Cambio de época: una mutación impulsada por trascendentes invenciones en el campo tecnológico; un antes y un después; la irradiación planetaria de las redes sociales; las modificaciones profundas en los usos y costumbres. Sin embargo, importa señalar que no hay cambio de época en la historia de las sociedades sin un cambio en el régimen político que apuntale dicha transformación o produzca nuevas frustraciones.
Luego de la arremetida del presidente Milei, parecería que el cambio tiene tal energía que conmueve a todo el sistema político: un Poder Ejecutivo minoritario, sin asidero en el Congreso y en las provincias sigue marcando el paso, mientras los partidos opositores, o proclives a entenderse con el oficialismo, se fragmentan, no generan liderazgos sobresalientes y giran en torno a las propuestas que emanan de la Casa Rosada.
¿Es esto acaso apariencia o realidad? Veamos. Hay un hecho: el cambio de época sopla sobre un régimen político poco consolidado, incapaz de trazar niveles de consenso para robustecer instituciones sólidas y programas compartidos. Nada de eso aconteció en las últimas décadas. En su lugar padecimos el flagelo de hegemonías corruptas, o de intervalos frustrados, que se enterraron en sus propios designios. El “Estado presente” del kirchnerismo terminó siendo un Estado engañoso para una opinión fatigada de tanta inflación e ineptitud.
Por eso sopla este vendaval que insulta, proclama voz en cuello una verdad absoluta, se erige en campeón de la humanidad, instaura el orden fiscal para contener la inflación, provoca recesión y apuesta que el tiempo juegue esta vez a su favor con vistas a las elecciones legislativas del próximo año. Tras este escenario, hacen lo suyo los hilos invisibles de unas tradiciones políticas difíciles de doblegar. Como en cualquier transición histórica, lo que se pretende inédito se ensambla con lo que se repite.
En este juego de cambio y continuidad, la ambición de crear un partido desde el Estado, utilizando los fragmentos que despiden peronistas, radicales y agrupaciones provinciales (en conjunto han formado un tercio para respaldar los vetos del ejecutivo a dos leyes votadas por el Congreso) es la estrategia predominante. Una estrategia antigua, resistente, experimentada en el último siglo, que se reproduce como si fuera una rotunda novedad.
No hay tal cosa. Lo que sí comprobamos es un intento para forjar otra hegemonía gracias al faccionalismo imperante en el régimen político y a la debilidad que manifiesta el arte de forjar coaliciones duraderas, sujetas a negociaciones abiertas y programáticas como, en general, acontece en las democracias consolidadas.
Al respecto, nos basta con echar una mirada a través del estuario para verificar cómo ese estilo se plasma en el Uruguay, justo en el día en que la ciudadanía de esta democracia de alta calidad concurre a las urnas.
Junto a esta aparente dispersión de los contrarios, la polarización del Ejecutivo frente a esa casta de “ratas” y “degenerados fiscales” sopla también con fuerza. De aquí se deriva otra pregunta: ¿Con quién polarizan? ¿Con todos o con algunos? Es evidente que el Ejecutivo ya no concibe la polarización enfrentando a una casta maldita que involucra a toda la clase política sin distinción alguna, sino como un menú a la carta del cual se pueden extraer condimentos para fusionarse en un nuevo movimiento.
El contraste entre coaliciones distintivas -digamos a la europea o a la uruguaya- y fusiones hegemónicas atraviesa nuestra historia. Otra vez el oficialismo no inventa nada en este sentido; al contrario: repite con vestidos a la moda un argumento ya representado.
Las polarizaciones intensas siempre comportan un ida y vuelta que da cuenta de la dialéctica de los contrarios y reclama, con tal objeto, elegir un adversario trasmutado en enemigo. El Gobierno sueña con una polarización con el kirchnerismo y la jefa de este movimiento, quizás algo deshilachada sin tropezar aún en derrotas (veremos qué ocurre en las próximas internas en el justicialismo), insiste en ser la contraparte de esta disputa agonista: un depósito de irresponsabilidad, por el lado donde se lo mire, para fracturar más un régimen político en el cual las alternativas nos llevan al cabo hacia extremos excluyentes.
Mientras tanto, lo que se denomina batalla cultural da lustre a esa definición guerrera. Festival de insultos y menos precios, radicalización primitiva del lenguaje. ¿Conduce esta violencia verbal hacia la violencia física? No por el momento, aunque estallen por ahí escraches y peleas.
Nunca se sabe si estos son los pasos iniciales de una escalada, que ya conocimos durante lo peor del terror recíproco, o si representan episodios grotescos, de esos de puro apronte en que los insultos no llegan a mayores. Empero, cabe señalar que la bifurcación de la palabra violenta, que culmina eliminando al enemigo, está latente como una amenaza que, deseamos, no se traduzca en violencia mortífera. Los chicos que vociferan e insultan en los actos ignoran aquella locura; los viejos sabemos de qué se trata.
Los ejemplos en el pasado dicen mucho. En una situación límite suelo recordar estas palabras tan bien escritas en sus memorias por Manuel Azaña, el trágico presidente de la República Española, la que en los años treinta del último siglo sucumbió en medio del azote de una guerra civil: “cuando el azar el destino o lo que fuere, me llevó a la política activa, he procurado razonar y convencer. Ningún político español de estos tiempos ha razonado y demostrado tanto como yo, parezcan bien mis tesis o parezcan mal. Querer dirigir el país, en la parte que me tocase, con estos dos instrumentos: razones y votos. Se me han opuesto insultos y fusiles. En paz se ha dicho”.
Hoy, afortunadamente, no hay fusiles entre nosotros, pero sí insultos y agresiones, en particular, cosa lamentablemente habitual, hacia la prensa independiente. También, espero, se ha dicho en paz.
Publicado en Clarín el 27 de octubre de 2024.
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