Donald Trump no lo sabe, pero es el rostro nuevo de algo antiguo. Nuevo porque la historia siempre es inédita, antiguo porque la historia nunca vuelve a empezar. Tomémosla de lejos, pesquemos en el pasado.
Cuando en el siglo VII el Islam apareció a las puertas de Constantinopla, los romanos reaccionaron uniéndose en torno al cristianismo y combatiendo a las minorías, «culpables» de la decadencia. Cuando el imperio carolingio atravesó sus primeras crisis en el siglo IX, los descendientes de Carlomagno impusieron a sus súbditos severas expiaciones religiosas.
Podría seguir, siglo tras siglo, imperio tras imperio, hasta nosotros, hasta Trump y sus emuladores. También ellos, a su manera, a la manera de nuestro tiempo, piensan combatir la decadencia invocando la sacralidad de su investidura, la eliminación del «enemigo interior», la restauración moral.
Ante tales fenómenos, damos demasiado por sentada la «desaparición de lo sagrado», nos creemos más posmodernos de lo que somos, muy diferentes de nuestros antepasados. Como escribió Mircea Eliade, que de sagrado entendía mucho, lo sagrado está hoy oculto en lo profano, en la política, el espectáculo, el deporte, en todas partes.
Guste o no, los humanos de hoy no sentimos menos necesidad de ello que los humanos de ayer. Trump lo cabalga a lo loco, es la clave de su éxito. El mapa de su triunfo habla por sí solo: las líneas azules del Partido Democrático se concentran en las orillas laicas y cosmopolitas del país, el vientre religioso es rojo republicano.
Religiosa es, en efecto, la parábola trumpiana, religioso el discurso de investidura. ¿Tosco y maniqueo? ¡Claro! ¿Triunfalista y simplista, arrogante y agresivo? ¡Y cómo! De ahí su eficacia. Apocalipsis y redención, pecado y expiación, purificación y salvación: más simple imposible, más «popular» también, un manual de populismo aplicado. Siempre funciona. Isaiah Berlin describió sus rasgos hace setenta años.
Primero: el populismo es una idea de comunidad. «Somos un pueblo, una familia y una gloriosa nación bajo la protección de Dios», explicó Trump.
Segundo: el populismo es antipolítico. Contra el «establishment corrupto», asegura, «devolveré la fe al pueblo». Tercero: el populismo idealiza el pasado. La nuestra «es la mayor civilización de la historia», truena. Cuarto: el populismo promete la regeneración. «La edad de oro de Estados Unidos comienza ahora» y yo, dice, «he sido salvado por Dios para hacerla grande de nuevo».
Quinto: el populismo cree que su pueblo es todo el pueblo. «Toda la nación se está unificando en torno a nuestra agenda», se jacta engañandose.
Ante tanto primitivismo vulgar, ante la cacería a los inmigrantes, la indiferencia por el clima, la homofobia de barra de bar, uno entiende la tentación de amotinarse. Yo también la tengo: Trump es un enemigo de la sociedad abierta en la que creo.
Pero entonces oigo al gurú americano quejarse de los «imbéciles» que le han votado, al fino intelectual europeo burlarse de su «delirio», y me muerdo la lengua: ¿tienen cualificación para dar cátedra de civismo y democracia? ¿No ven que su altivez es la gasolina de que Trump se alimenta?
Un poco como aquella funcionaria kirchnerista que días atrás celebraba la «alegría popular» de los venezolanos: ¡qué cinismo! ¡Y qué lluvia de fichas en la tragamoneda de Milei! ¿Eran más sobrios los mítines de Hugo Chávez que les daban éxtasis? ¿Menos religiosos y más refinados los adorados mítines de Castro? ¿Menos mesiánicas las arengas de los Kirchner?
Trump cerró gritando «libertad, soberanía, independencia». ¡Un peronista más! Son todos caras de la misma moneda.
Vaya broma: quienes creyendose la voz del «pueblo puro» maldecian a las «élites corruptas» ensalzando la «razón populista», se encuentran ahora en el incómodo papel de «élite corrupta» frente a quienes reclaman un «pueblo puro». La rueda ha girado, quien por Gramsci y Laclau hiere, por Laclau y Gramsci perece. ¿Autocrítica? Cero. Imbuidos de clasismo craso, no ven que el clivaje entre pueblo y élite es moral, no social. Y si es moral, capaz que un multimillonario le robe al pueblo que creían suyo.
¿Y nosotros? ¿Los que no nos sentimos ni pueblo ni élite? ¿Nosotros para quienes la vida no es mera dialéctica entre amo y esclavo, conflicto perpetuo entre clase dominante y plebe oprimida? ¿Nosotros para quienes la política no es lo mismo que la moral, la historia no tiene un fin del que alguien se arroga la propiedad? Somos ollas de barro entre ollas de hierro, pero no hay por qué deprimirse.
El populismo es bueno para conseguir el poder, mucho menos para ejercerlo. La restauración moral de los romanos no detuvo a los árabes ni salvó a los carolingios de la decadencia.
Aunque grite y amenace, Trump tendrá que lidiar con la necesidad de mano de obra inmigrante y enfrentar el problema del calentamiento global, descubrirá que no hay decreto que restablezca las golden ages, ni lo conseguirá el machismo o el proteccionismo.
Mucha agua desteñirá su vino, muchos devotos perderán la fe. La abstracción del relato cederá el paso a la realidad de las «cosas», el fanatismo del caudillo deberá medirse con la complejidad del mundo. Aguantémos, ese será nuestro momento.
Publicado en Clarín el 27 de enero de 2025.
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