viernes 4 de julio de 2025
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El plan ultraconservador para desmontar la Unión Europea desde dentro

Por Cesáreo Rodríguez-Aguilera de Prat.

La reciente publicación de un elaborado documento de clara inspiración ultraconservadora que persigue impedir la federalización de la Unión Europea (The Great Reset. Restoring Member State Sovereignty in the European Union. A two scenario proposal through institutional reform for a new EU) es un claro síntoma de la importante fuerza que hoy tienen las derechas radicales en ella (26% en el Parlamento Europeo). Se trata de un ambicioso y detallado proyecto estratégico hecho por expertos de dos think tanks, uno polaco (Ordo Iuris Institute), vinculado al PiS (Ley y Justicia), y otro húngaro (Mathias Corvinus Collegium), al servicio del FIDESZ (Alianza de Jóvenes Demócratas) y del Gobierno de Viktor Orbán.

Hasta ahora las derechas radicales no disponían de un plan articulado para bloquear y revertir todo lo que se pueda el siempre complicado e indefinido proceso de integración europea, pero con este texto que unifica los criterios antifederalistas de Patriotas por Europa (una denominación un tanto impropia, puesto que su objetivo es impedir la culminación de la integración) y de Conservadores y Reformistas Europeos ya disponen de un claro proyecto.

A juicio de ambos think tanks la UE actual se encaminaría hacia un superestado nada menos que de rasgos totalitarios —que recordarían el fracasado sistema soviético pese a usar métodos más sofisticados— y su afirmación central señala que su dinámica supranacional es incompatible con la soberanía nacional, las identidades étnicas, la democracia y las libertades. Desde esta perspectiva, la UE no solo sería un peligro para las naciones europeas, sino, además, un fracaso como proyecto de liderazgo internacional y de cohesión de veintisiete Estados tan diferentes. La UE habría pasado de ser una (aceptable) entidad de cooperación económica interestatal a un proyecto de creación de un poder propio, con su propia moneda, tribunales y poder fiscal sancionador, en una dirección claramente centralista y favorable a las instituciones más comunitarias —la Comisión, el Parlamento Europeo y el Tribunal de Justicia—, en detrimento de la soberanía de los Estados nacionales. Esto habría ido mucho más allá de lo que se pactó en 1957 en el Tratado de Roma.

La UE estaría adquiriendo rasgos federales evidentes, con una cada vez más indisimulada vocación soberanista, lo que supondría un desafío existencial para los Estados nacionales. Todo ello obedecería a un plan cuyas raíces ya estarían en el Manifiesto de Ventotene de inspiración comunista y que se concretaría en la configuración de un aparato hiperburocrático con rasgos estatales. De acuerdo con esta visión, la UE impondría su legislación a través de autoridades tecnocráticas y jueces no electos que no cesarían de expandir sus competencias mucho más allá de la letra de los Tratados. En consecuencia, se estaría configurando una indeseable soberanía europea por el constante aumento de los asuntos que se deciden por mayoría cualificada y el paralelo retroceso de la unanimidad.

Paralelamente, la UE pretendería imponer una determinada interpretación de los derechos y libertades con un claro sesgo ideológico progresista en cuestiones como el aborto, la homosexualidad, la inmigración o el cambio climático. Se estaría creando artificialmente una supuesta identidad europea de tipo cosmopolita y globalista que reduciría las culturas nacionales, a su vez amenazadas por la inmigración desordenada, que provocaría inseguridad y pérdida de referentes propios basados en las “raíces cristianas” de Europa. Esta supuesta imposición se vería facilitada por el déficit democrático de la UE que es estructural y crónico y que, a juicio de estos expertos, no tiene solución porque no existe el “pueblo europeo”, de ahí que se haya configurado un sistema en el que los decisores reales no han sido elegidos y actúan de modo opaco y tecnocrático.

Sentado este sombrío diagnóstico que combina medias verdades con prejuicios ideológicos ultraconservadores, The Great Reset elabora una serie de propuestas para dar paso a una eventual cooperación de los Estados nacionales de tipo claramente intergubernamental, voluntaria, flexible y reversible. Es decir, se trata de consagrar sin ambages la supremacía absoluta de los Estados nacionales para que estos decidan a la carta sin interferencias en qué áreas cooperan y en cuáles no. Las constituciones nacionales deben prevalecer y las competencias clave de los Estados han de ser impenetrables, y, por tanto, el Consejo Europeo debería tener siempre la última palabra y las instituciones más supranacionales deberían reformarse a fondo para recortar sus atribuciones.

Este documento traza dos escenarios, uno algo más posibilista —y más detallado—, “volver a las raíces” — y otro más rupturista, “un nuevo comienzo”. El primero, más factible y por ello más peligroso para los europeístas federalistas, apuesta por renacionalizar competencias y recortar los poderes de algunas instituciones comunitarias, mientras que el segundo propone suprimir la UE y dar paso a una mera comunidad europea de naciones de estricta y limitada cooperación sectorial. En cualquier caso, las dos propuestas implican sacralizar la soberanía nacional de los Estados, asegurar el carácter voluntario, flexible y reversible de la cooperación interestatal y reforzar el principio de subsidiariedad que, a juicio de los autores de este documento, habría sido vulnerado por las autoridades comunitarias.

El primer escenario, de hecho, toma nota del fracaso del Brexit y por ello ya no se defiende la salida de la UE, sino el vaciamiento desde dentro de su poder político. El documento elabora al respecto veintitrés puntos detallados, entre los que sobresalen: incrementar las cláusulas opt-out; restringir las competencias legislativas de la UE; reforzar los dos Consejos; ampliar la regla de la unanimidad; garantizar la primacía de las constituciones nacionales; reducir la Comisión a una mera secretaría general bajo el control de los Estados; elegir al presidente de la misma exclusivamente por los Estados; recortar las funciones del Parlamento Europeo para convertirlo en una simple asamblea consultiva de elección mixta, y transformar al Tribunal de Justicia en una instancia de arbitraje. Por tanto, los dos consejos al servicio de los estados dispondrían de todo el poder y las instituciones más comunitarias se verían devaluadas y subordinadas como reducidas agencias administrativas.

El segundo escenario es mucho más drástico, aunque está menos detallado al ser considerado hoy poco viable. Se trataría de disolver la actual UE —ni siquiera de rebajarla a la baja— para crear una entidad cooperativa sectorial estrictamente intergubernamental, con primacía absoluta y exclusiva de los intereses de los Estados nacionales y de los eventuales acuerdos a los que quisieran llegar.

Este documento es muy negativo para el proyecto europeísta que lo vacía de su contenido histórico, echa por la borda décadas de progresivos avances y, además, beneficia extraordinariamente a Vladímir Putin y a Donald Trump para los que la actual UE es un molesto estorbo. La integración europea tiene, por tanto, poderosos enemigos, tanto internos (los ultras que actúan como quinta columna en favor de quiméricas independencias nacionales) como externas (Putin y Trump). Volver a la irreal soberanía nacional de los Estados es condenar a Europa a la irrelevancia más absoluta, pues, aunque la actual UE tiene un modesto peso político mundial, alguno tiene por su poder económico y comercial. Si los proyectos descritos y analizados aquí triunfasen, Europa sería un subcontinente insignificante e inoperante, toda vez que esa sería la consecuencia práctica de una estrategia hipernacionalista de fragmentación.

El problema, por tanto, es doble: de un lado, la UE es incapaz de convertirse en actor geoestratégico internacional relevante por la cortedad de miras y el tacticismo de las élites europeístas, y de otro, no cesa de aumentar la oposición de las derechas reaccionarias en toda Europa a la supranacionalidad. Las políticas de las autoridades comunitarias —teóricamente integracionistas— no puede ser más miope: no culmina la unión económica y monetaria (UEM), se articula un plan de rearme estrictamente estatal, no se dinamiza la transición energética, no se implementan a fondo los cambios digitales y tecnológicos, se mantienen políticas migratorias restrictivas y se es incapaz de impedir que los regímenes iliberales en algunos de sus Estados miembro persistan sin muchos problemas.

Ante este inquietante plan, los europeístas deberían movilizarse y elaborar proyectos en la vía federal más ambiciosos —que respondieran a demandas sociales— para contrarrestarlo. Quedarse como estamos ya no es una opción sensata, ya que el tiempo corre en contra y la inercia no ayuda: los europeístas deben pasar de las palabras (ever closer union) a los hechos. El mejor modo de dificultar, e incluso bloquear, este proyecto de involución reaccionaria es culminar la UEM con la plena unión bancaria y, sobre todo, fiscal, ya que ello haría prácticamente irreversible revertir en sentido nacionalista el proceso, toda vez que la supranacionalidad se vería muy reforzada. Pero esto exige, a la vez, corregir en serio el déficit democrático, y eso no será ni fácil ni rápido. Ello no será posible si Alemania, la primera potencia económica europea, no deja atrás sus crónicas reticencias y deja de actuar en clave de intereses nacionales en aras de una visión paneuropea que debería coordinar con los demás países de la UE, sobre todo con los más poblados, Francia, Italia, España y Polonia, sin olvidar, claro está, a los demás.

Publicado en Agenda Pública el 2 de julio de 2025.

Link https://agendapublica.es/noticia/19980/extrema-derecha-union-europea-orban?utm_source=Agenda+P%C3%BAblica&utm_campaign=617028a00e-EMAIL_CAMPAIGN_2020_10_08_05_49_COPY_01&utm_medium=email&utm_term=0_452c1be54e-617028a00e-116894577

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