El pedestal de nuestro pasado es ocupado por seres que, en cierta medida, actuaron de modo paternal con la patria: dando con ella los primeros pasos, defendiéndola a costa de sus propias existencias y procurándole caminos de libertad. Fueron, incluso, quienes asentaron nombre a estas tierras. Pero, además de una nación por la cual preocuparse, muchos de ellos tuvieron hijas que, como la propia Argentina, algunas veces los defraudaron y otras tantas los llenaron de orgullo.
Tras la Revolución de Mayo, se llevaron a cabo una serie de expediciones desde Buenos Aires, buscando asegurar el apoyo de todas las provincias del Virreinato del Río de la Plata. Así, mientras Manuel Belgrano era enviado a Paraguay, Juan José Castelli se dirigió hacia el norte, en compañía de Bernardo Monteagudo, entre otros.
Luego de vencer en Suipacha —el 7 de noviembre de 1810— la suerte no los acompañó por mucho tiempo. Al año siguiente el ejército patrio fue vencido en Huaqui por los realistas. Aquella derrota significó la pérdida del Alto Perú y la muerte política de Castelli por lo que, de regreso a Buenos Aires, fue separado del Ejército y sometido a juicio. La situación se agravó poco después: le diagnosticaron cáncer de lengua y estalló un conflicto familiar, que lo convirtió en la comidilla de todo el pueblo. Ocurrió que su hija Ángela, de 17 años, deseaba casarse con el saavedrista Francisco Javier Igarzábal.
Castelli era ya enemigo declarado del histórico Cornelio Saavedra. Tras la Revolución las disputas entre los miembros de la Primera Junta los reagruparon en dos facciones: una detrás de la figura de Moreno –a la que adhería Castelli-, y otra apoyando a Saavedra.
Debido a este enfrentamiento político, la negativa de Castelli ante la idea de su hija fue rotunda y la pareja escapó. No es de extrañar, pues era la forma a través de la cual los enamorados lograban imponerse. En una sociedad tan rígida como la de entonces algo así generaba “cierta mancha” especialmente sobre la joven.
Pero esta vez, los tórtolos fueron más allá. Se casaron a escondidas siendo testigos del enlace Antonio José de Escalada y Tomasa de la Quintana, futuros suegros de José de San Martín. Años después, Ángela conoció la viudez y a lo largo su vida se casó en tres oportunidades.
Ya muerto Castelli, el destino puso a los Escalada en sus zapatos. San Martín era por entonces un oficial recién llegado a la ciudad, sin fortuna y de dudosa procedencia que estaba lejos de ser el candidato ideal para la joven Remedios de Escalada. Sin embargo, la muchacha se empecinó en acercarse a él y sus padres terminaron cediendo. Aunque doña Tomasa –que además de suegra del general era tía de uno de sus grandes amigos: Tomás Guido, una unión que se cimentó en las luchas por la independencia- jamás lo aceptó. Siempre se refirió a él en términos despectivos.
El fruto de aquel sufrido amor patrio nació en Mendoza y llevó por nombre Mercedes Tomasa de San Martín. Años más tarde, debido a la muerte temprana de Remedios, la niña, a la que todos llamaron Merceditas, terminó al cuidado de su abuela en Buenos Aires.
Hacia 1824, alcanzadas las independencias de Argentina, Chile y del Perú, el Libertador decidió regresar a Europa. Tuvo muchas dificultades para que Tomasa entregara a su nieta, dado que apenas le dirigía la palabra a San Martín. Aquel éxodo al Viejo Continente duró un par de meses y la pequeña dio a su padre más problemas que el ejército español. O casi.
“Qué diablos —contó San Martín tiempo después a su amigo Manuel de Olazábal en una carta—, la chicuela es muy voluntariosa e insubordinada, ya se ve, como educada por la abuela; lo más del viaje la pasó arrestada en un camarote”.
La teoría del Padre de la Patria era que su suegra, con el uso “excesivo de cariño”, había convertido a Merceditas en un “diablotín”. En este contexto se entienden las famosas máximas de su autoría, que no son más que una serie de consejos actitudinales a Merceditas.
Dos años antes de esta partida, un inmigrante inglés llamado George Love conoció a Cornelio Saavedra y lo que más llamó su atención fue una de sus hijas: “La joven e interesante hija de don Cornelio Saavedra, doña Dominga, toca [el piano] con mucha habilidad; con un poco más de estudio sería muy admirada. Esta señorita, de belleza floreciente, posee talentos que, cultivados con esmero, serían adornos de la sociedad. Su padre, don Cornelio, fue el primer Director de la Provincia después de la revolución y pertenece a una de las familias más antiguas y respetables. Sus modales son muy agradables, físicamente se parece a un general inglés. Como tantos otros ha cambiado la espada por el arado, y reside a noventa millas de la ciudad, en las orillas del Paraná”.
En sus memorias, Saavedra refiere al origen de la joven: “Yo era un hombre viudo sin haber cumplido los cuarenta años. A cargo de tantos hijos, comprendí que el hogar necesitaba la presencia de una nueva compañera. La Providencia puso en mi camino a mi adorada doña Saturnina Bárbara de Otálora y Rivero, con quien contraje casamiento en el año 1801. Con ella acrecenté la prole, pues de nuestra unión nacieron Agustín, Dominga, Mariano, Francisco y tres angelitos que murieron: Pedro, Melitón y María Mercedes”.
Hablar de hijas de personajes de la historia argentina sin hacer referencia a Manuelita Rosas sería un tanto desprolijo. La niña llegó al mundo el 24 de mayo en 1817 y debido a la influencia de su padre Juan Manuel de Rosas -el hombre más poderoso del país entre 1835 y 1851- fue descripta en muchas oportunidades. Pero algunas de estas caracterizaciones se pelean entre sí. Por ejemplo, mientras el poeta Ventura de Vega la señala como una mujer alta, Lucio V. Mansilla, primo de Manuelita, lo niega categóricamente.
“Mi abuela Agustina no era alta. En la familia sobresalió mi madre que, propiamente, no era alta, como no lo era Manuelita Rosas. Era el modo como erguían el cuello lo que las realzaba”, escribió Mansilla.
Hacia 1840, un visitante danés apellidado Pontoppidan la describió deliciosamente: “Manuelita presenta un aspecto interesante sin ser regularmente hermosa. Espiritualidad y alma se reflejan en todo su exterior, pero sus modales son exaltados, sus ojos echan llamas (…) monta los caballos más indómitos, fuma un cigarrito si el caso se ofrece, toca el piano y canta”.
Esta mujer fue el símbolo de una época y su impronta fue tal que llegó a imponer la moda en Buenos Aires. A la vez, la subordinación que profesaba a su padre era absoluta; sólo lo desobedeció en el exilio para finalmente casarse con su novio de toda la vida: Máximo Terrero.
Por su parte, Faustina Sarmiento, hija del prócer, dedicó gran parte de su vida a la música. Llegó incluso a dar conciertos de piano. Fruto de una aventura casi adolescente, fue rechazada por la familia materna. Su madre no tuvo muchas opciones. Así, un joven Domingo Faustino Sarmiento -que apenas había pasado el umbral de los 20 años- y Doña Paula, abuela de Faustina, se hicieron cargo del preciado retoño.
Al crecer, la joven sintió un gran dolor debido a su origen. La correspondencia entre ambos muestra a un padre preocupado por extirpar aquél pesimismo. Esta actitud de Sarmiento, como regla a su existencia, no era común. Muy pocos hombres se convertían en padres solteros o reconocían a la prole “bastarda” por aquellos años.
Sin ir más lejos, Julio Argentino Roca tuvo a los 26 años una hija extramatrimonial, Carmen Robles, a la que jamás dio su apellido. De todos modos, cuando la muchacha contaba con 13 años la conoció y desde entonces tuvieron una relación cercana. Se cree que al contraer nupcias obtuvo un inmueble como obsequio por parte del general tucumano.
Como vemos, detrás de estas caras adustas, con perfiles de bronce y mármol, no hay más que seres humanos tratando de cumplir del mejor modo su papel más importante.
Publicado en Infobae el 13 de enero de 2019.
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