El odio regado sobre políticos tradicionales, periodistas, medios de comunicación y enemigos elegidos no es un tema menor, es una política que forma parte de un plan de destrucción de la democracia y las instituciones que la sustentan desde hace siglos.
El máximo objetivo no ha sido reconocido formalmente por el presidente Javier Milei pero aparece una y mil veces en su comportamiento cotidiano. La elección de la irracionalidad y los insultos como la base de la descalificación del “Otro”, es una tendencia cuasi internacional, alimentada por el uso descalibrado de las herramientas de las nuevas tecnologías.
Aunque funciona desde hace, por lo menos, una década y media, el tejido de las redes -con la anuencia de varios millonarios dueños de empresas tecnológicas- se ha convertido en el arma principal de una guerra inadvertida por el conjunto de la clase política que pierde elecciones, sin “aggiornarse” para entrar en ese campo de batalla.
Mientras tanto una maquinaria de trolls -bajo la dirección de un adelantado en la manipulación de las emociones de diversos sectores humanos- repostea los X (twiter) lanzados por el máximo poder político, dobla las apuestas, empioja la cancha y desparrama tachos de excremento en base al “divertimento”. Crean impactos burlescos que lanzan desde Tick Toc, la plataforma preferida de las jóvenes generaciones para sentir una libertad y una alegría que ignoran el nivel de daño social.
Los simpáticos y atrevidos “influencers” de un principio han pasado a ser los directores de una orquesta propia compuesta por un conjunto de “seguidores”, dispuestos a alienarse, tocar la misma música en busca de una presunta identidad y de un sentido falso de la libertad. Navegan en la irracionalidad. Algunos de ellos alcanzan a tener más poder que la línea de ministros del gobierno. Es más, se arrogan los despidos de los funcionarios.
Los millones de seguidores, como bien indica el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, son los nuevos esclavos del poder disciplinario que fabrica cuerpos “dóciles”. No portan datos o información inteligente como creen, son apenas “portadores de energía” que acicatean las peores emociones humanas. Las encuestas sobre las emociones y las disconformidades fueron la base para la construcción de un “corpus selectivo” de mensajes destinados a exaltar la ira, la rabia, el descontento individual, y sobre todo la crueldad y la perversión contra todo lo que odian. Creen ser “libres, auténticos y creativos”, porque cada uno “se produce y se realiza a sí mismo”, señala Han. Presumen de no recibir órdenes y, sin embargo, resultan ser los dóciles preferidos para la manipulación.
Los avances de Milei sobre los medios de comunicación tienen otro objetivo bien claro, y aquí hay que desmenuzar el cruce entre lo analógico y lo digital. ¿Por qué Milei ataca a los medios de comunicación tradicionales? Simplemente porque sobrevino la era digital, y esta funciona en una carretera diferente que admite la velocidad y pretende dejar atrás los funcionamientos mecánicos. Son viejos, a su entender.
¿Por qué ataca a los periodistas? Porque los medios electrónicos y de papel (diarios, radio, televisión, incluso algunos sitios intelectuales) son los que permiten la opinión, las críticas, los análisis, y resuenan más fuertemente que en las redes. Hay en estos espacios posibilidades de usar el pensamiento, investigar, debatir distintos puntos de vista, y usar los archivos para actualizar las memorias de los profesionales. Son racionales, cuestionadores, desarrollan ideas. Por eso molestan al poder de turno, poco democrático y muy soberbio.
En el ámbito del “ganado laboral”, en cambio, sus integrantes han sido entrenados para formar parte de una colonización digital, donde la velocidad de las redes que manejan los obliga a ser breves y contundentes. Los mensajes quedan en la superficie, no duran demasiado tiempo, son olvidables a la brevedad. Sus operadores se habitúan a la superficialidad, aunque sean imbatibles en la inmediatez de la transmisión de datos e información. En realidad, son campanas de llamada, como el ícono de las notificaciones. Pasó algo, nada más, a menos que organicen hilos que nadie lee hasta el final porque lo digital es así: no permite profundizar.
Milei dice: “Estos hijos de puta de los periodistas me han tergiversado. Yo dije peronistas, no periodistas. Igual, son todos unos hijos de puta”. Nada más, y nada menos que eso. Luego espera la reacción, parado en el monte de la incorrección política. Y amenaza: “La gente no odia lo suficiente a los periodistas. Todavía”. Pocas palabras, graves. No se puede dejar pasar.
El hombre que llegó inesperadamente a la presidencia de un país recontra castigado por el desdén, el desprecio, las amenazas llevadas hasta las últimas consecuencias por los cuatro gobiernos kirchneristas, tiene bajo el brazo más de lo mismo. O peor, ahora rigen las redes sociales. Resulta brutal porque se escuda en la espontaneidad, parece genuino, desacartonado, muestra los rasgos sugeridos por los que promueven el estilo de políticos nacionalistas populistas.
Socios y amigos del Club Político Argentino, del cual soy socia, aportaron frases para llamar la atención de los insultantes. “El odio no sólo te vuelve ciego y sordo, sino increíblemente estúpido” (Konrad Lorenz, en “Les Huit Péchés capitaux de notre civilisation”). “El odio es la venganza del cobarde” (George Bernard Shaw, en Major Barbara). Milei merece que se le aplique la frase de André Maurois: “La grosería es la astucia de los tontos y la contradicción su sutileza”. ¿Conocerá a estos autores?
Su vocabulario es corto. En una sola intervención, dijo: 3 veces “hijos de puta”, 1 vez “la reputa madre que te parió, zurdo de mierda”, 2 veces atacó con “mandriles”, 4 con “pelotudo/pelotudez”, 1 “boludo”, 4 “carajos”, 2 “imbécil”, 3 “estúpidos”, 1 “econochantas”, 1 “ensobrados”: 1 “sindigarcas”, 3 “cagar”, 7 “zurdo/comunista”, 6 “mierda”, 1 “fucking”, 2 “simios”, 2 “bestias”, 1 “pedo”, 1 “delincuente” y 1 “primate”.
Insultos gratuitos por la vocación de amedrentar, como un patotero, un barrabrava fuera de la cancha. No es la mejor faceta para un presidente. Su propósito es generar miedo. Usa su ira, su rabia, su irritación en evidente descontrol.
¿A quién quiere dar miedo? Puede sorprender a una mayoría, desagradar en primera instancia, pero la mayoría racional de los argentinos lo mira desde el hombro: ya nos hemos codeado con el miedo muchas veces.
En síntesis, en la actual gestión se quiere llegar demasiado lejos: destruir las instituciones, revolcar la cultura argentina, eliminar los medios de comunicación y las voces críticas, ignorar transformaciones en la educación, dejar que los viejos se mueran de hambre, negar el futuro a los jóvenes, desbaratar la productividad y el crecimiento nacional, y quitarle todo el valor a la democracia.
Todo eso, bajo la falacia de la libertad de la que podrán disfrutar solo quienes estén de acuerdo con el autoritarismo y el espionaje interior que parece avanzar con inmensas sumas de dinero.
Publicado en El Parlamentario el 4 de mayo de 2025.