La dignidad es un significado, un concepto, un sentimiento, un modo de percibir al otro y de percibirse a sí mismo. Es una cualidad básica que todos los seres humanos tenemos por el hecho de serlo, y en virtud de la cual el resto de la humanidad le debe respeto. Al decir de Javier Gomá: “Nadie puede atropellar la dignidad sin envilecerse, sin degradarse y sin degradar” (“Dignidad”, Ed. Galaxia G), concepto al que considera como el más transformador y revolucionario del siglo XX.
Al autor le gusta también, definir la dignidad como el principio que marca los límites a la mayoría. El ser individual implica una condición ontológica que resiste a todo, incluso al interés general o al bien común. Lo más significativo de los sistemas democráticos contemporáneos sería el haber alcanzado conceptualmente el equilibrio de la búsqueda del bien de todos con el respeto a la libertad individual de cada uno.
Hay también una dimensión no filosófica sino práctica de la dignidad, que alude a cómo cada uno se comporta en la vida: si sus acciones y el ejercicio de sus libertades, han estado o no a la altura de la dignidad de la que somos portadores. Si la sucesión de las formas de obrar en la vida –con aciertos y errores- es transparente y auténtica, genera el respeto proyectado de que estamos ante alguien en quien podemos confiar. Sabemos que su comportamiento en la vida no ha sido errático o sólo guiado por el oportunismo. Se trata entonces de alguien de carácter, previsiblemente decente. Ha vivido con ficha limpia.
En la esquina de una amplia plaza de la ciudad de Buenos Aires, frente al gran edificio de la Televisión Pública, -sometida a una nueva etapa de la manía de “Reconstrucción” (sic) fundacional-, descansa un no muy visitado grupo escultórico que dice de su protagonista: CIVI OPTIMO/VITA EXEMPLO/IN TRIBUNA MAGISTRO. Aristóbulo del Valle (1845-1896), es recordado allí desde 1923 por el escultor E. Peynot , el mismo artista que esculpió a Sarmiento sentado, pensativo, mientras un grupo de niños lo homenajea con flores.
Como abogado -el provinciano Aristóbulo- puso estudio con el porteño doctor Leandro Alem (1842-1896). Ambos tuvieron vidas paralelas muy trajinadas en actividades cívicas y políticas, pasando por las más desafiantes épocas y responsabilidades constitutivas de la nación. Combates internos y externos, siempre inspirados en grandes sueños para la Argentina. Juntos fundaron la Unión Cívica y más tarde la Unión Cívica Radical. Compañeros inseparables de la vida, los dos –como escribió Almafuerte- construyeron sobre sus fracasos y sólo los separó la muerte. Aristóbulo la encontró en su despacho de la Facultad de Derecho. Leandro puso fin a la suya pocos meses después, expresando entre otras, esta brutal confesión: “He luchado de una manera indecible en los últimos tiempos; pero mis fuerzas, tal vez gastadas ya, han sido incapaces para detener la montaña… ¡y la montaña me aplastó!”.
Su gran vaticinio signó más de un siglo de irresponsables deformaciones del federalismo argentino, devenido en feudos anacrónicos manejables a discreción, por la “falsa moneda” del -o la- “monarca” nacional ocasional y la resignación cómplice de gobernadores. Dijo Alem: “La concentración del poder político en la ciudad más grande y rica del país será fatal para el país en su conjunto”. Muchos años después Martínez Estrada describió al mismo fenómeno en La cabeza de Goliat, y terminó propiciando trasladar la Capital a Bahía Blanca, anticipándose en la idea al intento de Alfonsín, finalmente frustrado. Es parte de “una rebelión inútil”, como Sebreli llamó a los esfuerzos de Martínez Estrada y otros que propusieron modificar asuntos importantes en la fisiología federal, para demostrar una vez más que los únicos paraísos son los perdidos.
Leandro y Aristóbulo -dos pequeños gigantes de nuestro pasado político honroso- aceleraron sus vidas muriendo en la plenitud de sus años. Participaron en todas las luchas con ideales levantados, con la frente alta y los ojos abiertos hacia los demás. Con valentía modesta, inmaculados: sin tachas de bolsillo. Intento contrastarlos con las expresiones políticas y sociales que los sucedieron y no advierto parecidos, salvo muy contadas excepciones. Dos ejemplos inmediatos: Illia y Alfonsín.
Pienso entonces en los resultados sufridos por la sociedad argentina. Hubo un tiempo que conocí, dónde las diferencias existían, pero todas eran posibles de compartir con respetuosa dignidad. En mi ciudad provinciana, niños y jóvenes de la periferia y el centro aprendimos en las mismas escuelas y colegios. Nos tratamos, nos hicimos amigos. Hijos de comerciantes, hacendados, profesionales, carpinteros, peones, albañiles. Obreros de fábricas, herreros y cuentapropistas convivimos y crecimos juntos. Nos reconocíamos todos, y las aspiraciones podían obtenerse con esfuerzo. O mérito, palabra excluida del discurso oficial.
Hoy, pobreza e indigencia estructurales ponen abismos crecientes de distancia, condenando a la mitad de nuestros compatriotas a una inercia en caída libre hacia la nada. Como si existiera una cruel y directa relación entre el impúdico enriquecimiento de los de arriba y sus abusos de poder. Gobernantes, dirigentes políticos, sindicales y sociales, por una parte. Por la otra, el crecimiento de la pobreza -hipócritamente “salvada”- mediante sonoras corruptelas que la aumentan y hasta la glorifican con falsías ideológicas bendecidas.
Si no conseguimos modificar la indignidad dirigencial imaginemos el futuro a la luz de la ya clásica pirámide de Maslow sobre las prioridades de las necesidades humanas, más urgentes cuanto más imprescindibles, más prescindibles cuando no son indispensables. En su ancha base, primero están las necesidades básicas de alimento, descanso, sexo, espacio y temperatura. Inmediatamente, siguen las necesidades de seguridad, protección, la defensa de la propiedad privada, el consumo, el empleo y la salud. Y recién en la estrecha cúspide, es decir, en último lugar, están las necesidades de pertenencia institucional, apreciaciones éticas y aceptación pacífica de convivencia en pluralismo. Esa sería la incidencia aproximada de lo que motiva a los electores, según su emplazamiento en la pirámide.
En estos tiempos falta dignidad y sobra hambre. Quizás porque -cuando menos dignidad tienen quienes dirigen- mayor es la pobreza de los que son dirigidos. Y mayor la división de la sociedad. Esta ecuación es un gran negocio para los gobernantes indignos, duchos en alimentar clientelismo y evitar políticas sanas. No se precisan gritones presuntuosos ni líderes dadivosos. No se trata de mostrar ejemplos petulantes de sabelotodo, sino de que, quienes mandan, cumplan con el sencillo valor ejemplar de su dignidad. No hay nada que combatir y mucho por construir en paz.