Identidades políticas, imposiciones totalitarias y frentetodismo al palo.
Somos en, por y gracias a los demás
“Vamos a preguntarnos quiénes éramos cuando nos llamaron americanos, y quiénes somos cuando argentinos nos llamamos. ¿Somos europeos? […] ¿Somos indígenas? […] ¿Somos Nación? […] ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello.” En los “Prolegómenos” de su último libro, Conflicto y Armonías… (1883), Sarmiento planteaba la fisonomía de una duda fundamental para las nacientes comunidades latinoamericanas surgidas del turbulento siglo XIX. Con la sabiduría proverbial de quien fuera el cerebro más poderoso de su época, el padre de la educación argentina daba en la tecla en una cuestión que todavía demorará casi un siglo más en ser sistematizada: la identidad representa una relación interactiva donde participan al menos dos componentes. “Nos llamaron americanos [y] argentinos nos llamamos”. La definición de los contornos identitarios presume un interjuego desarrollado entre la percepción ajena (“nos llamaron”) y la autopercepción (“nos llamamos”). Somos el resultado incierto y siempre mudable de una tensión entablada entre miradas intercambiadas. Lo que los nacionalistas reaccionarios erróneamente claman por definir como “el ser nacional”, con la falsa expectativa de hallar esencias donde sólo existen circunstancias, en verdad constituye un proceso de permanente actualización.
Durar es hacernos presentes de manera ininterrumpida, incorporando modificaciones, abandonando atributos y, en el tránsito del continuo cambiar, permanecer como nosotros mismos. Baste pensar en Argentina. ¿Somos hoy el mismo país que en 1853, 1916, 1946, 1976 y 1983? Sí y no. ¿En qué consiste la paradoja shakespeariana ―sutilmente modificada por la variación del conector― de “ser y no ser” al mismo tiempo? En que los seres humanos construimos nuestra identidad a lo largo del discurrir temporal, perdiendo algunas características, adquiriendo otros marcadores y resignificando sin cesar los rasgos que con su presencia ―de extensión siempre transitoria― nos dan entidad. Con la suprema inspiración poética que triunfa sobre las insuficiencias comprensivas de los corsés teóricos, Borges resuelve la complejidad de la disquisición al decir: “La Patria, amigos, es un acto perpetuo”. En su incontenible sapiencia, el sucinto verso descifra el enigma entrañado por una trascendencia laica. La identidad (Patria) como sustancia socio-cultural, recubre la entidad humana con una película de significados en perenne modificación (acto perpetuo). Cada acto, aún el de llana repetición, acarrea un cambio en sí y en el entorno. Esa es la clave. Lo inestable de los significados que reivindicamos como propios comporta la condición de posibilidad de la duración identitaria: ser es cambiar.
Las Ciencias Sociales han interrogado el problema de la conformación de las identidades durante toda su historia reciente, basculando entre las ensoñaciones telúricas del romanticismo alemán (una comunidad, una lengua y un suelo), hasta las tendencias posmodernas donde la misma idea de identidad entra en crisis (Foucault incluso dirá que la pregunta ¿quién eres? resulta autoritaria). La inquietud consiguió especial relevancia en el campo de la Antropología y fue esa disciplina la que ofreció la intelección más lograda al respecto. En apretada síntesis cabe destacar que la identidad ―el “nosotros”― adquiere consistencia y despliegue al trabar una relación de oposición con “otros”. Exactamente lo que Sarmiento intuyó al articular el “nos llamaron” con “nos llamamos”. Surgimos como individualidad y grupo en la diferenciación dialogada con otros sujetos o colectivos próximos y similares.
Los náufragos eventualmente caen en la locura porque la situación de absoluta soledad despersonaliza. El peor castigo penitenciario consiste en el confinamiento solitario justo por esa razón. Robinson Crusoe escapa a la insania al contar con un compañero rescatado de una tribu de caníbales. En lo tocante al personaje que representa el aislamiento por antonomasia, su supuesta falta de compañía consiste en un malentendido literario. La creación de Defoe sobrevive en compañía de un “otro” que le permite ser sí mismo. La figura de Viernes cobra valor salvífico: sin su concurso, el náufrago arquetípico habría terminado enajenado. Lo mismo vale para la escala grupal. El arco de “otredades” humanas (el término puede parecer exótico pero resulta cotidiano en Antropología) denota el conjunto de superficies en las cuales reflejarnos. Los demás obran de espejos donde nos miramos y, al detectar nuestra imagen, reconocernos. Tal la importancia capital del prójimo. Ocupa el lugar de pieza fundamental en nuestra génesis. Sin alguien con quien contrastar, simplemente no existiríamos como realidad diferenciada. Con los demás como referencia indispensable, somos lo que el resto no es. El “nosotros” es un “no-los-otros”, ante, con y gracias a la existencia del prójimo como petición de principio.
El proceso de identificación, esa fatigosa senda de construcción de uno mismo y de un “nosotros” como apuesta compartida de convivencia y futuro, proclama en simultáneo una dinámica de tipificación dirigida hacia un repertorio de alteridades externas e internas. Argentina surge en la diferenciación con otros países (alteridades externas) y sin solución de continuidad contempla la totalidad de clivajes, matices, gradientes, sub-divisiones y enfrentamientos domésticos (alteridades internas) verificados en la progresión de lo social. Las tensiones “puertas adentro”, administradas con arreglo a las leyes, plantean discusiones enriquecedoras donde decantar puntos medios proyectados al largo plazo. El porvenir demanda consensos entre posiciones discrepantes, levantados sobre cimientos patrióticos. De allí que en los versos finales de su antes citada Oda (1966) Borges proclamara: “Nadie es la Patria/ pero todos lo somos/ arda en mi pecho y el vuestro, incesante/ ese límpido fuego misterioso”. La Patria, ese fragor enigmático, nos contiene a todos y ningún miembro puede reclamar su monopolio. Distintos, encontrados, en pugna, acordando. Todos somos la Patria, porque el país surge en un “nosotros” repleto de otredades.
La identidad única como imposición totalitaria. Peronismo a toda máquina
La conformación identitaria como proceso siempre compartido, y por definición encaminado al participar en un universo poblado de “otros”, captó la atención de un sinfín de pensadores. En filosofía política el problema recibió un tratamiento controversial pero todavía, en gran medida, vigente. El caso amerita comentario no sólo a la luz de su trascendencia teórica sino por su impacto ideológico en nuestro país. Carl Schmitt determinó en El concepto de lo político que “lo político” (no la política como campo, sino en cuanto fenómeno) aparece en el acto de introducir una diferenciación entre “amigos y enemigos”. La categorización merece glosa. La magnitud que separa la enemistad en el plano fenomenológico (lo político) de la realidad (la política), implica la distancia oceánica que media entre el complejo de Edipo como condición universal del inconsciente (Freud), y el hecho de consumar un acto sexual con nuestra progenitora (Schoklender). Ahora bien, desnaturalizando lo conceptual hasta transformarlo en intolerante doctrina de agresividad, el peronismo logró instalar que en política “a los enemigos, ni justicia”.
El desplazamiento de sentido distorsiona el registro agonístico (competitivo) de la puja entre adversarios políticos regida por normas pautadas (la Constitución Nacional), y lo sustituye por una dialéctica de exterminio y suma cero donde el oponente deviene un “existencialmente otro” a ser suprimido. Un vocero K con pasado humorístico y presente tragicómico, patentizó de modo chabacano la reconversión del debate de ideas en un hipotético intercambio de disparos. “Hay que legalizar y darle una amnistía a este estado de ánimo que es el de la guerra […] Nosotros fallamos cuando apuntamos y tenemos enfrente a un tipo que podría tener una madre, y no vas a dejar sin hijo a la madre, porque el domingo es el día de la madre…, y ahí nos pone un tiro en la cabeza”. Ensoñaciones de victimización inminente como umbral discursivo hacia la materialización de acciones violentas ejecutadas en clave preventiva. Si el “otro” planea volarnos la tapa de los sesos, adelantar la jugada, descerrajarle un balazo y cortar de cuajo con el dilema impuesto por la amenaza larvada, consiste en una básica operación de legítima defensa.
La negación del disenso, la tramitación violenta de la discrepancia y la repulsión al pluralismo originan la idea antipolítica de “comunidad organizada”, donde los portadores de objeciones “no son el pueblo” (Cafiero dixit). Abandonando la noción de “soberanía popular” en el arcón de los recuerdos, la negación del siempre balbuceante ministro coordinador vacía de contenido cívico al sujeto sectorial objetado, por el simple hecho de cancelar la aptitud representativa del campo opositor. Si los “otros” no son el pueblo, tácitamente la condición popular, y por lo tanto política, queda restringida al “nosotros” oficialista. Las palabras del jefe de gabinete sin otro antecedente político y laboral que su apellido, desnudan prejuicios totalitarios y trasparentan asomos fascistas. Cuando la disparidad de opiniones se traduce en movilizaciones voluminosas, cabe alienar al rival de cualquier grado de legitimidad. ¿Dónde quedó arrumbada la cantinela K “la Patria es el otro”? Ocurre que el “otro” será efectivamente argentino, o sea aceptable y por lo tanto popular, a condición de devenir ―como sea― en “nosotros”.
En el imaginario corporativo del paraíso justicialista, la identidad resulta de la cancelación de las diferencias, a favor del establecimiento de una unanimidad signada por lo partidario: “Peronistas somos todos” (debemos la frase a la misma persona que supuestamente describió al fundador de la dinastía del actual jefe de gabinete como un “buen muchacho que se queda con los vueltos”). Un “nosotros” único, prístino, puro y sin incómodos “otros” a la vista. Mundo monocorde de felicidad obligatoria donde sólo suena la “más maravillosa música”. Para una perspectiva donde en lo distinto habita el peligro y la reivindicación ajena implica conspiración, lo disímil adquiere connotación amenazante. La salida fascista a la encerrona planteada por la inconveniente diversidad democrática, emerge en la desaparición de los rasgos ajenos y la concomitante aceptación coercitiva de la identidad del poderoso. En la mirada justicialista el “otro” representa un potencial “nosotros”. Su conversión puede ocurrir a fuerza de persuasión catequística (“para nosotros organizar es adoctrinar”), coacción/amenaza velada (“cuando los pueblos agotan su paciencia, hacen tronar el escarmiento”) o lisa y llana eliminación transaccional (“cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos”). Identidad fraguada en la disolución de los demás. O sea, imposición.
Siempre pródigo en enseñanzas opresivas, volvámonos una vez más hacia los aforismos de Perón para apreciar en toda su potencia el talante socio-político anidado en los proyectos de atropello totalitario: “La masa debe estar encuadrada por hombres que tengan la misma doctrina que el conductor. Que hablen en su mismo idioma, que sientan como él”. Un poco más cerca en el tiempo, la negación a lo diverso en política engendró expresiones populares hoy debidamente relegadas al olvido. La recuperación democrática asistió a la renovación en el repertorio de cánticos peronistas, donde la búsqueda musical de unidad identitaria recreaba enunciaciones de signo nazi entonadas con cadencia futbolística: “Se va a acabar, se va a acabar, se va a acabar la sinagoga radical”. La colorida recitación se hacía eco contemporáneo de las declaraciones ofrecidas por Perón a Eugenio Rom (1), también recogidas por Tomás Eloy Martínez, sobre su decisión de conceder refugio a fugitivos provenientes de las filas del Tercer Reich “por razones humanitarias [ya que en los juicios de] Nüremberg se estaba realizando entonces algo que yo, a título personal, juzgaba coma una infamia y como una funesta lección para el futuro de la Humanidad”.
La homogeneización política como programa de uniformidad social también aspira a fagocitar lo público dentro del aparato o “la orga”. El ensimismamiento entre Gobierno y Estado facilita el consiguiente solapamiento totalitario ejecutado entre Estado y sociedad. La unificación del partido con el Gobierno y del Gobierno con el Estado, ambiciona la implementación de una asfixiante dirección política centralizada, que en su omnipresencia social estrangule definitivamente las libertades cívicas. Ínsito en la estandarización identitaria, el recorrido concatena una serie de fusiones antirrepublicanas, antes de desenlazar en la asimilación del poder total con una figura predestinada para conducirnos. En la grey fascistoide, el poderoso exige y recibe un tipo de obediencia sin paliativos rayana en la sumisión. La fijación de la libido en el cuadrante de la dominación, junto a la idealización erotico-paternalista del “hombre fuerte” que viene a salvarnos/mandarnos, presume la vertebración de un registro conductual estribado en la obsecuencia verticalista. La carta astral de Vilma Ibarra trajo al presente el delirio del culto a la personalidad en fallido formato albertista. Pero su fracaso desnuda por enésima vez la convicción devocional del peronismo por la infalibilidad del líder. Quien quiera que sea, mientras sea propio.
Donde la identidad instala diferenciaciones recíprocamente constructivas y los bordes posibilitan la emergencia de las formas (el individuo, la sociedad y el Estado ganan perímetro como recortes efectuados entre sí y contra otras entidades análogas), la sublimación autoritaria desdibuja los contornos y arroja al foso de la indistinción aquello que, para existir, debe establecer contrastes. Clásica alucinación totalitaria de hipertrofiar el poder hasta que lo público licúa lo privado, la intimidad desaparece en pos de un pretendido bien general y el disenso recibe tratamiento de “traición”. Como diría Mussollini, el modelo político declamado por Perón: “Todo dentro del Estado. Nada fuera del Estado. Nada en contra del Estado”. Deliciosa prédica dedicada a la libertad, el pluralismo y el disenso que inspiró las aventuras de la constitución peronista sancionada en 1949. El máximo afán, el supremo deseo onírico de la política de inclinación opresiva, consiste en cancelar las reglas previas e instalar un cuerpo normativo de factura propia.
El Frente de Todos como etapa superior del fascismo peronista
La jugada fascista, ya sea de Mussolini, Perón o la propuesta abortada de “Cristina Eterna”, ansía la anulación de las cautelas republicanas erigidas contra la edificación de un poder omnímodo para, en su lugar, instalar mecanismos, dispositivos e instrumentos de facto y de iure que potencien la agenda de avasallamiento dictatorial. Al mirar las derivas políticas de la expresión más reciente del peronismo, el Frente de Todos (FDT), comprendemos que la identidad argentina ideal imaginada en el Instituto Patria expresa una moción de renuncias y adquisiciones. La idea general del peronismo-bolivariano versión 2020 implica tirar por la ventana a Montesquieu y pisotear a Alberdi, sustituyéndolos con un altar erigido a Laclau donde inmolar ofrendas votivas a las deidades del panteón chavista (ese régimen que el inefable embajador Carlos Raimundi eximió y responsabilizó de ultrajar los DDHH en menos de 24hs.). Nostalgias caribeñas aparte, y a sabiendas de la doble vara con la cual el PJ juzga y se juzga, sobrevienen ocurrencias notables que desafían el conocimiento histórico.
El exmontonero y hoy Senador Nacional Jorge Taiana, estableció que a Dorrego lo fusilaron “los mismos intereses financieros que llevaron a Macri al poder”. La inusitada hipótesis historiográfica que hermana de forma lineal pasado y presente a casi dos siglos de distancia, consuma fantasmagorías revisionistas exoneradas de cualquier imperativo de demostrabilidad. ¿Desde cuándo el peronismo necesita apuntalar en evidencia el tenor de sus palabras? Con proverbial soltura de cuerpo, el PJ asimismo desestima incriminaciones en situaciones de flagrancia. Al fin y al cabo los exmontoneros (Taiana incluido) desconocen su responsabilidad en el asesinato de Rucci y del padre Mugica. El acuerdo entre Firmenich y Massera concertado en París para entregar a “la gilada” en las dos contraofensivas nunca tuvo lugar (a pesar de que incluso Rodolfo Galimberti y Juan Gelman denunciaron el entendimiento). Los casi mil desaparecidos en los Gobiernos peronistas de Cámpora, Lastiri, Perón e Isabelita no constan en ningún lado. Nadie “robó para la corona” en el transcurso del reinado de Carlos I de Anillaco. El 2001 fue espontáneo y el PJ bonaerense comandado por Duhalde miraba atónito los acontecimientos… Tantos puntos suspensivos…
El prontuario maratónico del justicialismo por siempre autoamnistiado (con todo respeto al intento de Ítalo Lúder y Herminio Iglesias de llegar al poder en 1983 pactando indulgencia con los genocidas), consigue claridad en la versión más cruda del refrán español que todos escuchamos alguna vez: “Los que vengan nos harán ver buenos”. En esta genealogía signada por la constante superación en el desastre, la mirada atenta descubre linajes conceptuales con venerable antigüedad y absoluta actualidad. El federalismo discrecional con el que el presidente testimonial castiga a la principal jurisdicción opositora (CABA), cuenta con el más respetable abolengo en la narrativa totalitaria. En la proclamación de su candidatura, Perón le otorgó tratamiento pormenorizado al encono anticapitalino: “No debemos contemplar tan sólo lo que pasa en el «centro» de la ciudad de Buenos Aires; no debemos considerar la realidad social del país como una simple prolongación de las calles centrales bien asfaltadas, iluminadas y civilizadas; debemos considerar la vida triste y sin esperanzas de nuestros hermanos de tierra adentro, en cuyos ojos he podido percibir el centelleo de esta esperanza de redención”. Quien en aquel entonces se solidarizaba in pectore con los acusados en Nüremberg, sentó las bases discursivas e ideológicas de la crítica contemporánea contra el pecaminoso bienestar.
La objeción al desarrollo convive con y se explica a la perfección en la reivindicación conferida a las beldades del paraíso matancero. Tanto es así que incluso el Senador Nacional del FDT por CABA Mariano Recalde, suscribió la unilateral quita presupuestaria practicada por Alberto Fernández (de Kirchner) contra CABA. Milagros del federalismo discrecional. Pero quien fundió Aerolíneas en la década ganada no anduvo sólo en la paradoja de respaldar una embestida contra los porteños que en teoría representa. Todos los diputados nacionales y legisladores distritales de CABA pertenecientes al FDT prestaron apoyo a la conculcación (y traicionaron abiertamente a sus electores). “Desde @diputadoscaba y en la @legisCABA acompañamos la decisión del presidente @alferdez de modificar la alícuota de coparticipación federal que recibe la CABA en un punto porcentual”. Cuando los parlamentarios y delegados municipales de una jurisdicción reivindican los ataques efectuados contra el territorio que deben defender, se reconfirma el espíritu de la sentencia anunciada en 2011 por Julián Domínguez como presidente de la Cámara Baja: “No tengo ningún problema en que seamos una escribanía” del Poder Ejecutivo Nacional. Republicanismo a la menos uno.
En un país donde los poderes del Estado se confabulan en lugar de controlarse, los legisladores adhieren a iniciativas estructuradas para perjudicar directa y exclusivamente a su distrito, el Instituto Patria funge de Casa de Gobierno, las rupturas de silobolsas corren parejas con la anticipación de Grabois sobre la replicación de las ocupaciones ilegales: “Va a haber 1, 2, 3, 5 o 20 Guernicas”, y se conmina a la sociedad a ahorrar en pesos mientras el valor del dólar asciende a la estratósfera (esa franja celeste donde Menem prometió enviar una nave espacial); el eje de la gestión oficialista gira en torno a la creación de un organismo destinado a monitorear el comportamiento de los medios de comunicación. No obstante, su falta de oportunidad y vocación persecutoria, la creación de “Nodio” trasparenta continuidades y fortalecimientos en el caudal de descreimiento social que genera el oficialismo. Cuando Miriam Lewin explica que en Nodio “nunca se identificará a ningún periodista ni medio de comunicación como responsable de nada [y que] no hay posibilidad ni ánimo alguno de censura, ni directa ni indirecta”; sólo queda recordar los escalofríos provocados por el presidente testimonial en su intento de calmar los ánimos con una aclaración tan taxativa como inquietante: “Se repiten cosas que no son ciertas, desde los que plantean que se viene una devaluación o que podemos quedarnos con los depósitos de la gente; jamás haría semejante cosa”.
Atrapado en su propio laberinto de contradicciones y autodesmentidas, la predicación de principios legales sobre la propiedad privada, axiomas legales que en ningún país del mundo necesitan convalidación sino que se dan por sentados, generó el efecto contrario al anhelado y desató el pánico que buscaba prevenir. Por segunda vez los adagios de la inmigración aplican con la fuerza de un mandamiento: “En boca del mentiroso, lo cierto se hace dudoso”. En la verba tecnocrática del ministro de economía educado en el exterior, la rústica sabiduría de los que vinieron en los barcos equivaldría a algo así como “Sarasa”. El problema radica en que las mil caras del Capitán Beto desorientan al baqueano político más avezado y siembran nerviosismo hasta en los adictos a los tranquilizantes. La versatilidad ideológica llevada hasta el extremo de la promiscuidad política albertista consigue invalidar obviedades. Tanto es así, que el mejor debate de la historia política moderna consistiría en un contrapunto protagonizado entre el presidente testimonial y las filmaciones de Alberto Fernández antes de entregarse en cuerpo y alma a su superior en la administración nacional. Imaginemos por un momento el contenido capcioso de los sofismas argumentales esgrimidos por el presidente sin responsabilidades de gobierno, en la engorrosa tarea de objetarse a sí mismo frente a las acusaciones con que su “otro yo” zahería en televisión y diarios a su actual dueña (la propietaria del “yo 2020”): estar implicada en el asesinato de Nisman, dirigir una red de espolio al Estado, haber arruinado el país, etc.
Únicamente alguien que no se sonroja de vivir en Puerto Madero mientras reivindica un “capitalismo solidario”, cuenta con el teflón epidérmico-facial necesario para desdeñar el desarrollo socio-económico con la indignada designación de “opulencia”. En tren de contextualización, cabe señalar que la inconsistencia ética de quien fue elegido para un cargo que se obstina en no ejercer, se inscribe en una larga línea de intendentes peronistas que gobiernan sus jurisdicciones habitando, casualmente, en Puerto Madero (o similares comarcas de humildad prototípica). A no penar por el alma de los aparentes fariseos con domicilio en countries exclusivos y/o barrios porteños acaudalados. Insaurralde, la legión de alcaldes pejotistas y el referente del bowling local, Dady Brieva, compensan su desborde de riqueza sin explicación contable, reinando con mano de hierro sobre ayuntamientos en caída libre hacia la indigencia. La hipocresía pejotista como nota identitaria grupal, consiste en replicaciones a escala módica del ejemplo más patente de contradicción peronista. La máxima amplificación de la deshonestidad entre el decir y el hacer (y entre el debe y el haber), la depara la mamá de Máximo y Florencia.
Multimillonaria (en dólares) que dirige la revolución desde Recoleta con actitud de “bajar de Sierra Maestra”, sus declaraciones juradas ―modelos de contabilidad creativa― amenazan con desencadenar tropiezos judiciales. Lamentablemente, desde que Oyarbide se jubiló, no hay quien la proteja con el debido tesón de las maliciosas auditorías. Por fortuna (entiéndase “por suerte” y descártese cualquier estímulo crematístico en la decisión judicial), el afamado exjuez y notorio habitué de andanzas prostibularias, consiguió cerrar en su debido momento el caso de enriquecimiento ilícito del matrimonio K. Coincidiendo con Zaffaroni en el olvido de la imparcialidad, y complementándolo en términos comerciales dada la condición de locador de lupanares del exjuez de la Corte Suprema, la bienaventuranza tribunalicia dio lugar a un fallo histórico engalanado con atributos encomiables: salió en tiempo récord y a contramano de los más elementales peritajes económico-financieros.
Bien por Oyarbide. Justicia sin tiempo no es justicia. Y balances sin asidero son… balances ratificados en el fuero federal. “Será justicia”. De los problemas legales del ayer nacen los programas políticos de hoy. Haciendo de la necesidad virtud, Ella arribó a su tercer período al frente del Poder Ejecutivo Nacional con objeto de desbrozar cualquier maleza penal que se atreva a crecer en el huerto de su fortuna familiar (a no olvidar sus dos bendiciones). Hecho incontestable que desmiente la noción de improvisación como tónica de gestión albertista. La inexistencia de un plan en el gobierno teatralizado por su subordinado consiste en una maledicencia. Su vicario en Balcarce 50 carga con un mandato ineludible, inexcusable e impostergable: terminar con las causas de quien lo emplazó en su rol de marioneta. ¿Será justicia?
“Las marchas esas cuando salen las señoras bien alimentadas, con sus ropas, no les veo sentido”. Allende al sinnúmero de niveles de discriminación de género englobado en el enunciado (el mensaje va en copia a la silenciosa Vicky Donda y la siempre ceñuda Elizabeth Gómez Alcorta), si el exceso de peso y la “opulencia” epitomizan riqueza y la riqueza impugna el derecho a manifestarse, acaso Moyano y el resto de “los gordos” ultramillonarios deberían llamarse a silencio. La gran oligarquía argentina, esa constelación de magnates enquistados en el poder y cuyas fortunas inenarrables insultan por su obscenidad, es la que justamente predica su odio hacia la riqueza. Traigamos a colación el inenarrable patrimonio incautado a Marcelo Balcedo, secretario general de un sindicato minúsculo detenido en Uruguay, para tratar de inferir el delirio de acumulación de, digamos… Hugo Moyano, Luís Barrionuevo, Héctor Daer, el Caballo Suárez, y el resto de abnegados defensores vitalicios de los trabajadores. Con base en esa estimación de impudicia sopesemos la hipocresía de Moyano en sus críticas a “las bien alimentadas señoras de recoleta”. Colectivo femenino de pretendida inequidad que, desde ya, no incluye a Cristina; a pesar de su “condición de mujer”, vivir en Recoleta y ser la más rica y ostentosa de todas las despreciadas paquetudas. En ejercicio de las convenientes miopías nacionales y populares, los capos mafia de la “columna vertebral del movimiento” que siempre denuncian con bombo y sin platillo las injusticias obradas por el capital concentrado, resultan ser quienes en rigor constituyen el núcleo cerrado y endogámico donde habita el verdadero poder fáctico en la nación.
Dueño de un patrimonio que amedrentaría a un jeque árabe, siempre acompañado de matones en la vía pública y nepotista al máximo como buen líder gremial ―para quien la secretaría general del sindicato es un bien patrimonializado y, por lo tanto, heredable―; los improperios de Moyano contra el bienestar y su manifiesta hostilidad hacia el disenso (nota peronista por antonomasia), se deshacen en su propia contradicción de mega-ultra-multi-súper-millonario al frente de una organización obrera. Quizás un comunista banquero ―y también millonario― como Carlos Heller, podría solidarizarse con las ocurrencias de Moyano. ¿Alguno de ellos pagará el impuesto a la riqueza que impulsa el mismo Heller? Augurando las probables excusas tributarias con que uno y otro serán eximidos de semejante maniobra confiscatoria (la solidaridad albertiana siempre se practica con los caudales del prójimo), concluimos que los dicterios proferidos por el jefe de los camioneros pierden cualquier justificación, frente a una reflexión que evalúe la sensatez moral del enunciado y coteje la correspondencia ética entre el emisor y el mensaje. Tal vez el recurso dialéctico óptimo para clausurar el debate lo deparen las palabras con las que, en su momento, el presidente Raúl Alfonsín pusiera en su lugar a otro orondo gremialista preocupado por el hambre, excedido en peso y por completo escuálido de coherencia: “A vos no te va tan mal gordito”.
1. Rom, Eugenio P. 1980. Así hablaba Juan Perón. Buenos Aires: Peña Lillo. Pp. 85-86.