Así como en las matemáticas el número uno desordena la elegante simetría de los pares y en la filosofía los particulares desafían la canónica majestad de los universales, en las sociedades los particularismos plantean dilemas esenciales a la convivencia social y política, pues la cuestión de dirimir entre adoptar conductas excepcionales o acotarse al orden establecido ha constituido en todo tiempo una disyuntiva clásica para personas y Estados.
Algunos de los más catastróficos sucesos de la humanidad se han derivado de líderes y naciones que se arrogaron el derecho a actuar por fuera de las reglas elementales que ordenan a las naciones, dando lugar a diversas formas de “excepcionalismos”.
Incluso las súbitas aunque sustanciales transformaciones que están revolucionando hoy al mundo plantean flamantes enigmas respecto a cuáles de los clásicos criterios teóricos son capaces de explicarlas, emergiendo aparentemente la agency como una poderosa variable que está moldeando estructuras, instituciones y culturas alrededor del mundo, a fuerza de vigorosas improntas personales.
De modo equivalente, es conocido en nuestra cotidianeidad cuánto perturban las acciones de aquellos individuos que se consideran con razones suficientes para comportarse privadamente de forma inadaptada al resto, pues el sentido de la justicia y del respeto al otro, tan arraigado en el mundo desarrollado, provoca que aquellos que acostumbran a no respetar las reglas sean vistos como incivilizados, pudiendo llegarse incluso a definir los delitos como particularismos opuestos a los acuerdos de una sociedad acerca de lo lícito y lo ilícito.
Sin embargo, sería necio no reconocer que la humanidad ha progresado en buena parte gracias a la intervención particularísima de personalidades excepcionales que rompieron moldes, desafiaron supuestos y lograron imponer nuevos estandares para el planeta, pues es arduo recordar sucesos que hayan contribuido sustancialmente al progreso humano sin alguna disrupción de las convenciones.
Por otra parte, la existencia de un clima propenso a un particularismo fructífero es distintivo de una sociedad nutrida por el humus de la libertad, pues donde ésta escasea, el tirano no tolera más particularismo que el suyo propio. Para decirlo de otro modo, no es concebible el completo despliegue creativo de un individuo en un ámbito sin libertad, por lo que podría concluirse que cuando el particularismo se consiente, es resultado y emblema de un liberalismo que consagra la diversidad y la tolerancia. Del mismo modo que la vasta sombra de las dictaduras oscurece la policromía de los individuos, también donde reina la opacidad de la masa, se entroniza a lo colectivo y se persigue a lo singular, a menudo como recurso mezquino para disimular la holgazanería, la mediocridad o la envidia.
Por ejemplo, uno de los más acuciantes males que aquejan actualmente a las sociedades libres más avanzadas de Europa consiste, precisamente, en un paradojal abuso por parte de minorías integristas, del esencial derecho al irrestricto respeto a los particulares.
Lo fundamental en este sutil y tan vigente dilema entre particularismos virtuosos y viciosos consiste en recordar que lo singular nunca deja de ser parte del resto y se debe a él y que, en consecuencia, acaso ellos podrían juzgarse en base a su contribución al todo o mejor dicho, por su capacidad de persuadir a las sociedades de que su desborde es constructivo.
Publicado en La Nación el 16 de mayo de 2025.