Está en boga eso de que las formas en el poder no tienen ningún valor. No es nuevo: Argentina lo vivió con intensidad durante los noventa. El argumento es que sólo importa el fondo; se trata de hacer (“roban pero hacen”, se llegó a decir con desparpajo) y no tanto el ornamento ridículo de leyes e instituciones, meros estorbos para la ejecución.
Vale la pena recurrir a NIETZSCHE: decía que la forma es lo que limita y contiene; por eso que es esencial para que el fondo logre su expresión más acabada. Es lo que permite que mejor se muestre el contenido; es el límite que potencia y encarrila la acción, evitando desbordes y malformaciones.
Es ese el rol del orden jurídico; ni más ni menos. Burlarlo es como querer construir una casa sin un plano, o andar por la vida sin un mapa o una brújula. Si repasamos los temas medulares de este año de gobierno, el denominador común es la falta de forma y plan: desde la extinción del Banco Central, pasando por la dolarización, siguiendo por la privatización de AEROLÍNEAS, el despido de miles de empleados de la ex AFIP y la designación de jueces cuestionados en la Corte Suprema. Puro anuncio sin eficacia. No es el método cartesiano de la prueba y error; es el método de avanzar a los yerros, a tientas y sin forma.
Está claro que vivimos un cambio de ciclo, en Argentina y el mundo. Más que la política, lo grafica muy bien la venta reciente de un cuadro: el hijo de un magnate cripto acaba de pagar 6.2 millones de dólares por una “obra” de MAURIZIO CATTELAN, que trata de una banana pegada con cinta adhesiva en una pared, para comérsela. Los mensajes son varios, pero a nuestros fines: detrás de “no importa la forma”, se abre paso el nihilismo; la transfiguración de los valores vigente, ante su fracaso aparente. Es el anhelo de cambio, pero no en clave superadora, sino como señal de descontento de quiénes odian todo lo existente, simplemente porque existe.
El problema del planteo resentido es la fugacidad. Es un punto de vista del que está huyendo constantemente de las grandes perspectivas que exigen saber esperar. Quieren la felicidad inmediata y en cuanto tales, carecen de existencia consistente; son algo pasajero que no instituye nada. Por eso no sorprende la melange ideológica que pretende revivir cuadros que debieran estar perimidos: entre risa y estupor, vemos el intento por reavivar un pensamiento y un estilo que desde el nihilismo intentó imponer la cultura del súper hombre, de la verdad traducida por iluminados, esa que no se cuestiona porque es una revelación, más que una verdad.
Es fondo y forma. Las modas van y vienen, pero los problemas siguen ahí. La ética de la responsabilidad exige resolverlos respetando el equilibrio de esa conjunción, y no perderse en la ilusión de estrellas fugaces. Aquí el rol de la oposición, de la prensa y la opinión libre, para que el gran esfuerzo argentino sea futuro promisorio y no devenga en desvarío. Ese que ya vivimos en los noventa.