miércoles 18 de diciembre de 2024
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Mapas que pueden llevar a lugares no deseados

El triunfo de Yamandú Orsi en las recientes elecciones presidenciales de Uruguay provocó en medios de comunicación y redes sociales una epidemia de mapas que dividieron a los países de América Latina en dos colores, según sea de izquierda o derecha el origen ideológico de sus gobernantes. Pero esa clasificación binaria, para la cual Chile y Uruguay tienen la misma apariencia que Nicaragua y Venezuela, puede conducir a error a quien recurra a ella como referencia para la toma de decisiones estratégicas.

El mundo promisorio de fines del siglo XX, aquel de la revalorización de la democracia y el fin de la Guerra Fría, dejó paso a un escenario de crispación, en el que la intemperancia campea de diversas formas, tales como el retorno del belicismo, el establecimiento de tiranías sangrientas –incluso, en algunos casos, bajo mal disimulados disfraces democráticos– y un auge de la polarización como método permanente de pretendida resolución de los problemas y las decisiones de gobierno.

Las prolongadas guerras en Ucrania y Medio Oriente, las duraderas dictaduras en Nicaragua y Venezuela, y la proliferación de liderazgos poco tolerantes con el disenso y los términos medios, con acceso al gobierno en algunos casos –Cristina Kirchner y Javier Milei en la Argentina, Gustavo Petro en Colombia, Andrés López Obrador en México– o capacidad de influir u obstruir los procesos políticos en otros, como Vox y Podemos, los partidos extremistas de derecha e izquierda en España, son apenas un puñado de ejemplos.

Al mismo tiempo, sin embargo, persisten algunos bastiones de convivencia razonablemente armónica, cuyas sociedades, acaso contra la corriente, siguen prefiriendo resolver sus conflictos a través de la búsqueda de comunes denominadores, como le gustaba decir a Raúl Alfonsín, y no de la imposición de mayorías circunstanciales amplificadas por poderosos aparatos de comunicación que insumen recursos dignos de mejores causas.

Los dos ejemplos más cercanos son, precisamente, Chile y Uruguay. El Chile que salió condicionado de la dictadura de Augusto Pinochet lleva casi 35 años de alternancia entre coaliciones de centroizquierda y centroderecha, sin virar hacia ningún extremo y sin que ninguna de ellas se propusiera refundar las reglas de juego del país. Ni siquiera el estallido social de fines de 2019, ni los intentos fallidos de reformar la Constitución en 2022 y 2023 sacaron a los chilenos de su normalidad.

Uruguay, a punto de cumplir cuatro décadas de vigencia ininterrumpida de la democracia, también vivió en la alternancia, no solo de partidos o coaliciones de gobierno, sino incluso de preferencias ciudadanas a un mismo tiempo: la Ley de Caducidad mediante la cual se dispuso en 1986 no revisar los delitos cometidos durante la dictadura que había dejado el poder un año antes fue refrendada dos veces en plebiscitos. La primera ocasión fue en 1989, pocos meses antes de que los uruguayos votaran por un candidato opositor a Julio María Sanguinetti, el mandatario que había impulsado esa norma. La segunda ocurrió en 2009, el mismo día en que la mayoría ratificó en el gobierno al Frente Amplio, la coalición de centroizquierda más refractaria a la Ley de Caducidad.

El actual presidente uruguayo, Luis Lacalle Pou, que en marzo próximo dejará el gobierno en manos de su sucesor electo, el opositor Yamandú Orsi, dio en los últimos días varios ejemplos de esa obstinación, que, por supuesto, no es solo suya, sino que expresa a la inmensa mayoría de sus compatriotas.

“Ahora, si opinás del medio, sos tibio, y me está gustando que me digan tibio, porque hoy el coraje está en el centro, no en los extremos; ser extremista es fácil, lo difícil son los acuerdos”, dijo Lacalle a mediados de la semana pasada, en un discurso televisado.

Un par de días después dio nuevas muestras en la cumbre del Mercosur que se celebró en Montevideo. Para empezar, le hizo un lugar a Orsi, en carácter de invitado especial, algo a lo que no estaba obligado. Luego, en su discurso, hizo un reconocimiento explícito al expresidente Tabaré Vázquez –correligionario de Orsi– por haber iniciado en 2017 gestiones para un acuerdo comercial con China, y remarcó que él retomó esa negociación “creyendo que era el sendero a seguir”. Además, en esa misma alocución, se permitió recomendar a Milei que su llamado a flexibilizar las normas del Mercosur, con el que coincidió, “hay que lograrlo con buen modo, con buen tono”.

Desde luego, no son Chile y Uruguay las únicas islas de moderación en el océano global cada vez más turbulento e intolerante. Allí está Portugal, cuyo presidente, el centroderechista Marcelo Rebelo de Sousa, convivió desde su asunción en 2016 hasta abril de este año con el primer ministro socialista António Costa.

Allí está también Brasil, donde ni el fuerte liderazgo personal del presidente Luiz Inácio Lula da Silva ni el breve interregno de Jair Bolsonaro lograron desviar a la gran mayoría de la sociedad del amplio centro donde desde hace décadas se juegan las decisiones y los conflictos políticos. Sin tener jamás mayoría propia, Lula basó su primer período de esplendor –sus presidencias en 2003-11 y las de su sucesora, Dilma Rousseff, en 2011-16– en una férrea coalición electoral y gubernamental con el Movimiento Democrático Brasileño (MDB, el partido de centro que era entonces, y sigue siéndolo, el más numeroso del país) y en una disposición permanente a acordar con el Congreso. Rota la alianza con el MDB a partir de la destitución de Rousseff, Lula volvió al gobierno en 2023 de la mano de un conjunto de acuerdos con fuerzas más pequeñas, algunas de ellas incluso de centroderecha, con las que convive en un gabinete variopinto.

En cuanto al mapa latinoamericano, sería mejor echar mano a una paleta cromática bien diversa incluso para pintar solamente a aquellos países gobernados por dirigentes provenientes de la izquierda. Si el Chile de Gabriel Boric y el Uruguay de Orsi podrían compartir un color –que tal vez podría aplicarse también al Brasil de Lula–, marcadamente diferente del de la Nicaragua de Daniel Ortega y la Venezuela de Nicolás Maduro, ninguna de esas dos tonalidades explicaría con fidelidad a la Bolivia de Luis Arce, la Colombia de Petro, la Honduras de Xiomara Castro o el México de López Obrador y su sucesora, Claudia Sheinbaum. Y cada uno de estos ofrece matices singulares.

Aunque aparezcan señalados con el mismo color, no es lo mismo comerciar, negociar acuerdos políticos ni residir en cada uno de esos países.

 

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