Los arqueólogos, científicos y millones de curiosos por la historia no sabían hasta hace algunos pocos años por qué habían desaparecido civilizaciones que subyugaban el conocimiento de la astronomía, arquitectura y dimensiones geográficas.
Tomaban como ejemplo a los mayas, de los que quedan ruinas magníficamente conservadas en México, Honduras, Belice y en zonas selváticas de Centro América, más otras muchas ciudades tapadas por la vegetación, a las cuales el hombre todavía no pudo acceder.
Esta cultura, se calcula, contenía una población de dos millones de personas que manejaba todas las formas de la agricultura, la cerámica y el diálogo con sus dioses. Sus mitos se habían adueñado del alma de los animales salvajes de la selva. Hasta disponían de un diagrama de los cambios en la meteorología.
Dominaron sus tierras 400 años antes de la llegada de los aztecas que sometieron a los pueblos de México y, más al meridión, a quienes provenían de lo que es ahora el sur de los Estados Unidos, comunidad guerrera y sin contemplaciones. No en vano fueron sus sojuzgados los que colaboraron, por venganza con los conquistadores españoles, para dar lucha hasta llegar al corazón urbano del imperio mexica y aplastar a sus caudillos.
Las primeras localidades mayas surgieron centenares de años antes de Cristo y llegaron a su esplendor en el 600 (DC). Los aztecas recién arribaron a las tierras de México en el 1200.
Cerca del año 850, tras siglos de prosperidad y amplio conocimiento de la naturaleza y los astros, la civilización mesoamericana comenzó a abandonar sus grandes ciudades, que todavía se pueden visitar y admirar.
Se fueron a las montañas, a otras regiones de cultivo, a los lagos, donde todavía se encuentran sus descendientes si se recorre Guatemala, Honduras o El Salvador. Pero sin la riqueza esplendorosa de sus comienzos.
La ciencia actual está trabajando para crear registros climáticos muy antiguos de América Central, por los menos desde 1990 y, gracias a ellos, puede afirmarse que el auge maya, particularmente de sus cosechas, fue debido a lluvias periódicas y altas. Colaboraron investigadores de Rice University, de Houston, Estados Unidos, que tomaron muestras del fondo de una cueva submarina en Belice.
De pronto, en el 820 se inició un período de intensas sequías que duraron más de 90 años. Fue la desesperación del hambre y la búsqueda incansable de alimentos los que obligaron a dejar atrás sus hogares, monumentos y famosas “estelas”, altas piedras con esculturas de sus dioses.
Los mayas que vivían de sus cultivos desparecieron. Fue una falta de lluvias larga y desvastadora, quizás provocada por las grandes deforestaciones que emprendió la comunidad y la defectuosa función de los canales de irrigación.
Algunas leyendas aseguran que la sequía se tradujo, por parte del pueblo, en el asesinato de toda la casta de poder por no tener predicamento ante los dioses para traer las precipitaciones.
Ahora se sumó otro fenómeno que aniquiló a la civilización asiria en el siglo VII (AC): una aridez que se extendió a lo largo de 60 años. Fue decisiva para que toda la ciudad de Nínive y el Imperio colapsaran en el 612 antes de nuestra era.
La agricultura siria no disponía de la irrigación artificial de las ciudades levantadas entre los ríos Tigris y Eufrates. Debieron sucederse frecuentes malas cosechas y masivas muertes de ganado, aumentando la inestabilidad política. Por ello, fue la alianza entre babilonios y medos la que terminó por arrasar a Nínive, actual Mosul.
Los expertos se animaron a generalizar, señalando que la sequía del Imperio Neoasirio es sólo uno de los ejemplos de que estas anomalías climatológicas contribuyeron al colapso de las civilizaciones o imperios agrarios.
Se presenta la historia como ejemplo de los peligros sobre el efecto del clima en el planeta.
Publicado en El Auditor el 18 de diciembre de 2019.
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