Una vieja amiga acá en Washington me dice que siente la victoria de Donald Trump como la muerte de un familiar. Está de luto, igual que la mitad, casi, de sus compatriotas, igual que otro amigo norteamericano que me cuenta que se le rompe el corazón.
La otra mitad se carcajea. No tanto como Vladímir Putin, quizá, pero se ríen con ganas. Igual que el líder ruso, viven la victoria de la vaca naranja como una venganza. Se sentían humillados. Ya no.
“¿Perdonalos, señor, no saben lo que hacen?” me pregunto. Bueno. Es verdad. No saben. Tampoco tienen que ser malas personas los que votan por Trump. Solo son gente que se deja llevar por los instintos, como niños. O como hinchas de un equipo de fútbol que en la vida normal se comportan como gente grande pero, cuando meten la nariz en la política, se dan permiso para ser irresponsables, como el futbolero durante un partido.
No es la economía lo que determina cómo votan, aunque eso sea lo que digan a los encuestadores. La economía estadounidense va como una locomotora. Algunos se lo pasarán peor que otros -normal- pero la inflación baja y para la mayoría las cosas van bien. Decir que la economía es la clave es un intento de dignificar y racionalizar lo que es en realidad un impulso emocional.
La humillación es lo que une a Putin, a Trump y a los votantes de Trump. Para Putin, como no nos deja de recordar, lo que más le motiva en la vida es vengar el triunfo del imperio occidental en la Guerra Fría. Para Trump, el motor es vengarse de sus enemigos en Nueva York, donde nació y se crió, donde la gente fina de Manhattan le trató siempre con desprecio, le tachó de craso, tonto y vulgar.
Ellos se rieron de él. Ahora él se ríe de ellos, él y sus fieles, para quienes Trump se convirtió en el emblema de su resentimiento hacia las élites, votantes demócratas en su gran mayoría, gente de un buen nivel educativo como, por ejemplo, Kamala Harris y Hillary Clinton que los desprecian a ellos, las grandes masas, casi tanto como a Trump. Y no se equivocan. Les desprecian de verdad.
¿Por qué? Porque como Trump, devoto de McDonald’s, comen mal y son obesos y no van al gimnasio. Porque son incultos, ven telebasura, no tienen ningún concepto del resto mundo (pasaportes, ¿para qué?), y porque no han sabido asimilar las ideas culturalmente correctas de Nueva York y California sobre el feminismo, el matrimonio gay, el tema trans.
Y los que se han identificado con Trump, suficientes de ellos para darle la victoria electoral, saben muy bien que durante demasiado tiempo demasiados de sus compatriotas les han tratado con superioridad moral, cultural e intelectual. Y tienen razón. Y eso lo odian. “I am your retribution”, dice Trump. Soy vuestra venganza, vuestro desquite, vuestro justo castigo. Y eso les encanta. Ahí está el secreto del éxito de Donald Trump.
Un ejemplo entre millones. El domingo pasado por la tarde hablé con tres mujeres en un restaurante de Pensilvania. Simpáticas y risueñas, se les pusieron los ojos chiquitos y se les torcieron los labios cuando les pregunté por qué iban a votar a Trump. “Porque Harris dice que somos basura,” respondieron en unísono. Pero, respondí, fue Joe Biden, no Harris, quien lo dijo. “No hay ninguna diferencia. Son lo mismo. Igual que Hillary Clinton, cuando nos llamó ‘deplorables’ en 2016. La castigamos a ella también.”
Ese mismo domingo había estado en Allentown, también Pennsylvania, el estado decisivo que acaba de ganar Trump. Harris estaba por llegar a un estadio a dar un discurso y había una cola larga de demócratas desfilando hacia la entrada. Al otro lado de la calle había un grupo de unos 50 votantes trumpistas, casi todos hombres.
Se reían de los demócratas. No de manera agresiva pero sí burlona, adolescente. Igualito, pensé, que seguidores de fútbol cuando se mofan de los hinchas de un equipo rival. No dudo que estos tipos sean buena gente en sus vidas normales, como las tres mujeres en el restaurante, o que estarían igual de dispuestos que un votante demócrata a ayudarme en caso de que sufriera un accidente de coche.
Pero lo que más me llamó la atención fue la diferencia entre unos y otros. Los trumpistas estaban alborotados, los demócratas caminaban en silencio. Los trumpistas no tenían el más mínimo concepto de lo que había en juego para Estados Unidos o para el mundo. Los demócratas transmitían un solemne sentido de misión.
Que la democracia, que la salud pública, que Ucrania, que los palestinos: los trumpistas, ni idea. Ninguna de estas cuestiones entraba dentro de sus cálculos electorales. No había cálculos. Era, en el fondo, puro sentimiento: este es mi equipo, nos ganaron la otra vez, se burlaron, ahora nos toca a nosotros. ¡Jódanse!
Ahora que ha ganado Trump el peso del odio y el resentimiento se sentirá del otro lado. Y desprecio, más que nunca. Confieso que lo comparto. Por más que detesten a las élites demócratas, hay una alternativa. No votar a Harris, y ya. No hay manera de justificar la irresponsabilidad, el mal gusto, el pésimo juicio de pensar que un cretino ignorante, infantil, narcisista y sin principio alguno, que un hombre de 78 años que el fin de semana pasado simulaba sexo oral con un micrófono ante las cámaras de televisión, sea digno de ser presidente de Estados Unidos.
Al final, el problema no es Trump. El mundo está lleno de imbéciles. El problema es la gente, más de medio país, que lo vota. Entiendo por qué lo hacen pero no: no lo perdono. Viví en Estados Unidos cuatro años. Llevo desde la infancia viajando aquí. He entrado por las fronteras norte, este, oeste y sur más de 20 veces. Admiro Estados Unidos, por muchas razones. Pero no me gusta. Lo siento por mis muchos amigos aquí, los que están de luto. Saben —los otros no– que son el hazmerreir y el hazmellorar del mundo. Estoy triste por ellos. Pero si puedo, nunca más volveré.
Publicado en Clarín el 10 de noviembre de 2024.
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