Semana movidita. El lunes las maestras, el miércoles las mujeres, el viernes los obreros. Las aulas vacías, las clases no empiezan. La sensación que el país está enojado. ¿Cierto? En buena medida, sí. Gran parte de los votantes de Cambiemos –acaso la mitad que los esquivó en las PASO y los consagró en segunda vuelta para impedir la victoria K– tiene poca paciencia. Es natural. Macri nunca los convenció del todo y algunas medidas han acentuado tal desconfianza.
Los diversos reclamos colectivos (desde la concentración de docentes hasta la marcha de la CGT o la movilización de piqueteros) exhiben una ancha franja de respaldo, nacido sobre todo del enorme retraso salarial que arrastran muchas actividades. El salario de los maestros bonaerenses, por ejemplo, se agravó durante el kirchnerismo-sciolismo. Pero en el deterioro salarial influye con fuerza el alza de los servicios públicos (responsabilidad del gobierno) y el aumento desmesurado de precios (responsabilidad de los privados formadores de precios, abuso consentido por el inmovilismo estatal).
La lucha de clases existe, aunque moleste a los conservadores. Los trabajadores sometidos a la plusvalía rara vez cuestionan el poder político, para incomodidad de los muchos candidatos a erigirse –sin éxito– en expresión de los explotados. En otras palabras, las luchas sociales rara vez se convierten en combates por el poder político.
Esta semana, la Argentina está viviendo su propia especificidad: la lucha política obligada a disfrazarse tras los estandartes sociales.
Tras los legítimos reclamos, la serpiente busca donde anidar y poner su temible huevo. Un sorprendente video emitido hace horas por artistas kirchneristas dice: “Hay militantes políticos encarcelados y una feroz campaña de linchamiento y persecución abate sobre otros” [sic]. Nada de eso es cierto. El texto evoca las luchas de hace medio siglo contra la dictadura de Onganía (donde se formaron algunos de los actores del video, como Horacio González), cuando el teatro underground reclamaba contra el autoritarismo. En aquellos tiempos, el mensaje era claro y valiente: había que levantarse y luchar para derrocar la tiranía militar. Hoy, el mismo mensaje desborda falsedades: no hay militantes encarcelados, las persecuciones no son tales, las reglas republicanas rigen con apoyo del Estado. Basta ver los canales públicos y la intensa protesta social para advertir que las violaciones al Estado de derecho terminaron en diciembre de 2015.
El mensaje kirchnerista sigue siendo el mismo. Un gobierno como el de Macri carece de legitimidad porque sus banderas son anti-nac & pop. Tan simple como eso. Inaceptable, golpista y minoritario.
Detrás del fracasado intento desestabilizador K, el peronismo sigue revuelto. Como siempre, cuando el peronismo pierde, se retira hacia lo que conoce: los gobernadores, el Senado, el movimiento obrero (repito la estupenda síntesis del periodista Pascual Albanese). Dado que la herencia de CFK dejó a los gobernadores en papel mendicante ante el tesoro nacional, las provincias no están en condiciones de liderar el renacimiento peronista. Por ende, tampoco el Senado, obedientes como son muchos de sus miembros al respectivo Poder Ejecutivo provincial. Sólo queda la CGT. Y es la CGT la que se va desperezando luego de catorce meses. Huele los errores que desangran al gobierno y comienza a tantear el terreno. Sabe que aún no es su hora, pero acaso sea el momento de comenzar con la presión. El método atesora éxitos comprobables: la amenaza de la fuerza desencadena concesiones, que se van multiplicando. En un momento, los gobiernos ya no manejan el presupuesto y todo se desmadra. Si los que mandan son tercos, lo que pierden es la calle y trasmiten sensación de debilidad, de provisoriedad. Hora de peronismo.
También podría interpretarse que, ante la debilidad política y los fuertes cuestionamientos al peronismo –los más profundos y extendidos desde 1983– el PJ tenga tal fragilidad que sólo puede actuar bajo el paraguas de la protesta social, sin proyecto político.
Por ahora la calle tomada. No alcanza, pero es un pasito. Porque la esperanza renace de las pifias del oficialismo.
Felipe dixit
“La política está atrapada entre la arrogancia tecnocrática y la osadía de la ignorancia. Entre los brillantes posgraduados que creen que la complejidad de los problemas sociales se resuelven con algoritmos infalibles de laboratorio; y los necios, los que no saben pero no saben que no saben”. El comienzo del artículo de Felipe González (El País, lunes 6 de marzo de 2017) se refiere a otras latitudes, pero refleja dramática y dolorosamente la realidad argentina.
Por un lado “supuestos sabios que nunca explican sus errores, porque para ellos es la realidad la que falla” (Felipe dixit) muestran los errores a repetición del ala tecnocrática del gobierno.
Marcos Peña parece comenzar a comprender. En la reunión con los cuadros del PRO, el jueves pasado, marcó: “cuando nos volvemos racionales, fríos y tecnócratas nos ponemos distantes”. Descubre que Mirtha Legrand siempre tuvo razón. Bien por él.
Lamentablemente, no todos comprenden. En la misma reunión hubo populismo explícito: “no les demos pelota a la moda de los periodistas de criticarnos”. No fue CFK ni Donald Trump, sino el jefe de gobierno de la ciudad. Ay, Larreta, Larreta… Acaso se haya acostumbrado –como otros que manejan ingentes gastos en publicidad, a los que consideran una suerte de bill de indemnidad– a hacer llamar a los productores de programas que lo sacuden para pedir o exigir mejor trato. Pensar que la crítica es una moda exhibe ignorancia sobre lo esencial de la prensa. Comprensible, viniendo de alguien que estuvo a punto de perder una elección imperdible por no comprender las motivaciones de una sociedad, la porteña, que en 2015 estaba decidida a apoyar masivamente al PRO.
Por suerte, el presidente parece lejos de esa mirada autocomplaciente: “Hay una mayoría que no logra ver a largo plazo”, reconoció Macri. En esa convicción reside la mitad del problema. La otra mitad, la decisiva, es convencer a esa mayoría que el futuro que ofrece Cambiemos es mejor que el populismo. Porque al final de todo, no hay razón populista, racionalista ni tecnocrática. Al final, sólo hay ciudadanos cuya opinión se cuenta de a una.