Hace cien días que Donald Trump volvió a sentarse en el Salón Oval de la Casa Blanca.
Parecen muchos más, y de hecho lo son, porque apenas ganó las elecciones –y aun faltando meses para asumir la presidencia– ya era protagonista del escenario político global con sus declaraciones sobre Groenlandia, Canadá, México y los posibles aranceles.
Por eso, algo difícil de aceptar es que haya sorprendido.
Trump está haciendo exactamente lo que prometió reiterada y enfáticamente. Además, no arranca desde cero.
También lleva consigo el aprendizaje de sus primeros cuatro años y el tiempo que pasó en la oposición, durante el mandato de Joe Biden.
Ese ciclo completo –gobierno y resistencia– le dio a Trump y a su núcleo duro un conocimiento más profundo de lo que realmente es el Deep State estadounidense. Por eso, el avance en política doméstica ha sido más veloz que en el frente externo.
En su país Trump cuenta con el control de ambas cámaras del Congreso, lo que acelera la toma de decisiones y evita dificultades importantes.
Además, de una Corte de Justicia bastante favorable, enfrenta a un Partido Demócrata fragmentado, sin liderazgos visibles ni capacidad de articular una respuesta eficaz.
Por ahora, sus principales escollos son el Poder Judicial y los grandes medios de comunicación.
Trump enfrenta obstáculos reales, pero que hasta aquí no han sido suficientes para frenar el impulso de sus políticas.
Política exterior: cambiar todo sin pedir permiso
En el frente internacional el escenario es más áspero. Allí operan actores con peso específico y trayectorias propias.
También hay liderazgos firmes y países con recursos suficientes para sostener sistemas de alianzas que se han reconfigurado, muchas veces, al margen de Estados Unidos.
Trump eso no lo tolera. Quiere romper ese status quo, y lo está intentando con el estilo disruptivo que siempre lo definió.
El primer resultado de este cambio es que hoy ningún país puede volver tomar una decisión estratégica relevante sin preguntarse –al menos- cómo reaccionará Washington.
Esto, que suena a obviedad, no lo fue en los últimos años, sobre todo en la gestión de Biden.
El caso más grotesco fue el de los hutíes en Yemen: una milicia que ni siquiera controla su propio territorio y que decidió lanzar misiles contra barcos estadounidenses en el Mar Rojo, afectando una arteria clave del comercio internacional.
¿Reacción? Ninguna demasiado relevante. Incluso, al dejar la presidencia, Biden firmó un decreto que los retiraba de la lista de organizaciones terroristas. Inexplicable. Eso cambió de forma radical y ejemplificadora.
Trump no ha dejado de bombardearlos, como mensaje directo para cualquiera que decida atacar a los Estados Unidos.
Las alianzas no se heredan, se renegocian
Pero no es sólo Yemen ni el campo de los desafíos militares.
El reacomodamiento incluye a sus aliados históricos.
En 2020 se firmó el RCEP (Asociación Económica Integral Regional), el mayor acuerdo de libre comercio del mundo, que incluye a China, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda.
En ojos de Trump, eso fue una locura: sus aliados en la zona le eliminan aranceles a China mientras mantienen altas barreras contra los productos estadounidenses.
La misma India encarna una de las paradojas. Es miembro activo del QUAD –la alianza estratégica junto a Estados Unidos, Japón y Australia, creada para contener el avance chino en el Indo-Pacífico–, y al mismo tiempo juega dentro de los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái, bloques liderados por China y Rusia.
Es decir, aprovecha su vínculo con Washington para fortalecerse y luego usa ese capital para negociar con ventaja dentro de las estructuras antioccidentales. Una doble pertenencia sin culpa, sin complejos y, hasta ahora, sin consecuencias.
Algo similar ocurría con el T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá). La frontera mexicana seguía siendo un colador para la migración ilegal y el ingreso de fentanilo –que arrasa ciudades norteamericanas–, producto de la cooperación entre cárteles mexicanos y laboratorios chinos.
Canadá, por su parte, no dudaba en aplicar aranceles altísimos —hasta del 298,5%— a productos lácteos estadounidenses. También imponía barreras a la madera, los huevos y bienes agrícolas provenientes del sur mientras se beneficiaba de un régimen de libre comercio con Washington.
Europa, a su vez, pretendía que EE.UU. siguiera pagando la defensa del continente y aumentara su presencia en el conflicto en Ucrania, al mismo tiempo que ellos compraban energía rusa por vías indirectas y dejaba que la industria china arrasara su mercado.
Por si fuera poco, la agenda “woke” y sus pulsiones antiliberales –exigidas con tono moralista desde universidades y ONG internacionales– pretendían que EE.UU. no sólo las financiara, sino que las convirtiera en política exterior.
100 días después ¿Hay logros?
Pocos, aún. Aunque es temprano para una evaluación detallada. Pero en 100 días, Trump logró volver al centro del tablero, poner a rusos y ucranianos a hablar (aunque el final es incierto), obligar a Europa a asumir su presente, y colocar el tema comercial en la agenda global.
El precio ha sido alto, incluso para él. En Canadá, sus posturas empujaron a la oposición y envalentonaron a los críticos.
Rusia ha comenzado a desafiarlo abiertamente, Zelensky hace su juego y China desplegó una estrategia clara: seducir a los antiguos aliados de Washington que hoy están resentidos con el nuevo enfoque norteamericano.
En el plano interno, las encuestas reflejan una baja en su aprobación, menor a la que tuvieron otros presidentes en su período de “luna de miel”.
Los reclamos se multiplican, y el conflicto ya alcanza incluso al presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell con la consabida incertidumbre que eso provoca en los mercados.
Pero Trump no vino a agradar. En el acto de celebración por los 100 días, en Michigan, lo dejó en claro: “Esto recién empieza”.
Antes de discutir si las respuestas de Trump han sido efectivas, hay que reconocer que Estados Unidos había perdido el timón.
Era más una agencia de cooperación al desarrollo que una superpotencia. Y el mundo, mientras tanto, entraba en una fase de violencia dispersa, caótica, y sin autoridad de control.
¿Podrá sobre este tembladeral construirse algo duradero y que aumente la prosperidad?
Cien días bastaron para cambiar casi todo. Esa era la parte fácil.
Publicado en El Observador el 2 de mayo de 2025.
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