Entender el derrotero político argentino es siempre desafiante. Lo nuestro no es precisamente la estabilidad: estamos habituados a pasar de la stasis (calma) a la kínesis (movimiento) al ritmo de un humor social vertiginoso. Se suma al cuadro un gobierno novedoso, con un estilo rupturista.
Un concepto de Max Weber puede ayudar a entender mejor el futuro inmediato: la legitimidad carismática. Esa que no se funda en la tradición ni en la ley, sino en la percepción de un líder con cualidades excepcionales. Nuestra historia está plena de ejemplos, que evocan la figura del caudillo de origen árabe, esa que heredamos de España.
Tiene un problema central: su inestabilidad intrínseca, porque depende casi exclusivamente del carisma percibido. De allí que Weber plantea la necesidad de “rutinizarlo”, institucionalizando esa potencia casi mágica, para que pueda proyectarse equilibradamente en el tiempo, y no termine como casi todas esas experiencias.
El caso argentino tiene una complejidad adicional: una dosis de mesianismo, en el sentido que entre las cualidades excepcionales se quiere perfilar lo que tanto San Pablo como Eusebio y otros padres de la Iglesia llamaban Katéchon, término que en griego refiere “al que detiene” (el caos y el desorden) con ayuda de poderes divinos o supernaturales.
El esquema trazado explica no sólo las constantes referencias al Antiguo Testamento en el discurso político oficialista, sino también dos categorías derivadas dominantes en la primera mitad del siglo XX: el decionismo (la decisión prima siempre sobre la ley) y la aplicación constante del dúo amigo/enemigo, como un modo de construcción política agonal.
Pero más que nada, permite entender que un diagrama de poder así se caracteriza principalmente por la falta de un plan sólido, que se apoye en una doctrina jurídica y económica con densidad suficiente para dar estabilidad a una transformación duradera. Es cierto que hay líneas marcadas que hoy aparecen inalterables, como el equilibrio fiscal, la baja de la inflación y el achicamiento del Estado. Pero hay otras tan o más importantes que permanecen en la nebulosa y es probable que se vayan dilucidando Dios sabe cómo.
Estamos en un punto en el que la tosca potencia del ajuste empieza a dejar de ser suficiente. La sorpresa pasó, y el gran desafío ahora es el crecimiento y el desarrollo sostenible. Ese es el baremo que desde años casi ningún gobierno ha logrado superar; con distintas fórmulas, incluyendo la vigente: sea con una “tablita” y un mundial de fútbol, sea con la “convertibilidad” y el desparpajo de una Ferrari, los carismas del caso se consumieron en un punto, súbitamente.
Volvamos a Weber. Rutinizar el carisma es comprender que la inestabilidad no se despeja con otra inestabilidad. Aprendió seguramente de Polibio, quién hablaba de oclocracia: una democracia corrupta, en la que las decisiones son tomadas por la multitud, guiada por las emociones y sin respeto por las instituciones. Ojalá estemos ante el principio de algo bueno y distinto, y no una repetición remozada de lo mismo.
Publicado en Clarìn el 13 de enero de 2025.
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