Nunca había pasado que todos los países del mundo –los ricos y los pobres, los poderosos y los débiles— tuvieran un enemigo común. El democrático coronavirus no hace distinciones. Para enfrentar a ese enemigo, la totalidad de los países tienen las mismas armas.
En todos, las libertades de los habitantes han sido hasta cierto punto conculcadas.
En todos, se circula por las calles con media cara tapada. En todos, una misantropía obligatoria –paradójicamente llamada “distancia social”- impide que las personas se acerquen las unas a las otras.
Hay dos países que se ufanan de no haber dado entrada al coronavirus, pero cuesta trabajo creerlo: son Corea del Norte y Turkmenistán, dominados por dos dictaduras inescrutables.
Los que en verdad están exentos son aquellos que (no es irreverencia decirlo) no cuentan. Son islas-estado ubicadas sobre todo en el Océano Pacífico que las potencias coloniales abandonaron: Salomón, Vanuatu, Samoa, Kiribati, Micronesia, Tonga, Marshall, Palau, Tuvalu y Nauru. Sólo un par de ellas tiene un número respetable de habitantes; otras son ínfimas, como Palau (18.094), Tuvalu (11.792) y Nauru (10.824). Las protege la soledad: carecen de vecinos y están muy lejos de tierra firme: Vanuatu, situada al norte de Australia, queda a 2.591 kilómetros de Sydney.
En más de 180 naciones el coronavirus ha obligado a que los gobiernos –contra sus deseos y sus intereses políticos- deterioren la economía, provoquen desempleo y hagan crecer la pobreza. Ni los países más acaudalados, ni grandes empresas internacionales, han podido protegerse sin caer en un pozo. Alemania vive una recesión histórica; su producto bruto cayó 10,1% en el segundo trimestre.
En Estados Unidos, 22 millones de trabajadores perdieron su empleo. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) estima que el país necesitará años para recuperar el nivel de empleo pre-pandemia. La misma organización estima que el desempleo será en Europa 10 veces mayor que el provocado por la crisis financiera de 2008.
Gigantes como Hertz –número 1 en alquiler de automóviles— están en quiebra.
El grupo Air France-KLM perdió 1.800 millones de euros en sólo tres meses. En Gran Bretaña se calcula que a fines de año habrá más de 1 millón de nuevos pobres, 200 mil menores incluidos.
El coronavirus deja de ser tan democrático cuando se transforma en la enfermedad que provoca, Covid-19, porque la terapia para atacar sus consecuencias no es aplicable en todas partes por igual No todos los países tienen la misma cantidad y calidad de médicos, cuidados intensivos, infraestructura, equipos e insumos, que tienen los países del primer mundo.
Sin embargo, la desigualdad no es proporcional a los recursos: Bélgica registra muchos más muertos por millón de habitantes que Perú, Gran Bretaña más que México y Estados Unidos más que Panamá. Son datos de la Universidad Johns Hopkins, de Estados Unidos, que realiza verificaciones y depuraciones de las estadísticas. No es fácil hacerlo porque algunos países sólo cuentan muertes en hospitales
y otros países incluyen las “muertes comunitarias”.
Además, hay países donde los sistemas de contabilidad, la rigurosidad y la transparencia están asegurada, y otros menos que carecen de esas virtudes o dan información incompleta.
Con todo, si las diferencias son grandes, como en los casos mencionados, el margen de error es poco. En Estados Unidos mató (hasta el jueves último) a 158.000 personas.
La desigualdad se hará grande a la hora de reparar los daños. El costo de volver a la situación pre-pandemia puede ser, acaso, proporcionalmente mayor para un país rico que para un país pobre, pero muchos de los pobres habrán caído en una pobreza casi irreparable.
Medida en producto bruto o en calidad de vida, la brecha entre los países centrales y los marginales se hará más ancha.
El orden económico internacional será muy distinto y hará falta una presión mucho mayor sobre los organismos internacionales y sus principales socios para que la injusticia se reduzca. La solidaridad espontánea será muy escasa. Como es hasta cierto punto natural, todo país antepone siempre sus intereses a las circunstancias externas, y sólo hace causa común cuando eso le resulta necesario. La Unión Europea ya tiene, para emplear en los próximos años, un gran fondo de ayuda a los países miembros con un producto bruto interno inferior a la media de la región. Pero eso es así porque aún a los países grandes les conviene tener una Europa cohesionada. De hecho, el fondo se llama Cohesión.
En el continente americano “América Crece”, la iniciativa de Donald Trump, se presenta como continuadora de la “Alianza para el Progreso,” impulsada en los años 60 por John Kennedy. Pero el proyecto de Trump no es comparable, no sólo por las diferentes visiones de uno y otro presidente, sino porque el interés de Estados Unidos en la cohesión del continente es más débil ahora.La “Alianza para el Progreso” fue creada cuando la reciente Revolución Cubana procuraba expandirse y provocaba insurgencia en toda América Latina.
Hoy lo deseable es que –pese a las diferencias ideológicas— los distintos gobiernos latinoamericanos adviertan que hay, entre sus países, un interés común, y que eso los mueva a ejercer una presión colectiva sobre la comunidad internacional con poder de ayuda.
En Estados Unidos, debería surgir (y no es improbable) un liderazgo más luminoso, capaz de comprender que, en cierto sentido, sus intereses coinciden con los de Latinoamérica. Ese país necesita la cohesión regional tanto como Europa, pero por razones distintas. Cuando en el mundo crecen otros gigantes, Estados Unidos no puede perder mercados, influencia continental y una relación pacífica –aunque no imperial- con sus vecinos. Si ayuda a la reconstrucción de ellos, respetando la independencia de cada uno, el coronavirus habrá cumplido una parte, pequeña pero significativa, de su impensada función democrática.
Publicado en Clarín el 9 de agosto de 2020.
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