El “síndrome metropolitano” argentino procede de la relación disfuncional entre las jurisdicciones de la región que contiene el 40% de la población nacional en un 5% de su territorio: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –Capital Federal–, su provincia homónima y el anillo que rodea a la primera: el GBA o conurbano bonaerense (CB), que concentra el 70% de la población de la segunda. De los casi 47 millones de habitantes de la República Argentina, un poco más de 3 residen en la CABA, 17 y medio en la PBA, y de estos, casi 11 en el geográficamente difuso e indefinido GBA. Casi 21 millones entre las dos Buenos Aires, y 11 en el CB de la Capital. Un dato adicional: el 40% de la pobreza que alcanza al 50% de su población en ese estatus se concentra en el CB.
No es difícil adivinar que se trata de un statu quo deletéreo que esporádicamente se denuncia, pero que nuestro cortoplacismo exasperante olvida y difiere. No vamos a remontarnos demasiado a sus orígenes históricos de larga duración. Arrancó entre los 60 y 70, cuando las políticas de estabilización operaron sobre los subsidios a economías regionales como la producción azucarera tucumana o la crisis del algodón chaqueño. En el primer caso, se rompió la compuerta demográfica diseñada durante la fase final de la Organización Nacional para tornar el sistema político lo más verosímil posible al federalismo constitucional. El segundo se relaciona con los cambios tecnológicos de algunas ramas textiles durante la modernización desarrollista. Lo cierto es que un nuevo torrente humano del NOA y del NEA se derramó sobre los grandes conurbanos, y obviamente en el metropolitano.
La pobreza incipiente indujo allí a los primeros experimentos territoriales “colectivistas” inspirados por los sacerdotes del tercer mundo y por algunos militantes de base encomendados a configurar las “organizaciones de superficie” de la guerrilla urbana. Luego, ya durante el último régimen militar, la expulsión de varias villas de la Capital y la simultánea prohibición del histórico sistema de urbanización por loteos en el GBA. En el medio, una olla a presión de familias que no retornaron a sus terruños, sino que se refugiaron hacinadas en las viviendas de sus parientes o allegados del GBA.
A partir de la democracia, la descompresión anómica detonó ocupaciones territoriales masivas en zonas poco aptas para la habitabilidad humana. Auspiciadas, otra vez, por sectores filoeclesiásticos, aunque también por dirigentes políticos, gremiales o territoriales que pergeñaron nuevos “asentamientos”. Ya no se trató de una experiencia transitoria, sino de una vasta reorganización social a partir de esa novedad resistente a los paliativos gubernamentales: la pobreza endémica procedente de todos aquellos a los que la reestructuración económica comenzada hacia fines de los 70 arrojó a la desocupación o al empleo precario.
Se conformaron agregados étnicos, religiosos, deportivos, laborales o delictivos profesionalizados. Todos terminaron referenciándose en un líder territorial con experiencia en negociar con municipios recursos para “subsistir”: desde alimentos, atención sanitaria, contratos laborales precarios en las alcaldías, y la promesa de integración racional de los nuevos barrios trazando calles, lotes, pulmones y sitios de atención estatal. Pero el extravío de un patrón de crecimiento y desarrollo impidió la concreción de esas metas, y el nuevo orden no solo se consolidó, sino que mostró sus dientes filosos en los estallidos de 1989 y 2001.
Ya en las postrimerías de los 2000, un kirchnerismo económicamente exhausto y resignado al estancamiento emprendió una estrategia de prevención sucesora de la de Perón respecto de los sindicatos en los 40, esta vez con “los pobres” mediante una reforma de las dispersas políticas asistenciales clientelizadas. Sus tres dispositivos fueron la AUH, las jubilaciones anticipadas y, por sobre todas las cosas, la “cooperativización” de los trabajadores informales mediante entidades que desde la Nación apuntaron primero a las intendencias y luego a las “organizaciones sociales” pergeñadas desde el poder.
No está claro si se trató de un experimento fallido o de un diseño deliberado para convertir al GBA en el bastión inexpugnable de un “partido de los pobres” con sede en ese contorno metropolitano. Lo cierto es que reelegida en 2011 la presidenta Fernández encendió el mecanismo: los viejos punteros fueron absorbidos en los organigramas de los municipios y las organizaciones sociales se encargaron de administrar no a una potente “economía social”, sino a legiones de militantes ritualmente movilizados para alimentar su maquinaria corporativa neofilantrópica. Una suerte de mendicidad ritual de intercambio de recursos por “paz social” con gobiernos aterrados por la reedición, a raíz del estancamiento comenzado en 2012, de estallidos como los de 1989 o 2001.
El intento de encuadrar todo el régimen en la megaorganización Unidos y Organizados se desplomó en medio del fracaso gubernamental y la crisis de conducción tras la muerte de Kirchner. Los rigores de la cuarentena se encargaron de desenmascarar la falacia del “Estado presente” obligando a cientos de miles a “rebuscárselas” para sobrevivir sin depender de los mendrugos y las extorsiones. Muchas de sus consecuencias culturales se tradujeron en el desenlace electoral del año pasado. Otras nos remiten a zonas controladas por organizaciones delictivas, entre las que sobresale el narcomenudeo, cuyas diversas franquicias ofrecen trabajo a decenas de familias y que tributan, vía la policía, a la burocracia política local.
En su cima provincial, el síndrome enfrenta la reedición de uno de sus repertorios clásicos. Proceden menos de la sucesión de catástrofes del siglo XX que de sus lejanos cimientos, hace más de 123 años. Un gobernador que aspira a la presidencia cuestionado por su jefa política, y un elenco dirigente que recorre los pasillos del laberinto sin capacidad de descubrir su lógica profunda: la virtual inexistencia de la PBA, su anomia burocrático-administrativa y una fisiología institucional mefistofélica diseñada para sepultar las aspiraciones presidenciales de mandatarios sentenciados. La parábola se repite con los intendentes que anhelan la gobernación.
Y en el medio, la práctica resignación ciudadana de aguardar de nuestros dirigentes una pizca de grandeza –salvo los pocos que postularon algunas propuestas de resolución tan interesantes como rápidamente archivadas– y la esperanza de fondo: una descongestión demográfica a instancias de los polos de desarrollo factibles merced a nuestra riqueza potencial. Sus brotes ya se perciben en regiones que emanan un clima de prosperidad distinto del delirio congestivo del GBA; este ha tendido a ralentizar su crecimiento, como lo prueban los datos censales de 2022.
Así y todo, siguen arribando inmigrantes de las provincias pobres y de varios países limítrofes alimentando la maquinaria que invierte el discurso de sus “barones” microprovinciales nepóticos y patrimonialistas. Una cínica y sistemática transferencia de ingresos desde colectivos marginales “subsistentes” hacia supermillonarios neofilantrópicos que extraen, mediante lucros ilegales, la sustitución de sus magras recaudaciones impositivas y de una coparticipación provincial contraria a la autonomía federal establecida por la Constitución.
Publicado en La Nación el 19 de noviembre de 2024.