sábado 21 de diciembre de 2024
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Un general argentino para la paz en Colombia

El escenario era la Asamblea General, en el edificio de Naciones Unidas en Nueva York. Estaba previsto hasta el mínimo detalle. Los guerrilleros llegarían en vehículos del reino de Noruega, y convergerían con el presidente Juan Manuel Santos. El Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias sellarían así la paz en Colombia, bajo la ovación de doscientos países.

Un pacto con el protagonismo directo de Cuba y Noruega, los “ayudadores” Chile y Venezuela y el respaldo del Papa Francisco. Hasta Obama parecía de acuerdo.

No alcanzó. Los Estados Unidos no son solo un presidente. Hay agencias de inteligencia, de contraterrorismo, Fuerzas Armadas, financistas y pensadores de extrema derecha. Una guerrilla de izquierda –o terroristas financiados por el narco, en el argot de los halcones– ovacionada en pleno Manhattan les parecía intolerable.

Finalmente, el acto por la paz se hizo este lunes, en Cartagena de Indias. La región asistió masivamente: Argentina, Brasil, México, Venezuela, Chile, Perú, Ecuador y Paraguay llevaron a sus presidentes. No podía faltar Juan Carlos, rey emérito cuyo prestigio permanece más fuerte en los viejos virreinatos borbónicos que en la propia España. Asistió el poderoso secretario de Estado John Kerry, el secretario general de la ONU Ban Ki-moon y los símbolos del capitalismo global: los titulares del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, Jim Yong Kim y Christine Lagarde. Para bendición del pacto, el secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin.

Argentos en alza

El proceso de paz tiene el entusiasta respaldo del Consejo de Seguridad, que desbrozó diversos candidatos para hacerse cargo de la decisiva entrega de armas. De los tres finalistas, uno era chileno y dos argentinos. Por decisión de Naciones Unidas, el general argentino Javier Pérez Aquino, veterano de misiones de paz en Irak y Kuwait, ex jefe de Estado Mayor de la Fuerza de Despliegue Rápido del Ejército argentino (2011-14) tuvo que entregar precipitadamente, en junio, el comando de la Brigada XII de Infantería de Monte con sede en Posadas a su jefe de Estado Mayor. Partió para hacerse cargo como Jefe de Observadores de la Misión de la ONU en Colombia. Desarmado y sin uniforme, desde Bogotá se movió a La Habana. Dos semanas para interiorizarse de las negociaciones de paz.

Infante, paracaidista, Pérez Aquino expresa el nuevo Ejército. Egresado del Colegio Militar en 1981, meses antes de la guerra de Malvinas, nada lo une a los viejos generales golpistas. No tiene dudas sobre la supremacía civil. Igual que el resto de los oficiales argentinos, advierte que la misma situación se reproduce en Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Rusia. Acaso la República Popular China –donde hizo cursos– sea el único Estado poderoso donde el poder militar está integrado a la cúpula del poder del Estado y el Partido Comunista.

Pérez Aquino se hará cargo del Componente Internacional del Mecanismo de Monitoreo y Verificación (CI-MM&V). Recibirá las armas de las FARC con un monitoreo tripartito: ONU, Colombia, FARC. N,o es único argentino. El embajador de nuestro país en Colombia, Marcelo Stubrin está en contacto con los actores centrales del proceso de paz. Es el hombre en el terreno. En Buenos Aires integran la Task Force argentina Julio César Martínez, Ministro de Defensa; Ángel Tello, Secretario de Estrategia y Asuntos Militares; la Canciller Susana Malcorra, el Secretario de Relaciones Exteriores Carlos Foradori y a los que se suma el embajador en Bogotá. Todos afiliados a la Unión Cívica Radical. Menor rol tiene esta vez otro radical, Walter Ceballos, secretario de Servicios Logísticos para la Defensa. Se entiende: la participación argentina es centralmente de personal y no de materiales.

Hay 23 “zonas veredales (especie de condados) transitorias de normalización” y pequeños “puntos transitorios de normalización”. Las tropas encargadas de proteger a los guerrilleros visten uniformes café, distinto del verde del resto del Ejército.

El general argentino es el máximo responsable militar y sólo depende del jefe político de la Misión de Naciones Unidas, el francés Jean Arnault, un licenciado en filosofía que ya lideró delegaciones de paz en Georgia, Afganistán, Burundi y Guatemala.

El peligro es grande. Durante el intento de paz de 1985, nació Unión Patriótica, con ex guerrilleros de las FARC y miembros del Partido Comunista. Los paramilitares –y también ciertas unidades legales– asesinaron a miles de sus dirigentes (el pasado 15 de septiembre el presidente Santos homenajeó en el palacio presidencial a aquellas víctimas).

Otro fracaso en 1990, cuando el M-19 (Movimiento 19 de abril) abandonó la lucha armada y se convirtió en Alianza Democrática M-19. Su jefe Carlos Pizarro, candidato a la presidencia de la República, fue asesinado en plena campaña.

Lo que viene 

“Dejación de armas” es la fórmula consuelo encontrada para que quienes deponen las armas guarden cara. Evitaron la palabra rendición. Y está bien. Las guerrillas guerrearon medio siglo en nombre de la igualdad y para cambiar las instituciones, las relaciones económicas y sociales. Nada de eso ocurrirá. Colombia sigue siendo una nación injusta y desigual.

De los cinco negociadores de la paz, tres son militares. Sus apellidos parecen un homenaje a la botánica: Naranjo, Flórez y Mora. Óscar Naranjo dirigió la Policía Nacional y fue el primer policía que logró el generalato de cuatro soles. Su historia exhibe trabajos conjuntos con la DEA y una participación decisiva en la destrucción del cartel de Medellín que dirigía Pablo Escobar. Otro papel clave es el del general Jorge Enrique Mora, ex comandante del Ejército y de las Fuerzas Militares, el cargo más alto para un uniformado, desde donde combatió con fiereza a la guerrilla. El general Javier Flórez es el único de los tres que sigue en servicio activo y representó al ministerio de Defensa en las negociaciones de La Habana. Por detrás de las bambalinas, el embajador colombiano en La Habana, Gustavo Bell, tuvo un protagonismo clave.

“Ganamos” celebró el comandante del Ejército, Alberto Mejía. En una dura entrevista por TV donde la periodista Claudia Gurisatti de RCN objetaba una y otra vez el acuerdo, Mejía contestó con calma: “El Ejército que ganó la victoria militar. Después de seis mil muertos y treinta mil heridos somos los que ganamos esta guerra. Termina la marca FARC”. Resaltó que “nosotros, los soldados colombianos, no queremos cincuenta años más de guerra”. Mejía recordó que “los que prestan el servicio militar son los más pobres de Colombia”. Los hijos de los ricos no van a la guerra. En una sociedad fuertemente clasista –como suelen serlo las comunidades andinas– el servicio militar obligatorio convoca a los jóvenes humildes. Las familias acomodadas siempre evitan la carga pública. Antes mediante arreglos, hoy con el pago de un impuesto. Los soldados regulares cobran hoy un dólar al día.

Se acaba, también, el negocio de los “falsos positivos”, por el cual las fuerzas militares o policiales se adjudicaban la muerte de un guerrilleo (“positivo”), con las menciones, honores y premios que eso traía a su carrera. Sin embargo, en muchos casos era apenas una estafa: los muertos eran distraídos ciudadanos –muchas veces campesinos pobres–. Es decir, “falsos positivos”. Las denuncias hablan de tres mil casos.

De Tribunales al Congreso

El próximo domingo 2 de octubre el pueblo votará en el referendo para apoyar el proceso de paz u oponerse. El apoyo externo es abrumador. Sin embargo, los sectores más duros confían en boicotear el proceso. Los partidarios del Sí temen la poca intensidad del respaldo de los jóvenes de las grandes ciudades, desinteresados del tema. A fin de cuentas, la guerra los tocó poco, ya que el campo de operaciones estuvo, casi siempre, focalizado en áreas rurales.

Si gana el Sí, arranca el proceso. Los milicianos de FARC pasarán seis meses de concentración en ciertos espacios. Luego, una justicia transaccional. Significa suavizar –y en muchos casos indultar– los delitos cometidos durante el conflicto. Un mix entre verdad y justicia.

Mientras el Congreso perfecciona las leyes, las FARC tendrán tres observadores con voz y sin voto en el parlamento. A partir de 2018, se garantiza a la nueva fuera política heredera de las FARC cinco escaños en la Cámara de Representantes y otros tantos en el Senado.

Entre los varios ejemplos en la zona, hay dos que sobresalen: Guatemala y El Salvador. En ambos casos, hubo acuerdos de paz con grandes concesiones a las guerrillas. En Guatemala, el Ejército Guerrillero de los Pobres y otras tres organizaciones se insertaron en la vida política sin gran éxito. En cambio, en El Salvador, el frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional ganó las elecciones presidenciales en 2009, repitió en 2014 y sigue gobernando hoy.

Las FARC, en cambio, tienen fuerte rechazo en la opinión pública. Acaso por actos de brutalidad. O el impuesto a narcotraficantes a cambio de protección. También las “pescas milagrosas”, cuando retenes de la guerrilla detenían vehículos, consultaban los datos de sus ocupantes y los secuestraban para pedir rescate. En otros casos, era robo simple, despojando a los viajeros de bienes y dinero. También por el reclutamiento de niños.

Treinta años de búsqueda

El Estado tiene también una historia negra. Julio César Turbay (1978-82) había promovido un Estatuto de Seguridad que dio luz verde a allanamientos al margen de la ley, tormentos y desapariciones. Consejos de Guerra Verbales desviaron el Estado de derecho hacia una justicia militar sumaria. Esa brutalidad llevó a la presidencia a Belisario Betancur (1982-86), primer jefe de Estado en reconocer las razones sociales, económicas y desigualdad que insuflaban la acción guerrillera. En 1983 Betancur se reunió en España con Álvaro Fayad e Iván Ospina, jefes del M-19. Primer presidente colombiano que se atrevía a reunirse con los jefes insurgentes, Betancur llego al poder con una consigna que la Argentina desempolvaría en el siglo XXI: “Sí, se puede”.

Hacia agosto de 1984, los Acuerdos de Corinto parecían un inmenso paso para la paz. En medio de la tregua, comandos militares atacan y matan a jefes guerrilleros. La respuesta fue brutal: el M-19 tomó el Palacio de Justicia. Cuando las tropas contraatacaron, dejaron muertos a treinta y tres, once magistrados de Corte Suprema y numerosos funcionarios, empleados, militares y policías. El M-19 tuvo una actividad urbana, a diferencia de las FARC y el ELN, que sustentaban la teoría de la guerra campesina.

El presidente Ernesto Samper (1994-98) fue acusado de recibir dinero de los hermanos  Rodríguez Orejuela, jefes del cartel de Cali, para su campaña. Los Estados Unidos retiraron la visa al presidente y comenzaron a darle a Colombia un trato de Estado asociado al narco. Al desacreditado Samper lo siguió Andrés Pastrana (1998-2002), quien trató de reanudar el diálogo con Estados Unidos y prometió a Bill Clinton combatir el narcotráfico. Nacía el Plan Colombia.

Al mismo tiempo, Paastrana buscaba la paz con la guerrilla. Antes de asumir se reúne con Tirofijo, el mítico fundador de las FARC. Esta vez, en las montañas de los Andes colombianos. El proceso de paz resultó chapucero. La zona dada la las FARC (42 mil kilómetros cuadrados) terminó despertando una serie de objeciones y el proceso se diluyó. Las FARC fueron acusadas de incumplir los pactos y Uribe ganó con la bandera de la guerra.

Álvaro Uribe había sido alcalde de Medellín (1982-83) y gobernador de Antioquia (1995-97), fue señalado como hombre que impulsó grupos de autodefensa (“Convivir”) que para muchos apenas encubría acción de paramilitares. Uribe se lanzó a una campaña de mano dura. Ganó y acorraló a las FARC, liquidó varios de sus líderes. Pero su gestión tuvo alto costo institucional. Hay acusaciones de corrupción, de tráfico de influencia, de cercanía con paramilitares. Presos uribistas: su secretario privado, el secretario general de la presidencia.

Uribe intentó perpetuarse. A diferencia de sus antecesores –con mandato de cuatro años–gobernó ocho (2002-2010) y los tribunales bloquearon su búsqueda de un tercer mandato.

Los que no bajan las armas

Hoy Álvaro Uribe lidera la campaña del No. Partidario de la rendición incondicional o el exterminio de las FARC. Acaso también busca impunidad para sus más cercanos, que podrían ser condenados por delitos de lesa humanidad. Es interesante esa ajada e invisible bandera que proclama “Impunidad para nosotros, castigo para ellos”.

Lo siguen hombres como el ex comandante del Ejército, general Harold Bedoya: “se está negociando la patria con los narco-terroristas del cartel más tenebroso”. Está claro que muchos militares mastican rabia. Como la Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro.

La segunda guerrilla de Colombia, el ELN, no se pliega al acuerdo. Acaso esté esperando ver si el Ejército cumple y si no hay represalias contra los milicianos de las FARC. Ha declarado un cese al fuego unilateral hasta la votación del domingo próximo.

Dentro de las propias FARC hay dudas sobre algunos de sus componentes. Como el frente Primero Armando Ríos, en el departamento Guaviare, unos doscientos hombres dirigidos por Iván Mordisco. Sus críticos lo acusan de querer mantener el “gramaje”, impuesto a los narcos.

Con los paramilitares entregaron sus armas oficialmente dejaron de existir. Hoy se los llama BACRIM, Bandas Criminales. Son narcotraficantes como el Clan Úsuga, también conocidos como Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Se calculaba un ejército de tres mil hombres armados, dedicados a estupefacientes, minería ilegal, trata de personas y extorsión. Algunos creen que intentarán ocupar los espacios liberados por las FARC.

Si la paz llega, la cuestión de la tierra será fruto de nuevos, ásperos debates. ¿Corresponde a los que se quedaron? ¿A los despojados? ¿A los que malvendieron y huyeron del conflicto? ¿A los amenazados? El campo está muy concentrado. ¿Funcionará la adjudicación de tierras? Con inmensas extensiones recuperadas para la producción, Colombia será seguramente un competidor del agro argentino. Igual valdrá la pena.

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