Venezuela es un campo de batalla entre dos formas de entender el mundo: por un lado, el chavismo o populismo que es el experimento político producto de la explosión del sistema político tradicional y la desigualdad económica; y por el otro el liberalismo que fue el que condujo a la crisis de aquella Venezuela –país que supo recibir a cientos de refugiados argentinos perseguidos por la dictadura militar, entre los que se contaron nuestro Luis Aznar y su familia–. Ambos regímenes se apoyaron en la explotación del petróleo como fuente de riqueza y, tal vez ahí, radique la explicación del fracaso de lo que los dos modelos tienen en común.
Hoy, la pelea de esos dos bandos tiene el rostro de Nicolás Maduro y Juan Guaidó, el primero fue reelecto en unos comicios de una transparencia tan escasa como el de las célebres primarias norteamericanas de Florida y el segundo se autoproclamó “presidente a cargo” en una maniobra menos clara que aquellas elecciones.
Los contendores tienen apoyos externos de peso: Rusia, China, Turquía y Cuba son aliados de Maduro, en tanto que 50 países –de los más de 170 que componen la ONU– encabezados por los EE.UU. defienden a Guaidó. El apoyo popular está repartido, pero lo que le da una ventaja indescontable a Maduro y, finalmente la subsistencia a su bando, es el monolítico apoyo del ejército. La correlación de fuerzas marca que este enfrentamiento es un empate y que va para largo.
En lo que se asemeja a las acciones política de Domingo F. Sarmiento en el siglo XIX –tal vez para esa época serían justificadas– Guaidó busca apoyo externo constante, al que seguramente le gustaría complementar con el apoyo militar que no tiene. Luego de una gira por Sudamérica, el joven legislador, volvió a Venezuela con el plan de intensificar las protestas, incluidas huelgas en el sector público y aumentar la presión diplomática con pedido, por ejemplo, endurecer las sanciones económicas de la Unión Europea.
Pero, la asfixia internacional empeora la situación del pueblo venezolano, antes que la salud del gobierno de Maduro, o de aumentar la popularidad del presidente a cargo. Parecería que toda la estrategia de desgaste de Guaidó estaría jugando en su contra.
Su objetivo está ahora centrado en minar ese apoyo militar. Para ello, además de contar con la propaganda de los medios masivos de comunicación de los países que lo apoyan, le ofrece una amnistía a quienes abandonen a Maduro, excluyendo a los acusados de delitos de lesa humanidad. Con esa promesa, dice haber logrado que unos 700 militares y policías hayan desertado del bando de Maduro en las últimas semanas, aunque ninguno sea de alto o medio rango.
Para que esto acurra, los militares requerirían ser, por lo menos, socios mayoritarios de un futuro gobierno de oposición.
La amenaza de la intervención norteamericana, directa o por terceros –guerrillas colombianas– parece remota, aunque no esté descartada. En cualquier caso, los resultados serían catastróficos para Venezuela y el bando liberal vería allanado el camino al poder, de una forma ignominiosa.
El apagón más grande de la historia de ese país se abate sobre una población curtida por la crisis. Como toda contingencia, para un bando es sabotaje y para el otro, una postal más de la implosión del régimen, esta vez, por falta de mantenimiento de la red eléctrica. Sin que verdad sea revelada, es el pueblo venezolano el que sufre las consecuencias
El Grupo de Lima, que reconoce a Guaidó, ha llamado al diálogo entre las partes, y países como Méjico, Bolivia y Uruguay han pedido diálogo entre venezolanos para solucionar sus diferencias sin injerencia de otras potencias en ese camino, que es el más largo y sufrido, pero el único posible para aquellos que pensamos en que la deliberación democrática es la única que garantiza las bases de una sociedad mejor.