Para quienes vivimos la dictadura de 1976 vemos en la actualidad de la Argentina un reflejo de ese pasado. Claro que nunca escuchamos a Jorge R. Videla decir: “zurdos de mierda”, ni a Emilio E. Massera festejar la muerte de nadie, mucho menos la muerte de un presidente de un país vecino. Eso es nuevo, demencial, tal vez porque el gobierno actual no mata a miles de personas en las sombras como lo hacían los militares de entonces. Deben conformarse con el odio en forma de palabra.
Al igual que en 1976 la sociedad soporta, elude, se desentiende, acepta y celebra las frases incitadoras del odio del actual gobierno de Javier Milei. Es sólo un núcleo activo, politizado el que se opuso y se opone hoy a la violencia y la deshumanización. El resto acompaña en acto u omisión.
La violencia física, por ahora, es institucional. Los miércoles se monta un aparato represivo descomunal para evitar que 200 jubilados y adherentes se bajen de la vereda que está frente al Congreso Nacional. Palos, gases, detenciones, un fotógrafo casi muerto, son una mala reproducción – aunque con el mismo guion – de las masivas marchas de finales de la dictadura que terminaban con muertos. Además de que los manifestantes son débiles y pocos, la especialización de la represión actual está a años luz de la de finales del siglo XX. Cascos, protecciones, gases horribles, drones, filmaciones y comunicaciones contra los viejos, suena a una escena de El Eternauta, donde todos sabemos quiénes son los buenos.
La dictadura prohibió los partidos políticos, los legislativos y los sindicatos, y si bien hoy eso no ocurre, los enemigos declarados del gobierno son estos tres estamentos de la sociedad. Los primeros son la casta: fuente de todos los males del país que se reúnen en los legislativos para “hacer su voluntad” y “consagrar su impunidad ante la corrupción de la que viven y se enriquecen”. Los sindicatos son el palo en la rueda del capitalismo que tiene franqueada la entrada por obra y des – gracia del peronismo.
Por otro lado, los sectores financieros y los grupos concentrados de la economía – aquellos que comenzaron a formarse desde 1976 – son los favorecidos por este arreglo salvaje de “la macro”. Mismos enemigos, mismos amigos.
Los nostálgicos de la dictadura pueden volver a celebrar los Falcon verdes, enviar stickers con la cara amenazante de Videla, pueden movilizarse entre las bambalinas del poder para sacar de la cárcel a los genocidas y llevarlos a una “mejor”, mientras pugnan por su liberación y, lo que es peor, por la reivindicación de lo que hicieron: matar zurdos.
Hoy los candidatos punitivistas como Marra y Espert tienen apoyo, consiguen votos prometiendo “bala”, no tienen cortapisas a la hora de difundir su mensaje de violencia, generalmente contra las personas más débiles de la sociedad.
La “cría de la dictadura” que nos gobierna escindió su ala nacionalista y católica en la vicepresidenta Victoria Villarruel, la más activa en la reivindicación de represores como su padre. Ese sector es minoritario, está aplacado por el presidente. Es como si sólo gobernara José A. Martínez de Hoz, el ala liberal para acometer la demolición de valores encarnados en el Estado, siempre vilipendiado por los civiles de las dictaduras.
Los dolores de la actualidad son inmensos, no sólo por la evidente falta de humanidad, sino porque afloran las preguntas: ¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo sucedió que los gobiernos progresistas de la “década ganada” no lograron cambiar un ADN totalitario? ¿Cómo no pudimos – la llamada sociedad civil – construir una sociedad más democrática?
Alguien dirá, es una tendencia mundial y otro contestará: ahí están Uruguay y Chile últimos países en entrar al ciclo de la última ola democrática iniciada, justamente aquí, de la mano de Raúl Alfonsín, para desmentir un poco.
Pero lo más preocupante es tratar de entender a los jóvenes que apoyan este rumbo, porque a los viejos ya los conocemos, sólo por viejos votan por el orden y la tranquilidad que ofrece la mano dura. Porque los jóvenes pueden no saber nada de la “Escuela Austríaca”, pero deberían conocer el horror de la dictadura, tendría que haber un consenso único sobre este tema, que el oprobio sea general y no limitado, cuando alguno sostenga y diga: “Videla no terminó su trabajo”.
La debacle democrática en la Argentina se ve en las elecciones desdobladas y anticipadas de las próximas de medio término en octubre. La participación cayó al 50 por ciento en un distrito como la Ciudad de Buenos Aires. Todo un síntoma.
Las Fundación Latinobarómetro que ausculta desde 1995 la salud democrática de la región y del mundo, dice en su informe 2024: “las contradicciones de opiniones y actitudes de los latinoamericanos, hablan del vacío de liderazgo de pueblos que buscan el desarrollo, muchas veces votando en contra de sus propios intereses. El deterioro de los partidos, congreso y oposición dan cuenta de un agotamiento institucional importante. Las elecciones son el instrumento que les queda a los pueblos para cambiar y eso sí que no se los quita nadie, aunque estas sean finalmente robadas o fraudulentas, se seguirán celebrando elecciones mucho más allá de del significado de su palabra, de seleccionar opciones distintas. No tomará tres siglos para consolidar la democracia en la región, como describe Marshall, pero pensar que se podía hacer en cuatro décadas era una ilusión.”
Tal vez sea una pesadilla, un trago amargo que le diga a la deshumanización imperante, de una vez y para siempre: Nunca más.
Publicado en Relato mata dato el 19 de mayo de 2025.
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