Nicolás tiene treinta y cinco años y atraviesa periódicamente esa lábil frontera. Pertenece a una familia grande y conocida de su zona, pero que a cincuenta años de su llegada a Buenos Aires desde Tucumán se ha ido diseminando y desperdigando entre otra sutil divisoria territorial: el “barrio” popular y “la villa”.
Actualmente, habita con su esposa de veinticuatro una vivienda de dos pisos con instalaciones inconclusas. Tiene dos varones de 17 y 15, una nena de tres; y otra en camino. Pero en realidad, es padre de cinco hijos más, de parejas anteriores a quienes trata solo ocasionalmente.
De oficio electricista, trabaja como contratado por empresas constructoras. Pero la actividad se frenó hace un año debiendo explotar su buena reputación entre ex clientes de barrios residenciales próximos. Y a veces, de poca gana, se debe resignar a trabajos de albañilería y pintura.
Los emprendimientos dentro de algunas regiones de su “familia grande” se han ido limando al compás de su expansión y consiguiente desagregación.
Mientras vivieron sus abuelos, había motivos de encuentro de toda “la tribu” que podían llegar a sumar casi cien personas. Pero tras su fallecimiento, la dispersión fue inevitable, pese a que su apellido “garpa” en esas barriadas del GBA.
A principios de este año, la demanda laboral se desplomó; y los incrementos de las AUH y tarjetas alimentarias resultaron insuficientes. Entonces, como tantas otras veces desde su adolescencia, debió animarse a “salir” y ponerse al servicio de una banda de robacoches.
Ellos saben que es de confianza; y que su volatilidad, le dejan una buena comisión y la garantía de sus contactos policiales, políticos y judiciales que, según lo que “se arregle”, ofrecen altas chances de “zafar” ante algún imprevisto. La organización es polirrubros: desarmaderos internos, exportaciones de partes a la Triple Frontera y “poncheos” de autos y motos. La localización del “punto” a hurtar procede de la información de allegados y parientes, empleadas domésticas o changarines.
Es ducho en abrir y poner el vehículo en marcha. Pero debe operar corriendo en un circuito de no más de cuatro kilómetros hacia la “zona liberada” y desguazar solo algunas piezas antes que lleguen los motociclistas de las empresas de GPS y su escolta policial, debidamente “avisada” que “administra” el tiempo de arribo.
Si hay margen, y a efectos de borrar las huellas, terminan incendiando la carrocería residual. Para ello se requiere de un asistente y de varias personas experimentadas que “facturan” alto por saber “respetar los códigos” como disminuir al máximo la violencia, no “salir” drogados, “tirar solo a las piernas” y no robar en su barrio.
Una semana de tres coches y dos motos de alta gama rinde un mes de trabajo del “otro lado”; pero tampoco es la panacea al servicio de una organizacióncriminal. Nicolás estuvo “adentro” dos veces; pero los vínculos de su abuelo con un “referente barrial” y sus abogados “sacapresos” municipales lo salvaron de un juicio y el traslado a un penal.
Tras su muerte, ese recurso se diluyó; y no quiere volver a dejar sola a su actual familia. Dos de esos hijos están detenidos; y los otros tres, que viven temporariamente con sus madres en tensa relación con sus hermanos y padrastros suelen recurrir a su consejo para “rescatarse” o esconderse cuando la “basura” (drogas) o las deudas los desbordan.
Pero reinciden; porque en las barras de pibes del barrio, verdaderas escuelas sobre sustancias, mezclas, y bocas de expendio. Varios de sus vecinos cultivan su propia “yerba” en sus patios como me lo indica desde el techo de su casa. Una postal repetida en todo el Conurbano; y no solo en los barrios populares.
La droga se vende en “quioscos” de pasillos internos en permanente desplazamientos dispuestos por los “distribuidores” del “dealer”; aunque siempre en zonas reputadas como “pesadas”. Y al abrigo de la policía que protege, pero que también negocia con este el robo ocasional de clientes esporádicos para revenderla o para al consumo de sus propios efectivos. De ahí, el odio y los peligros que le suponen a los que revisten en la tropa; y que deben sobrevivir proveyendo balas o activando contactos ante la eventualidad de algún detenido. Las bocas son custodiadas por “soldaditos” entre los nueve y los quince años debidamente “enfierrados”.
Varios primos y sobrinos entraron en “el vicio” y desertaron de la escuela por el abandono de sus familias. La situación es diferente cuando preservan cierta solidaridad interna como contención, el apoyo de templos evangélicos y de clubes barriales.
No obstante, algunos se abstienen e ingresan en la secundaria aspirando a ascender como “satélites” de los capos y hacer carrera en los negocios delictivos. La droga y el juego “on line” se convirtieron epidemias tras la cuarentena. Hay hogares en los que consumen todos sus miembros con sus secuelas de peleas internas entre miembros “picados” o inter-vecinales.
Nicolás consiguió hace un mes trabajo en un edificio mediano a punto de estrenarse. Ha vuelto a cruzar la frontera, para tranquilidad de su pareja y de sus dos hijos adolescentes que cursan sus estudios en una escuela alejada pero más segura.
Desea que merced a aprendizaje de oficios o estudios cortos puedan “volver” a la “clase media” y organizar familias normales. Un modelo difícil de imitar en un barrio en el que la mayoría de los hogares son monoparentales o de parejas transitorias y de su propia trayectoria biográfica. Tampoco imposible, como lo testimonian aun muchos casos.
Publicado en Clarín el 1 de noviembre de 2024.