Horacio González ya era una figura destacada en Independencia y Urquiza, el bullicio atrapante de la Facultad de Filosofía y Letras (Filo, para los iniciados). Uno de los centros de debate ideológico y político más activos en medio de la clausura política que había decretado la dictadura del general-presidente Juan Carlos Onganía.
Filo, precisamente, era una de las arenas centrales en las que ardía la polémica entre los partidarios de las guerrillas y quienes, también desde las izquierdas, se oponían a las organizaciones armadas. Posturas en las que se rivalizaba por la razón, la convicción, las ideas nuevas que venían desde el Mayo Francés y la muerte del Che Guevara. La nueva izquierda discutía su destino. También el nuevo peronismo. Y el peronismo de izquierda.
González ya era parte de las llamadas Cátedras Nacionales bajo la férula del jesuita Justino O´Farrell y Roberto Carri.
La Revolución Argentina (1966-73) se tambaleaba. La lucha política empezaba y se discutía si no debía convertirse en militar. En algún momento, Horacio González pidió ingresar a las Fuerzas Armadas Peronistas. Las P, en el argot de aquella militancia. La organización aceptó contactarlo formalmente. Se le fijó una cita en un bar, como era habitual en aquellos días. Una mujer lo esperó. A los diez minutos, se fue. Era la tolerancia decidida por la conducción como seguridad. González llegó, creen recordar, casi una hora tarde.
Según recordaban aquellos guerrilleros, González pidió disculpas, dijo que quería otra oportunidad. Tuvo suerte: era un joven prestigioso y tenía fama de llegar siempre tarde, de modo que se hizo –como un honor especial– una segunda cita. Tampoco llegó nunca.
Los de las FAP comprendieron que no quería integrarse.
Cuarenta años después, Horacio González, acaba de plantear la necesidad de generar una “valoración positiva de la guerrilla” de los 70 (entrevista a la Agencia Paco Urondo). “Hay que reescribir la historia argentina, pero no en esa especie de neoliberalismo inspirado en las academias norteamericanas de los estudios culturales, donde hay una multiplicidad graciosa y finita, sino que tiene que ser una historia dura y dramática, que incorpore una valoración te diría positiva de la guerrilla de los años ´70 y que escape un poco de los estudios sociales que hoy la ven como una elección desviada, peligrosa e inaceptable. Al mismo tiempo tiene que ser una historia comprometida con la creación de un sujeto social nuevo en la Argentina, de carácter productivo y popular”, marcó González.
Es frecuente en cierto cristinismo –González dirigió la Biblioteca Nacional y sigue siendo el principal referente del grupo de intelectuales Carta Abierta– una reivindicación de la guerrilla a la que curiosamente no entraron. Acaso como un homenaje a quienes se arriesgaron y en muchos casos fueron torturados y asesinados. Para colmo, tampoco parece oportuno: las declaraciones de González ponen en un lugar incómodo al candidato que él mismo votará. Sobre todo, cuando Alberto Fernández expresa en todas sus apariciones públicas su voluntad de desterrar grietas y enfrentamientos.
El pasado martes, Luis Alberto Romero (que conoce a González de las asambleas y pasillos de Filo) recordó que el propio González no había estado a favor de la lucha armada en aquellos días. Lo dijo durante una charla que compartido con el juez Carlos Rosenkrantz sobre la Presidencia Alfonsín, en la que ambos destacaron la lucha de Alfonsín para desterrar para siempre toda forma de violencia política.
Publicado en El Economista el 26 de septiembre de 2019.
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