La peleó hasta lo último porque, por personalidad, por estilo, por temperamento, nunca le gustó entregarse, darse por vencido; incluso hasta cuando sabía que las cartas que tenía en la mano le jugaban en contra.
Seis meses soportó “la mala racha”. No sabemos qué pensó o cómo vivió esa temporada en las penumbras. Ahora sabemos de su muerte y también sabemos que esa ausencia se hará notar. Lo vamos a extrañar. Millones de argentinos vamos a extrañar su voz, su ingenio, su talento.
Recuerdo que allá lejos y hace tiempo conversamos acerca de la corrupción en el periodismo y hasta dónde un periodista es más o menos independiente o más o menos libre. Otra vez conversamos sobre las peripecias de la política criolla. Alguna vez discutimos. Y fiero. No era fácil toparse con Lanata. También sé que conversar con él era un placer para la inteligencia, incluso en el desacuerdo, en la disidencia. ¿Soberbio? Humilde no era; más: cuando se lo proponía podía ser pedante, pero convengamos en que el hombre tenía con qué sostener su autoestima. No era humilde, pero era generoso; no era humilde, pero el dinero ganado en la profesión no lo cambió; no era humilde, pero era valiente.
Recuerdo la “sesión” que sostuvo con el almirante Eduardo Massera. Si la memoria no me falla, creo que fue en un programa de Mariano Grondona. No era fácil torearlo a Massera en los primeros años de la democracia. Los militares estaban derrotados, pero eso era apenas una sospecha. Ese almirante sonriente y campechano que hablaba como un distinguido caballero estaba entero y era un asesino responsable de la muerte de muchos hombres y mujeres. Un asesino que además se dedicó a liquidar a los amantes de sus amantes y otras íntimas delicadezas por el estilo. Lanata lo insultó en la cara. Y en ese instante, les guste o no a sus críticos de derecha o de izquierda, expresó los deseos de toda una generación y de algo más que una generación. Lanata era un invitado de Grondona y Massera participaba desde su casa. En cierto momento conversan los dos: Lanata y Massera. Cruzan algunas palabras convencionales, una pregunta va, otra pregunta viene, y de pronto Lanata le dice sin eufemismos y vocalizando todas las palabras: “Usted es un hijo de puta”.
El programa de Grondona era el más visto en la Argentina de esos años. El más visto o uno de los más vistos, para el caso da lo mismo. Lo cierto es que aquel muchacho insultó “al aire” a uno de los verdugos más destacados y más siniestros de la siniestra dictadura militar. Millones de personas lo vieron. Y además vieron cómo el temible almirante se tragaba la píldora con una sonrisa desabrida, cuando en otros tiempos por la milésima parte de ese insulto el insultador hubiera pasado cómodo a mejor vida en menos que canta un gallo. No quiero exagerar, pero tampoco desconocer las impresiones del momento. Ese insulto proferido a Massera confirmó, por si a alguien le quedaba alguna duda, que la dictadura militar y sus más destacados centuriones estaban derrotados. Lanata perfeccionó simbólicamente con su acto lo que fundó el juicio a la dictadura y a los dictadores.
Más de una vez entre colegas hemos discutido las modalidades del periodismo que practicaba Lanata. Por ejemplo, su inclinación o deslizamiento hacia el show no me gustaba. Admitamos, de todos modos, que se dio todos los gustos, pero admitamos también que en esas idas y venidas, más allá de las luces y los mimos de la fama, el periodista en el sentido más cabal de la palabra siempre terminó por imponerse. Como todo periodista comprometido, logró que muchos lo quisieran y otros lo detestaran, pero en todos los casos resultó imposible desconocerlo. Periodismo de investigación, periodismo documental, periodismo político. Hizo todo eso y lo hizo bien, y en la mayoría de los casos, muy bien. Como todo creador, fundó un estilo propio, intransferible; una manera de relacionarse con la opinión pública; una voz inconfundible, un manejo del humor que a veces era sutil, a veces confrontativo, a veces burlón, pero en todos los casos, muy personal.
El fraseo de Lanata merece una reflexión. Era el fraseo de un hombre culto, de un hombre que hablaba con la cadencia de quien está seguro de lo que dice. En su retórica abundaba lo que convencionalmente se consideran las “malas palabras”. ¿Vulgar, grosero? El estilo “carajeador” en la Argentina no lo inventó Lanata: lo fue Sarmiento, pero también lo fueron el “Gringo” Pellegrini y Marcelo T. de Alvear.
No fue perfecto ni pretendió serlo. Pero fue. Es decir, fue el periodista que con sus inspiraciones, su desenfado, su creatividad, marcó una época, al punto de que resultaría imposible escribir una historia del periodismo en la Argentina sin su presencia. No sé cómo vivió su relación con la fama, pero presiento que en algún punto lo enorgullecía y en algún punto lo hartaba. Me consta que era lo suficientemente sensible como para no dejarse dominar por las burbujas de la gloria, de los reconocimientos pomposos, de los halagos livianos que flotan en aguas playas y a veces no muy limpias. Seguramente estaba satisfecho de sus logros y seguramente habrá habido momentos en los que estaba disconforme, porque le sobraba calle como para saber que todo hombre que merece ese nombre percibe en su intimidad que no todo lo que brilla es oro y que las imperfecciones y algunos defectos y algunos errores tal vez no nos hagan más correctos pero sí más humanos. A ese humanismo Lanata seguramente lo forjó desde pibe. Lo que hizo no lo heredó ni se lo regalaron. Lo realizó a fuerza de talento, de inspiración y de audacia, como se realizan todas las cosas que importan en esta vida.
Por lo que sé, deduzco que desde hace años sabía que su salud no era buena. Más: era pésima, y él mismo alguna vez dijo que con todas sus dolencias era un milagro que estuviera vivo. Lo sabía, claro que lo sabía, pero no lagrimeaba, no se entregaba ni pretendía despertar lástima. Enfrentó los rigores de la salud como enfrentó los rigores de la profesión y los rigores de la vida: con coraje, con esperanza y con una cuota lúcida de humor y resignación.