miércoles 14 de mayo de 2025
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La Guerra Fría vista por un historiador en tiempo real

Entre marzo de 1954 y setiembre de 1955, José Luis Romero escribió para LA NACION setenta y dos editoriales –más de uno por semana– sobre política internacional. La generosa oferta de su amigo y colega Juan Valmaggia, subdirector del diario, le permitió asegurar la subsistencia familiar, luego de que el gobierno le impidiera seguir viajando a Montevideo, donde enseñaba en la Universidad de la República.

José Luis Romero enseñaba historia contemporánea y estaba familiarizado con los grandes problemas del mundo contemporáneo. Para escribir los editoriales debió sumar la información cotidiana –usando el propio diario LA NACION, los cables de las agencias de noticias y algunas revistas extranjeras– e interpretarla sobre la marcha. Es decir, tuvo que aprender el oficio del periodista.

En los editoriales encontró la manera de organizar semanalmente la información, colocarla en el contexto histórico adecuado, darle sentido y además sumar su opinión, con moderación. Sería la opinión de un diario que era “Tribuna de doctrina” y que, además, como todo medio de prensa independiente, por entonces tenía la “espada de Damocles” sobre su cabeza. Probablemente por eso acordó con Valmagguia que no se ocuparía ni de la Argentina ni de América Latina.

Romero conocía muy bien LA NACION. Toda su vida fue su lector, minucioso y crítico. Colaboró frecuentemente en la sección cultural, tenía buenos amigos –veo en su correspondencia de esos años a Adolfo Mitre, Leónidas de Vedia, Manuel Mujica Lainez– y en general se consideraba, en el mundo cultural de los años cuarenta y cincuenta, “hombre de la nacion”.

Ideas liberales

Historiador y ciudadano, combinó sin conflictos el oficio con la opinión. Sus ideas fueron siempre liberales, democráticas y socialistas. En estos editoriales, sus opiniones eran perfectamente compatibles con la línea editorial del diario: preocupación por los riesgos de la Guerra Fría, esperanzas en los intentos de organización de un mundo estable, previsible y seguro, y defensa de los valores del mundo occidental, que incluía una desconfiada preocupación con la Unión Soviética. La única divergencia –tolerada y aceptada– fue su simpatía por el laborismo británico y otras fuerzas políticas de tendencia social demócrata.

Después de 1955 estuvo muy activo en la vida pública. Protagonizó importantes debates como el de la “enseñanza laica o libre”, la división y radicalización del Partido Socialista y, desde 1962, el de la politización estudiantil universitaria y el florecimiento de un “anticomunismo” de amplio espectro. En diversas circunstancias, José Luis Romero quizo expresar su posición a través de LA NACION y siempre tuvo la posibilidad de hacerlo, pese a que por entonces sus ideas marchaban por un camino distinto.

La escritura de estos editoriales amplió notablemente su perspectiva de historiador de la cultura occidental. Por entonces estaba centrada en la trayectoria del núcleo europeo y americano. Aunque ciertamente no desconocía el tema del mundo colonial –la cita de Kipling sobre “la carga del hombre blanco” era uno de sus clásicos– no lo seguía en detalle. Al escribir estos editoriales, el tema de la conflictiva descolonización de posguerra se le impuso y lo obligó a interiorizarse de las distintas realidades de lo que empezaba a llamarse el Tercer Mundo.

Es significativo que el primero de los editoriales estuviera dedicado a trazar un panorama de los conflictos y las fuerzas en pugna, e incluyera una opinión muy categórica acerca de los derechos de los pueblos coloniales a decidir sobre su futuro. Vale recordar que mientras Gran Bretaña había elegido un camino pacifico y resignado, para desarmar su imperio y conservar las mejores relaciones dentro de Commonwealth, en Francia predominó la posición intransigente, primero en Indochina y luego en Argelia.

La amenaza nuclear

En ese texto ya aparece un vocero de ese Tercer Mundo, un pakistaní que pronto será relevado por el líder indio Jawāharlāl Nehru. Aparecen también las tensiones en el bloque del “mundo libre”, con la presencia crecientemente hegemónica de Estados Unidos. Pero el gran tema es la “Guerra Fría” entre el mundo occidental y el bloque soviético, que dirimen sus conflictos combinando la negociación diplomática con la posibilidad, siempre latente, de un conflicto abierto, que necesariamente sería nuclear.

José Luis Romero lo miraba desde un borde: Buenos Aires, donde la amenaza nuclear era menor, aunque también allí, en cierto modo, ese conflicto se dirimía. Esa posición marginal era un inconveniente y también una ventaja. Dificultaba el conocimiento instantáneo y vivencial, pero posibilitaba la mirada panorámica y más serena. Lo mismo le sucedió como historiador de la Edad Media europea: le fue difícil el acceso a los libros, pero pudo desarrollar una mirada de conjunto del mundo occidental que superaba la estrechez de las historias nacionales entonces dominantes. Escribiendo estos editoriales –con los que se ganaba la vida– esa mirada sumó esos universos complejos, provisoriamente llamados “Tercer Mundo”, y adquirió una dimensión mundial.

Los textos reflejan una manera de ver las cosas a mediados del siglo pasado. Son el testimonio de un testigo. Hoy, estos textos son algo más: la Guerra Fría, que creímos superada, emerge en un mundo inestable que, como el de 1954, busca cómo restablecer las bases de la convivencia. En este espejo de la historia cobra alguna nitidez un presente confuso y amenazante.

LA CRISIS DEL SISTEMA COLONIAL Por José Luis Romero

El debate sobre la proposición presentada por la Argentina en la Conferencia Interamericana de Caracas acerca de los territorios sometidos a la soberanía de potencias extra continentales permitió impulsar la amplitud del sentimiento americano frente al régimen colonial. Cuesta trabajo pensar que pudieran hallarse en la actualidad argumentos valiosos para defender una situación de hecho que contradice notoriamente la educación política de los países de nuestro hemisferio y se opone, además, a ciertos principios fundamentales que cobran mayor vigencia cada día en el mundo, aun por encima de situaciones de hecho más graves y difíciles que las que caracterizan a las llamadas colonias americanas.

Tales principios, reiteradamente expuestos en los organismos internacionales, aunque no siempre recibieron adecuada sanción, constituyen ya, sin duda, convicciones profundas que van ganando terreno cada día. Afirman el derecho imprescriptible de los pueblos a decidir libremente su destino y arraigan no solo en el seno de las comunidades que aún sufren el yugo extranjero o ven sufrirlo a sus hermanos de raza o religión, sino también en la opinión pública de todos los países civilizados, incluyendo la de aquellos que aún mantienen vastos dominios coloniales.

En rigor, solo circunstancias de hecho explican la permanencia de tales situaciones. Pero es innegable que aquellas tienden también a modificarse –especialmente después de la Segunda Guerra Mundial–, como lo prueba la decisión que adoptó en su oportunidad Gran Bretaña respecto a sus antiguas posesiones de la India, Pakistán, Birmania y Ceilán, así como las fórmulas que otros Estados hallaron para resolver su propia situación. Es indudable que no podían dejar de pesar en el ánimo de los estadistas británicos los formidables intereses que comprometía tal decisión, adoptada, sin embargo, no solo por la presión de las circunstancias, sino también por lo que el canciller de Pakistán, Sir Zafruliah Kahn, definió en un debate de la VI Asamblea General de la UN como una “fe política única y sin precedentes en la historia constitucional”.

En dicha reunión –celebrada en París en noviembre de 1951– el mismo estadista caracterizó el colonialismo como “una falsa noción, un principio vicioso y una relación inmoral que persiste en infectar los canales del intercambio humano, fomentando males y desórdenes”. Se recordará que en aquella ocasión el bloque de naciones arabioasiáticas planteó en la Asamblea de la UN la necesidad de afrontar el caso de Túnez y Marruecos. El ambiente general parecía favorable a la discusión de los problemas coloniales. Indonesia había proclamado su independencia apenas un año antes y Libia surgía a la vida independiente en aquellos mismos días. Pero la Asamblea evitó un tema que comprometía a las grandes potencias occidentales en un momento en que la guerra de Corea obligaba a mantener firmemente su unión frente al bloque comunista. Y los esfuerzos de los países arabioasiáticos en favor de las comunidades de su misma religión resultaron infructuosos, quedando postergado el problema para la reunión siguiente de la Asamblea.

Cuando se celebró esta, a fines de 1952, la cuestión volvió a plantearse por los mismos promotores y con más acentuada insistencia. Francia, directamente afectada por el problema, declaró por intermedio de su canciller de entonces, el Sr. Schuman, que la UN carecía de jurisdicción para juzgar la administración francesa en Túnez y Marruecos, y calificó de “problema interno” el conflicto que enfrentaba con el movimiento nacionalista de aquellos territorios y que complicaban la amenaza y el temor de una solapada intervención comunista en el pleito. El punto de vista francés –al que se adhirió Gran Bretaña cuando se trató el asunto en la Comisión Política– colocaba el problema en un terreno jurídicamente inobjetable: el organismo internacional no podía desconocer los tratados que unieron los territorios del norte de África con Francia. Pero quienes creían que el prestigio de la UN estaba unido a su capacidad para afrontar tales cuestiones sostuvieron que el problema afectaba a los “derechos humanos” y que, en consecuencia, correspondía a la Asamblea considerar el caso. Tal fue la indicación del delegado noruego.

El régimen colonial parecía aún en el siglo pasado un sistema legítimo, y un ilustre poeta inglés pudo definir los esfuerzos de los países occidentales en territorio de otra cultura como “la carga del hombre blanco”. Este principio de legitimidad es lo que ha entrado definitivamente en crisis y ha sido reemplazado por el derecho de autodeterminación de los pueblos, en el que se descubre una radical evidencia. Podrán las circunstancias de hecho demorar su reconocimiento unánime; podrán acumularse ocasionales argumentos en favor del mantenimiento de viejas y ya casi insostenibles situaciones; pero es innegable que el principio de coloniaje ha caducado ya en las conciencias y puede preverse que no tardará mucho en caducar también en el plano de la realidad.

Publicado en La Nacion el 10 de mayo de 2025

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