Este año ha sido enemigo de la paz, de la racionalidad, de la humanidad y, por cierto, de la democracia, ya que el uso de la violencia por parte de un estado mantiene una relación perversa con su régimen, siendo causa y consecuencia a la vez de sus derivas autoritarias. Hubo guerras, asesinatos y matanzas de civiles, heridos sin hospitales y muertos sin sepultar, venganza y vergüenza.
Es todo un hito, entonces, que el Nobel de la Paz haya podido encontrar su destinatario, capaz de brindarnos un poco de esperanza. Lo encontró en Japón, un país cuya constitución pacifista (por la cual “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales”) ha estado bajo ataque en los últimos años y que vive ahora un proceso de evidente remilitarización.
Aun así, en Japón tienen su sede los galardonados, Nihon Hidanyko, confederación de las asociaciones de las víctimas de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki y de los test termonucleares en los atolones del Pacifico –fueron estos últimos que causaron mayor revuelo e impulsaron su creación en 1956.
Nihon Hidanyko promueve la rehabilitación de las víctimas, muchas veces objetos de ostracismo (por miedo de los efectos de sus misteriosas enfermedades), y su activa participación en la esfera pública en pos de la abolición de las armas nucleares; actúa también en el ámbito de la controvertida cuestión de la ayuda y compensación por sus desgracias. Sus instrumentos favoritos, aunque no los únicos, son los encuentros con sobrevivientes, los Hibakusha, emotivos momentos de remembranza común.
En sus motivaciones, el comité del Premio ha destacado su aporte a que “las armas nucleares no se vuelvan a usar nunca” y ha rescatado “el dato adelantador” que ninguna arma nuclear haya sido utilizada desde Hiroshima y Nagasaki. Ha comentado, además, que en estos años, se ha desarrollado “gradualmente, una potente norma internacional que estigmatiza el uso de las armas nucleares como moralmente inaceptables.” Se trata del “tabú nuclear.”
Estas palabras despiertan muchas reflexiones, de las cuales tres me parecen ineludibles.
La primera se refiere a la importancia de la imaginación para cultivar toda conciencia moral. En un intenso diario de su viaje en Japón para participar en un encuentro internacional contra las armas atómicas en 1958, el filósofo Günther Anders detectaba con asombro la creciente distancia entre nuestras facultades de hacer y de imaginar, lo que nos impediría “tomar conciencia de la realidad de lo que estamos creando”.
En otras palabras: imaginar las consecuencias del uso de las armas atómicas es imposible y esta ceguera disminuye, sino cancela, nuestra capacidad de sentirnos responsables de este uso; es como si garantizara una suerte de inocencia moral a nivel individual y creara las premisas para conductas inconscientes y temerarias a nivel colectivo.
En el ámbito nuclear, y esta es la segunda reflexión, el instrumento mejor para imaginar lo que sería es escuchar lo que fue. Es decir que el testimonio no es sólo un componente esencial del trabajo individual de elaboración del luto y del esfuerzo colectivo hacia una remembranza superadora, con la necesaria ayuda de una “conciencia histórica”; el testigo brinda también una ayuda esencial para cubrir el gap entre el hacer y el imaginar. El enfoque de los Hibakusha en las consecuencias y no en el origen de los hechos se explica con qué son los únicos que puedan cumplir con esta función. La empatía es su arma infalible, lo saben bien; por eso es que, colectivamente, buscan formar testigos que, cuando ellos no estén más, puedan trasmitir un pathos similar, ya sea melancólico o catártico.
Llegamos así a la tercera reflexión, sobre el tabú nuclear. La modalidad con la cual la bomba atómica fue incorporada a la estrategia militar es paradójica: en un entorno nuclear, no se puede evitar la guerra atómica (por medio de una política de disuasión eficaz), salvo que al prepararse a este tipo de guerra y mostrar toda su determinación en llevarla a cabo –aun con la conciencia de que sus consecuencias apocalípticas trascenderían toda categoría política. El principio de la disuasión nuclear es entonces una clara demonstración de la irracionalidad de la configuración que todavía domina la seguridad global:
El sugerente acrónimo de la doctrina que caracterizó por largo rato el equilibrio del terror entre las dos superpotencias, la Mutual Assured Destruction, era MAD: la locura consistía en que, dada la capacidad de cada socio de destruir el otro, aun después de un primer golpe nuclear, el inicio de toda guerra nuclear significaría una aniquilación de ambos y, quizás, del mundo entero. El mecanismo requería estabilidad, control y comunicación continua, algo que cedió el paso, de a poco, a una situación inestable de proliferación y descontrol.
Además, en medio de acusaciones recíprocas, Estados Unidos y Rusia, que poseen el 90% del arsenal nuclear mundial, “suspendieron” el último tratado vigente para tratar de limitarlo: me refiero al “nuevo START”, firmado en 2010 para reducir ojivas nucleares y lanzaderas de varios tipos, y proveer cruciales medidas de verificación. Hoy en día los signatarios se comunican básicamente por el trámite de vituperios y el tabú nuclear parece oxidarse bajo la corrosión de sus amenazas. ¿Podríamos acercar a sus líderes algún Hibakusha para recordarle su importancia?
Publicado en Clarín el 28 de octubre de 2024.
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