jueves 26 de diciembre de 2024
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La Guerra Civil y los negocios

 

Poco tiempo antes de que estallara la guerra, la fórmula “las dos Españas” se había hecho carne en cada estrato de la sociedad peninsular. El proyecto terrateniente, financiero, monárquico y católico no podía permitir que “urgiera la España democrática, popular y obrera”.

Por eso, ante el avance del Frente Popular y en respuesta al crimen de Calvo Sotelo, la conjura militar se lanzó sobre el gobierno de una sociedad con escasa tradición democrática e instituciones débiles. Apropiándose o en representación de los mandatos de la derecha más cerril, el 17 de julio de 1936 los generales Emilio Mola Vidal –comandante de la insurrección–, Manuel Goded Llopis y Francisco Franco y Bahamonde iniciaron el golpe de estado desde Melilla –en el norte de África–, y las guarniciones militares de Canarias y las Baleares.[1]

De inmediato miles de ciudadanos se aprestaron para defender con su vida a la joven y débil democracia. No es admisible, ni como excusa pueril, la denominación de “rojos” o “España roja” tras la cual se escudaron los rebeldes facciosos para caracterizar a las fuerzas que defendían la legalidad republicana. Es cierto que resistió la insurrección un grupo relevante de comunistas antistalinistas (POUM), socialistas y anarquistas (FAI), pero también estaban al pie del cañón los partidos republicanos como Izquierda Republicana de Manuel Azaña, Unión Republicana de Martínez Barrio, los republicanos conservadores de Miguel Maura, los conservadores nacionalistas del Partido Nacional Vasco y los nacionalistas catalanes.

La sublevación fracasó en su intento original de derrocar al gobierno de forma inmediata. Y fracasó, sobre todo, por el mayoritario apoyo popular al Frente Legalista. Pese a todo, los sediciosos lograron controlar territorialmente un tercio de España –Sevilla, el norte de África, los archipiélagos, Galicia, Castilla, León y Aragón–, aunque no consiguieron avanzar sobre las regiones más desarrolladas, como Barcelona, Madrid, Valencia y el País Vasco.

A los pocos días de iniciado el golpe, la República conservaba la mayor parte del territorio, las industrias, la escueta aviación, la marina, las reservas de oro del Banco de España y el apoyo del pueblo. Pero como no podía respaldarse en el muy escaso apoyo militar, el desbordado gobierno republicano presidido por José Giral disolvió la Guardia Civil y decidió entregar armas a la población. Era la medida que la izquierda radicalizada v los anarquistas necesitaban: alimentados sus bríos por haber combatido con éxito a los sublevados, la formación de ejércitos milicianos y el estallido de la revolución fueron simultáneos. Ya no se trataba solamente de la defensa del orden democrático, sino que vieron entonces la oportunidad del cambio de sistema, del salto revolucionario.

En las grandes ciudades el Frente Popular y los anarquistas formaron Comités Revolucionarios, en Barcelona se creó el Comité de Milicianos Antifranquistas, se inició la colectivización agraria, y el gobierno no tenía con qué impedir que las fábricas fueran ocupadas por sindicalistas convertidos en milicianos. La situación generó divisiones y caos en el bando republicano: el gobierno central intentaba recuperar el orden constitucional y cerrar filas para resistir a los golpistas; izquierdas radicales y anarquistas pretendían además profundizar los logros de la República por la vía revolucionaria. Para los primeros se debía ganar la guerra y olvidar la revolución; para los segundos, se debía triunfar para implantar un gobierno revolucionario.

Devaneos y contradicciones en el campo republicano fueron cruciales para que Franco ganara tiempo, se reorganizara, retomara la iniciativa y decidiera los frentes de combate. Las declaraciones que efectuó al periódico británico Daily Mail en septiembre de 1936 definen la determinación mesiánica que alentaba al líder de los sediciosos: “Para el éxito del Alzamiento Nacional, estaría dispuesto a fusilar a media España”. Y para conseguirlo los golpistas sabían que no estaban solos: los apoyaban la Iglesia, el fascismo, el nazismo y los grandes grupos económicos internacionales, que no solo defendían sus intereses en España, sino que veían en Franco –como en Hitler y Mussolini– a un fervoroso anticomunista.

Ese respaldo político, y sobre todo el rápido auxilio material, fueron determinantes en el desarrollo de las acciones bélicas. Londres fue uno de los centros desde donde la aristocracia industrial y financiera española organizó el apoyo a la sedición. Uno de sus miembros más activos fue Juan March, un antiguo contrabandista convertido en director del monopolio del tabaco durante el reinado de Alfonso XIII. Acusado de traición y de fraude por el primer gobierno republicano, era propietario de vastas extensiones rurales y hombre de confianza de capitalistas ingleses, franceses, italianos y alemanes. Había conseguido esas relaciones como presidente de la Oficina Central de la Industria Española, y comenzó a utilizarlas en contra de la República desde el emporio tabacalero Kleinwort & Sons de Londres.[2]

Residía además en la capital británica, desde los inicios del gobierno republicano, un grupo de aristócratas y monárquicos exiliados, entre los que se destacaban el duque de Alba, el marqués del Moral, el marqués de Portago y el terrateniente don Alfonso de Olano y Tliinkier, quienes organizaron una junta nacional que comenzó a conspirar desde el mismo día de iniciada la rebelión. El célebre ingeniero Juan de la Cierva –inventor del autogiro o helicóptero– fue erigido jefe del grupo por sus aceitados contactos con los industriales de la aviación. El propio De la Cierva fue el encargado de las compras de armas que el emisario del gobierno republicano de Giral estaba negociando en Londres. Para que esa maniobra pudiera realizarse fue clave la traición a la República de su embajador Julio López Oliván. Utilizando las reservas que la agencia londinense del Banco de España tenía depositadas en el Westminster Bank, Oliván financió la compra de armas, pero para los rebeldes, con la aquiescencia cómplice del ministro de Relaciones Exteriores, Anthony Eden. Pero la defección de Oliván no fue excepcional, sino que la mayoría de los embajadores españoles traicionaron a sus mandantes y se convirtieron en activos agentes de los golpistas.

Lo cierto es que el capitalismo occidental veía amenazadas sus inversiones en España, por ejemplo, en los servicios públicos, que habían sido o estaban en proceso de confiscación, o en las estratégicas minas de Río Tinto, de capitales británicos y franceses, cuyas acciones fluctuarían según Franco se acercara o alejara de la victoria.[3]

Gran Bretaña debía, además, proteger Gibraltar, el estratégico paso del Atlántico al Mediterráneo. Por esas razones, aunque desde 1931 la comunidad internacional había prohibido la venta de armas a España, los rebeldes lograron recibir cargamentos y aviones, en vuelo desde Glasgow a Burgos, cuartel general de los sublevados.

El mecanismo privilegiado para el pertrechamiento clandestino fue la triangulación, sistema por el cual empresas creadas en países neutrales compraban armamento en Inglaterra o Francia y lo vendían a los rebeldes. Polonia fue una de las naciones que más ganancias obtuvo con la venta de armas a los contendientes de la Guerra Civil, entre otras empresas, a través de West Export de Danzig, que a su vez solía hacer negocios con el magnate de la industria nazi y fabricante de armas austríaco Fritz Mandl.[4]

Además de armas, era indispensable para los contendientes la provisión de combustibles y lubricantes. El alzamiento rebelde había partido al monopolio estatal CAMPSA, como a toda España, aunque la mayoría de los buques tanque había quedado bajo el control de los republicanos. Cuando el general Goded intentó, sin éxito, tomar Barcelona, Juan Antonio Álvarez Alonso, directivo de CAMPSA y partidario de los rebeldes, huyó a Marsella donde estableció contacto con el presidente de Texaco, el pronazi Thorkild Rieber. De inmediato el titular de Texaco ordenó que cinco de sus buques modificaran sus destinos programados para dirigirse a la Isla de Tenerife, donde descargaron crudo en las refinerías controladas por los rebeldes.[5]

Hacia fin de 1936 Texaco entregó 350.000 toneladas de crudo del total de 1.886.000 de toneladas que ofreció a Franco, a crédito y sin fecha de pago. El 7 de enero de 1937, la Ley de Embargo sancionada por el Congreso de los Estados Unidos sumaba a la prohibición de vender material bélico la de suministrar combustible a España. Pero no solo Texaco violó la ley –aun a costa de juicios y multas–, sino que su competidora Standard Oil –Esso, Exxon– habilitó la ruta Filadelfia-Algeciras para abastecer a los rebeldes.

Según sostiene el historiador Gerald Howson: “En total, Texaco, Shell, Standard Oil, Socony y la Compañía Refinadora Atlántica vendieron a los nacionales carburante por valor de veinte millones de dólares. Sin estas entregas las campañas de Franco habrían tenido que detenerse a los pocos días, pues en aquella época también Alemania e Italia dependían de las empresas angloamericanas para el abastecimiento de carburante”.

A su vez el franquista Ricardo de la Cierva reconoce que: “en otros países más o menos democráticos se registraron ayudas importantes para el esfuerzo de guerra nacionalista. La contribución ilimitada y a crédito de carburantes y lubrificantes por parte de empresas petrolíferas del sur de los Estados Unidos, así como el movimiento de opinión católica que en ese país mantuvo el embargo de armas contra la República, tuvo quizá tanta importancia para el desarrollo de la guerra civil como otras contribuciones aireadas por la propaganda”.[6]

De la Cierva se refiere al papel que jugaron las usinas de propaganda rebelde en los Estados Unidos, encabezadas por la Peninsular News Service, una agencia de informaciones montada por los alzados.

La opinión pública norteamericana vivió con apasionamiento los sucesos de España. El presidente Franklin D. Roosevelt, que terminaba su mandato y aspiraba a la reelección, siguió los consejos de su influyente secretario de Estado Cordell Hull y sostuvo la neutralidad de los Estados Unidos. Pese a que su esposa Eleanor, Harold Ickes, secretario del Interior y Henry Morgenthau, secretario del Tesoro, eran partidarios de la República, no pudieron contra la presión de Hull, las empresas petroleras y el ambiente calmo que necesitaba Roosevelt para enfrentar su campaña electoral.

Fue, además, determinante en la decisión de mantener la neutralidad, la activa militancia anticomunista del establishment norteamericano, que Henry Ford manipulaba desde Detroit.[7] La polarización se extendió al seno de la comunidad católica estadounidense: los obispos adherían a la rebelión, en tanto la mayoría de los sacerdotes apoyaba a la República. Esa escisión reflejaba la fractura del catolicismo en todo el mundo, que se tomó evidente luego de que el papa Pío XI se reuniera el 14 de septiembre de 1936 en Castelgandolfo, con 600 refugiados españoles. Allí habló del “odio a Dios verdaderamente satánico” de los republicanos.



[1]. El general José Sanjurjo Sacanell, héroe de la recuperación de Marruecos –marqués del Rif desde 1926–, quien ya se había alzado contra la República en 1932, en Sevilla, estaba en Lisboa en el momento del alzamiento. Murió al estrellarse el avión que lo llevaba a reunirse con los rebeldes.

[2]. Cfr. Pierre Vilar, La Guerra Civil Española, Barcelona, Crítica, 1986.

[3]. La cuenca minera del río Tinto fue comprada al gobierno español por un grupo financiero comandado por el banquero escocés Hugh Matheson, por un valor equivalente a 3,85 millones de libras. Este acuerdo fue una fuente de entredichos entre el gobierno británico y el español, tanto o más problemático que el caso Gibraltar. La operación fue considerada muy onerosa por el mundo de los negocios, pero los inversores sabían que si se trabajaba eficazmente, los beneficios serían inmensos. Debían llevar a cabo extracciones a gran escala para exportar a Inglaterra el mineral en bruto, pero la condición necesaria para transportarlo era la construcción de un ferrocarril hasta la costa. Por carretera el costo del transportar las 120.000 toneladas anuales de mineral ascendería a 239.600 libras y utilizando un ferrocarril, solo 83.300 libras. El precio que podía obtenerse por esta producción suministrada a Liverpool sería de 429.000 libras. La compañía de Río Tinto fue registrada el 29 de marzo de 1873 como la Río Tinto Company Limited, con capital de 2.250.000 libras, incrementado a 3.250.000 en 1881. Desde la década de 1930 la compañía realizó inversiones en los Estados Unidos, Rhodesia y Australia, pero el franquismo bloqueó muchas de sus inversiones en España y recortó sus beneficios en la década de 1940. Cuando el gobierno comenzó a arancelar las importaciones y a controlar los precios, la compañía se desprendió de la mayor parte de sus acciones.

[4]. Mandl fue famoso por su matrimonio con la actriz Hedy Lamarr, que protagonizó un filme escandaloso para la época: Éxtasis. Como allí se la veía desnuda, Mandl intentó, sin éxito, comprar todas las copias. Lamarr –hija de un banquero judío– había nacido en Viena y su verdadero nombre era Hedwig Eva María Kiesler. El matrimonio Mandl recibía en su casa a la alta sociedad austríaca y a otros famosos, entre los que se contaba a artistas como Ödön von Horvath, Franz Werfel y Alma Mahler, y a políticos como Benito Mussolini. Mandl hizo negocios en Buenos Aires, vinculados a la Compañía General Constructora y a la Staudt y Co. Esta última, relacionada con el tráfico de armas, vendió insumos bélicos a la Argentina.

[5]. Thorkild Rieber fue condecorado por Franco con la Gran Cruz de Isabel la Católica, el 1 de abril de 1954.

[6]. Ricardo de la Cierva, “El ejército nacionalista durante la Guerra Civil”, en Raymond Carr, op. cit.

[7]. Admirador y admirado por Hitler, condecorado por el III Reich, estableció filiales automovilísticas en Alemania.

 

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