Mientras los argentinos viven con angustia las trágicas noticias sobre los tripulantes del submarino, hay un grupo que, con seguridad, busca febrilmente la manera de que la culpa recaiga, de alguna manera, sobre el Gobierno, dictatorial y neoliberal.
La tarea no es fácil, pero ya le encontrarán alguna solución los artífices de un relato que hoy mantiene su presencia, latente e imprevisible. Dueños de la memoria del pasado -una memoria traumática y conflictiva-, son capaces de darle un sentido a cada nuevo suceso de fuerte impacto público y colocarlo dentro de un relato -una verdadera historia oficial- que hoy campea hegemónico e incontestado.
Su poder reside en la naturalización de sus supuestos básicos, y su instalación en el imaginario, en el subconsciente o, como decía Gramsci, en el sentido común, esa parte de nuestra mente que piensa automáticamente.
Estos supuestos se han ido acumulando y sedimentando a lo largo del siglo XX, sumando y articulando distintas ideas, sentimientos y mitos que aparecieron sucesivamente. Como en una fuga de Bach, cada nueva voz se agrega a las anteriores, dialoga con ellas, produce un compuesto nuevo y sigue su marcha, quizá para reaparecer más adelante. En esta fuga bachiana se pueden distinguir seis voces principales y tres o cuatro momentos de síntesis y cristalización.
La primera es la voz nacionalista, la de quienes a principios del siglo XX, insatisfechos con el patriotismo liberal, se preguntaron por el “ser nacional”, ese núcleo cultural que permitía distinguir a los argentinos verdaderos de quienes, viviendo entre ellos, no pertenecían realmente. Desde Manuel Gálvez a Arturo Jauretche, esta búsqueda ha entretenido a un sinnúmero de intelectuales, algunos muy valiosos.
La segunda voz, casi contemporánea, vino del Ejército, que se asumió como el defensor último de los intereses de la Nación, y especialmente de su territorio. Con el Ejército, los argentinos pensaron que los países vecinos acechaban tras las fronteras, y con el tiempo agregaron a su lista a algunos argentinos “apátridas”. También pensaron que la existencia de un fragmento de territorio irredento, como las Malvinas, ponía en cuestión toda la nacionalidad. Por esta idea fueron a la guerra en 1982.
Hacia 1930 emergió la tercera voz. La Iglesia afirmó que la Argentina era una nación católica, y separó de ella a protestantes, masones, socialistas, liberales, agnósticos y, naturalmente, judíos. Por entonces, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuajó la primera síntesis: nacionalistas, católicos y militares emprendieron en 1943 una cruzada contra la Argentina liberal y laica.
De esa síntesis surgió la cuarta voz: el populismo nacionalista. A la manera romántica, el gran protagonista de nuestra historia, el pueblo unido, que ya podía atisbarse con Rosas e Yrigoyen, emergió al primer plano, conducido por Perón, para enfrentar al capital, la oligarquía y los intereses foráneos.
El peronismo hizo una síntesis “nac & pop” de las voces anteriores, la encarnó en nuestro imaginario y la sostuvo en el tiempo, definiendo la matriz de las políticas populistas.
La quinta voz emergió en los años setenta. En una época radicalmente contestataria, una parte del peronismo se asumió como antiimperialista y revolucionaria, y congregó en un imaginario común a la “clase obrera” de la izquierda y al “pueblo de Dios” de los católicos posconciliares.
Esta versión de lo nacional y popular, escindida de la antigua matriz, se enfrentó con una coalición no muy diferente de militares, nacionalistas y clérigos. Como observó L. Zanatta, fue una guerra civil, una carnicería, que una buena parte de los argentinos contempló desde afuera.
En 1983 el triunfo de la democracia cambió sustancialmente el cuadro. El discurso setentista se replegó, para reencarnarse gradualmente en nostálgicos jóvenes, ajenos a las experiencias de la dictadura y la democracia y entusiasmados por los hazañosos relatos de los combatientes.
Con la democracia surgió la sexta voz, potente e inicialmente muy diferente de las anteriores, identificada genéricamente con los derechos humanos.
En su primera versión, arraigaba en la tradición liberal inglesa, en la democrática de la Revolución Francesa y en la Declaración de las Naciones Unidas.
Pero pronto afloró un giro intransigente -el de H. Bonafini-, nutrido por militantes setentistas reciclados -como H. Verbitsky- y por las nuevas generaciones, insatisfechas con el relato democrático que los educó. Gradualmente cobró importancia otro grupo, activo y consecuente: los que hicieron de los derechos humanos una profesión, con organizaciones, fondos y empleos rentados.
Los “derecho humanistas” interpelaron exitosamente a una sociedad sensible al tema, quizá culposa que, radicalizando sus expresiones, buscó redimirse por lo no hecho en su momento. Así, convirtieron el reclamo inicial de justicia en una práctica de la venganza, por mano propia o por la de jueces presionados. Apropiándose de la voz de las víctimas, establecieron una dictadura de la palabra y se arrogaron el derecho de juzgar a la sociedad toda, separando a justos de pecadores.
Ni sé si el relato kirchnerista es una séptima voz o un tutti final. Su hallazgo no consistió en motivos nuevos sino en una síntesis magistral de lo recibido: la tradición nacional y popular custodiada por el peronismo, el setentismo nostálgico y el discurso “derecho humanista”, del que se apropiaron. Amalgamando esos tres elementos conformaron un relato poderosísimo, basado en mitos que hoy no pueden ser discutidos, bajo riesgo de anatema.
El relato -devenido en historia oficial- ignora cualquier confrontación con los hechos. Instalado en el sentido común, acepta con naturalidad la cadena de equivalencias según la cual un mismo hilo une a Moreno ahogado, Dorrego fusilado y los prisioneros de la Esma arrojados al mar. Es el mismo que hoy vincula férreamente a Macri con la dictadura. Con esa forma mentís, Santiago Maldonado no podía ser otra cosa que una víctima de desaparición forzosa por parte del Estado. Y así sigue siendo para muchos.
Sólidamente arraigado en el sentido común, el relato hoy campea incontestado y, en medio del derrumbe kirchnerista, constituye su última línea de resistencia. Lo más importante, sin embargo, es que, cuando no queden huellas de Néstor y Cristina y nadie recuerde haberlos votado, seguirá allí, presto a generar nuevos intérpretes y a acoger nuevas y refrescantes voces. El problema está. Sólo falta encontrar la solución.
Publicado en Los Andes el 26 de noviembre de 2017.
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