El Salón de los Derechos Humanos sigue siendo, hoy por hoy, el corazón del edificio de siete pisos donde se hallan la Corte Suprema de Justicia y algunos juzgados, como el Contencioso Administrativo. En la entrada principal del palacio de Tribunales, al que se accede por la calle Talcahuano, se ubica la estatua llamada “La Justicia”, una mole de tres toneladas de peso y casi cuatro metros de altura realizada por el escultor Rogelio Yrurtia, y que desde 1959 es inspiración de jueces y abogados que transitan por esos pasillos.
Pasado el mediodía de aquel 22 de abril de 1985, hace cuatro décadas, entró por allí y a paso firme, el fiscal Julio César Strassera, llegado a los tribunales para cumplir su misión. Por la mañana, como de costumbre, había leído los diarios, en los que se hablaba del inminente “comienzo del juicio a las ex juntas militares”. También reflejaban declaraciones del presidente Raúl Alfonsín, en las que aseguraba que “las Fuerzas Armadas son leales a las autoridades”. Al llegar a las noticias deportivas, el fiscal hizo una mueca de disgusto: la noche anterior, su querido Boca Juniors había protagonizado un escándalo con derrota incluida por seis goles a cero, en su visita al modesto Guaraní Antonio Franco de Misiones. Había almorzado en un bar de la zona con su amigo Carlos Somigliana padre, un doble intento por aflojar sus nervios, y a la vez ordenar la mente de la mano de su asesor y confidente. Mientras su adjunto Luis Moreno Ocampo y su equipo de jóvenes colaboradores preparaban los papeles para la primera jornada de audiencia, y el fiscal apuraba el enésimo cigarrillo, ya en su despacho, alguien gritó la mala nueva.
–Hay una amenaza de bomba. Hay que desalojar la sala y suspender todo –repitieron los jóvenes miembros del staff, casi sin poder creer lo que estaba pasando. El arduo trabajo previo quedaba sepultado por el miedo a un atentado. La noticia llegó velozmente a la repleta sala de audiencias en la que los miembros de la Cámara Federal ya aguardaban el comienzo de los testimonios.
Una mañana de enero de 2025, Guillermo Ledesma hurga en su memoria y encuentra la simbólica llave que lo lleva hacia aquel momento bisagra. “(Jorge) Torlasco estaba al final del estrado, entonces el ordenanza entra y se lo cuenta a él. Nos comunicábamos con papelitos, y Torlasco escribió: ‘amenaza de bomba, yo me quedo’. El papelito fue pasando, todos firmamos abajo de él”, cuenta con entusiasmo el exjuez. Sin decir una palabra porque, según Ledesma, “si lo decíamos, asustábamos a la gente”, el papel llegó hasta el presidente del tribunal.
–De ninguna manera se suspenden las audiencias. El juicio se hace– definió en su mente Carlos Arslanian. A pesar de las quejas y advertencias de la Policía Federal, el operativo se puso en marcha. El juicio más importante de la historia argentina comenzaría minutos más tarde, trayendo consigo los vientos de justicia que la sociedad estaba esperando.
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El 18 de septiembre de 1985, día de su cumpleaños número 53, Julio César Strassera se preparó para su última y trascendente función. Repasó una y otra vez los argumentos que desarrollaría ante el tribunal. Y dejó un espacio para la espontaneidad, que surgiría como una ráfaga, minutos antes de dejar su despacho y caminar hacia la colmada sala de audiencias.
En su alegato final ante la Cámara Federal, Strassera se concentró en la responsabilidad de cada uno de los nueve comandantes acusados. Luego de pedir que se investigue a los militares de la última junta que, como Reynaldo Bignone o Cristino Nicolaides, habrían “encubierto” los delitos de sus antecesores, Strassera explicó que, a su criterio, Jorge Rafael Videla “tuvo un rol protagónico en la instauración y mantenimiento del aparato delictivo”; que sobre Massera “pesa, además, la sombra trágica de la ESMA, uno de los más horrendos centros clandestinos de cautiverio y exterminio que hubo en el país”; que Agosti era igualmente culpable por “detentar un tercio del poder” como integrante de la primera junta de comandantes en representación de la Fuerza Aérea. Que los demás comandantes tenían responsabilidades menores en asesinatos y desapariciones en el período que gobernaron, pero que aun así les correspondían severas penas.
“Señores jueces, este proceso ha significado, para quienes hemos tenido el doloroso privilegio de conocerlo íntimamente, una suerte de descenso a zonas tenebrosas del alma humana, donde la miseria, la abyección y el horror registran profundidades difíciles de imaginar antes y de comprender después”, dijo Strassera, en tono de confesión, ya en el tramo final de su alegato. Allí, y con un inconfundible “toque (Carlos) Somigliana”, su amigo escritor y dramaturgo, el fiscal recordó que “Dante Alighieri, en La Divina Comedia, reservaba el séptimo círculo del infierno para los violentos, para todos aquellos que hicieran un daño a los demás mediante la fuerza. Y dentro de ese mismo recinto, sumergía en un río de sangre hirviente y nauseabunda a cierto género de condenados”.
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“Este juicio y esta condena son importantes y necesarios para la Nación Argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan hechos políticos o contingencias del combate”, decía el fiscal, en un torrente continuo de frases y argumentos abrumadores por su contundencia.
Llegan entonces los párrafos que quedarán en las retinas y en los corazones de generaciones de argentinos. “Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el gobierno y control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral; a partir de este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los valores en base a los cuales se constituye la nación y su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal. Por todo ello, también este juicio y esta condena son importantes y necesarios para las Fuerzas Armadas de la Nación”, asegura el fiscal. Vuelve, una vez más, a aseverar que no son las Fuerzas Armadas las que están en el banquillo de los acusados, sino “personas concretas y determinadas a las que se les endilgan delitos concretos y determinados. No es el honor militar lo que aquí está en juego, sino, precisamente, la comisión de actos reñidos con el honor militar. Y, finalmente, no habrá de servir esta condena para infamar a las Fuerzas Armadas, sino para señalar y excluir a quienes la infamaron con su conducta”, distingue. Y deja en claro que el juicio, y las eventuales condenas, “son importantes y necesarios para las víctimas que reclaman y los sobrevivientes que merecen esta reparación”, en un guiño a las organizaciones de derechos humanos y una sociedad que aguardaba una sentencia ejemplar.
Faltan unas pocas páginas, y todo habrá terminado. Pero Strassera quería dejar en claro que, esta vez, la justicia llegaría al fin. “Los argentinos hemos tratado de obtener la paz, fundándola en el olvido y fracasamos; ya hemos hablado de pasadas y frustradas amnistías. Hemos tratado de buscar la paz por vía de la violencia y del exterminio del adversario y fracasamos; me remito al período que acabamos de describir. A partir de este juicio y de la condena que propugno nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido, sino en la memoria, no en la violencia, sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad y quizá sea la última”, sentencia.
Y pasa sin demoras a la solemne lectura de sus pedidos de condena. Reclusión perpetua, con la accesoria del artículo 52 del Código Penal, para Videla y Massera; reclusión perpetua sin accesorias para Orlando Agosti, Roberto Viola y Armando Lambruschini; quince años de prisión para Leopoldo Galtieri y Omar Graffigna; doce años para Jorge Anaya y diez para Basilio Lami Dozo. Mientras los comandantes asimilan lo que acaban de oír, Strassera hace una breve pausa, mientras el auditorio contiene la respiración.
El fiscal mira sus papeles, repasa el agregado que, según su hijo Julián Strassera, había hecho a mano antes de abandonar su despacho. Aquellas palabras agregadas con birome y a los apurones que lo harán inmortal. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca Más”.
El auditorio, contenido hasta entonces, estalla en aplausos y gritos que mezclan la emoción con el desahogo. “¡Asesinos! ¡Asesinos!” no deja de gritar una mujer, una sucesión de insultos que hace a Videla levantar la vista hacia el palco. “¡Hijos de puta!”, murmura Viola, el más efusivo y provocador de los acusados. Mientras el presidente del tribunal, León Arslanian, ordena una y otra vez desalojar la sala en medio del caos, Strassera y su adjunto Luis Moreno Ocampo se funden en un extenso y aliviado abrazo, que algún medio de prensa que había criticado el juzgamiento calificará de “vergonzoso”.
Desde uno de los balcones, su esposa Marisa y Julián aplaudían, emocionados y de pie, al fiscal que había dado una muestra de inédito coraje cívico. Al salir del recinto, Strassera se funde en abrazos interminables con su equipo de trabajo, sus familiares, periodistas y asistentes, que comparten un momento único. “Me estoy poniendo viejo”, murmura el fiscal entre lágrimas. Había terminado un extenso, agobiante y escabroso camino para él y la fiscalía toda. Ahora llegaba el turno de los jueces.
El hombre que desafío su propia biografía
El primer Strassera que conocí era una figura algo difusa, en blanco y negro. Los diarios que en 1985 se editaban en el país brindaban generosos espacios a ese hombre de profundas ojeras, denso bigote, pelo peinado a la gomina y un cigarrillo siempre entre los dedos, corajudo como casi nadie para acusar, cuando el miedo aún no era cosa del pasado, a los militares que poco tiempo atrás y desde el poder de facto habían sido amos y señores de la vida y la muerte de los argentinos. Descubrir y repasar aquellos viejos recortes, que con esmero había juntado mi madre –esperaba que, algún día y como periodista, finalmente los necesitase– fue también un viaje interior hacia mis 17 años y la primavera alfonsinista que, por entonces, había despertado en miles de argentinos la esperanza de un país con justicia y libertad plenas.
La idea de contar la vida de aquel discreto burócrata judicial que desafió su propia biografía, y que en una sorprendente metamorfosis se transformó en héroe cívico, me llevó a recorrer, hacia atrás y hacia adelante, las huellas del intenso paso del “Loco” Strassera por la justicia y la política.
Redescubrí al orador de Memoria Activa, pidiendo justicia por los muertos de la AMIA frente a los Tribunales que durante treinta años habían sido su casa. Pude repasar la entrevista que, una década después, le hice para el diario la nacion el día que se afilió al radicalismo. Recordé los homenajes que por suerte recibió en vida, y la fortuita coincidencia que nos cruzó un 2 de abril de 2012, cuando violentos grupos de izquierda manifestaban frente a la embajada británica. “¡Qué barbaridad! ¿A usted le parece? ¿Así vamos a recuperar las Malvinas?”, me comentó con su tono indignado el ya exfiscal, mientras observábamos juntos cómo una bandera británica era reducida a cenizas.
La idea de Julio César Strassera. El hombre gris que gritó justicia había surgido en la pospandemia, aunque la aparición del film Argentina, 1985, en 2022, que motivó un torrente de publicaciones sobre el Juicio a las Juntas y sus protagonistas, obligó a retrasar el proyecto. El surgimiento posterior de una corriente como la libertaria, que pone en cuestionamiento al Nunca Más, convierte a la vida de Julio Strassera en una herramienta de discusión y combate dialéctico al negacionismo, hoy de moda por estos lares.
Publicado en La Nación el 3 de mayo de 2025.
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