver de manera presencial a sus tareas. Trabajadores que aportan directamente a las necesidades y al bienestar de toda la sociedad, en lugar de seguir alimentando islas de privilegios, o rentas inmensas de financistas audaces. (Véase: BBC News-Mundo del 3 de febrero de 2021).
“…Palabras, palabras, palabras….”. Las palabras son muy importantes, por eso debemos ser cuidadosos al entronizar algunas, en este caso el mérito a secas, sin abarcar la extensión de sus posibles efectos dañinos, en cuanto a mecanismo de orientación para el sentido de la vida colectiva. ¿Es éticamente valiosa la competencia contra los demás para alcanzar el éxito? ¿Lo es tratar de ser mejores en y con nuestras relaciones? ¿Quizás ser más modestos e igualitarios en nuestras expectativas?
Cuando discutimos acerca del sólo mérito como palanca de movilidad y ascenso social, no pensamos en la defensa de acomodos clientelares estériles para el conjunto, que generalmente terminan manejados por algún gobernante autoritario, personalista y corrupto. Tampoco en una sociedad fundada en la propiedad colectiva.
Pensamos en lo opuesto. En una sociedad de relaciones humanas, aproximadas por vínculos de reciprocidad, de exploración mutua, por el hecho de compartir un entramado de adversidades y esperanzas. Pensamos en una sociedad de iguales, sin pasar por un combate perpetuo de unos contra otros.
¿Por qué no en un comunitarismo sensible?, entendiendo que lo radicalmente importante no son la sociedad en cuanto tal ni el individuo egoísta o narcisista, sino las personas en su relación con las demás. Eso sería formarnos y honrar la dignidad del trabajo, de las artes, de las ciencias, de la concordia y de la convivencia en paz, antes que fomentar la adrenalina del mérito competitivo.