I. La universidad pública me recuerda a aquellos viejos árboles plantados a la vera del camino o en algún punto de la llanura. Puede que algunas de sus ramas estén secas, puede que en el tronco se hayan adheridos hongos y parásitos, puede que algún ave de pico encorvado haya hecho su nido, pero nada de ello impide que sus raíces estén bien hundidas en la tierra, que su tronco sea sólido, que sus hojas sean verdes y sus flores desparramen perfume por el aire. Lo siento por sus detractores -algunos ignorantes, otros movilizados por la mala fe- pero la universidad pública sigue siendo una de las instituciones de la que los argentinos podemos enorgullecernos. Y no solo enorgullecernos, sino manifestar nuestro agradecimiento porque en ellas pudieron estudiar nuestros abuelos, nosotros, nuestros hijos y esperemos que nuestros nietos. Si de movilidad social ascendente se trata, ha sido nuestra universidad una de las principales instituciones que lo hizo posible. Lo siento por algunos, pero la universidad argentina nos ha otorgado cinco premios Nobeles y a nuestros principales profesionales, intelectuales o técnicos que se lucen por el mundo salieron de sus aulas. En realidad, la universidad completó la aspiración de los fundadores de la nación argentina que se propusieron hacer realidad el objetivo de educar al soberano. Hablo de la universidad, claro está, pero también hablo de nuestra escuela primaria, nuestros colegios secundarios y terciarios, esa consistente red extendida a lo largo y a lo ancho de un país que a pesar de malos gobiernos, de gobernantes corruptos, de sindicalistas mafiosos y empresarios insensibles, sigue sosteniendo aquellas nobles tradiciones sin las cuales nos resultaría imposible hablar de nación.
II. ¿Se entiende ahora por qué cuando la universidad percibe que es atacada, son multitudes las que salen a las calles a defenderla? Nada nuevo bajo el sol. Son las mismas multitudes que en otros tiempos y con otros gobiernos resistieron los atropellos de militares entorchados, frailes ultramontanos y políticos reaccionarios y tramposos. Todo lo que se logró en materia de educación a lo largo de nuestra historia se hizo a pesar de la resistencia tenaz de los villanos de turno. Mitre tuvo que lidiar duro para hacer posible los bachilleratos; a Nicolás Avellaneda y Joaquín V. González, sus proyectos universitarios les sacaron canas verdes; Sarmiento, Roca y Wilde debieron luchar a brazo partido contra la conspiración de quienes preferían un pueblo ignorante, perezoso y crédulo. La educación argentina, y la universidad en particular, siempre contó entre sus enemigos juramentados al oscurantismo clerical y la violencia fascista. Para el nuncio Luis Matera y el obispo Gerónimo Clara la ley 1420 era una creación del Maligno; en 1918 la Corda Frates, el rector Antonio Nores y el obispo Zenón Bustos consideraba a los estudiantes reformistas sacrílegos contumaces, hijos de Satanás y discípulos de Moscú. En 1930 las universidades fueron avasalladas con el crucifijo y la cruz esvástica; en 1945 los santafesinos padecimos a Giordano Bruno Genta que pretendía que en las facultades se enseñe la distancia existente entre la tierra y el Paraíso, mientras en el orden nacional Gustavo Martínez Zuviria se encargaba de encarcelar dirigentes estudiantiles y perseguir judíos. Es verdad que en 1949 se decretó la gratuidad universitaria, iniciativa justa contaminada por la enseñanza religiosa obligatoria, más las arremetidas de los cachiporreros peronistas de la CGU y la Alianza Libertadora Nacionalista que exigían afiliacion al partido gobernante para asistir a los comedores universitarios y campos deportivos, mientras en las mesas de exámenes los estudiante adictos al régimen eran aprobados por decreto, a puertas cerradas o mediante el acto de recitar de memoria algunos párrafos de “La razón de mi vida”, fundando con esta loable iniciativa la noble y augusta condición de estudiante “Flor de ceibo”.
III. La universidad pública siempre estuvo asediada. En 1956 por las hazañas de ese perseverante militante clerical iniciado en estas lides en 1918, perfeccionado hasta en los detalles después del golpe de 1930 y redactor del decreto ley que autorizaba a las universidades privadas el otorgamiento de títulos universitarios. Atilio Dell’Oro Maini se llamaba. En aquellos años una agrupación de extrema derecha que respondía al nombre de Tacuara le declaró la guerra a la universidad reformista. Su consigna más célebre rezaba “La FUBA, la FUBA; la FUBA donde está; está en la sinagoga leyendo El Capital”. Típicos, previsibles y torpes. En 1966, el debate deja de circular entre las nubes de las ideologías y las teorías para expresarse de manera brutal en la noche de los bastones largos, ocasión en la que el ejército garroteó y encarceló a profesores y estudiantes provocando no solo uno de los antecedentes más brutales en materia represiva, sino el exilio de miles de profesores a países donde pensar, investigar y desarrollar la ciencia no fuera un delito. Un militar ignorante y reaccionario apellidado Onganía fue el héroe de aquellas parrandas de la extrema derecha. Después, en plena democracia, pero en plena democracia peronista, el gobierno dio nacimiento a la denominada “Misión Ivanissevich”, un verdadero abordaje a las casas de estudios por parte de fascistas. De aquellas jornadas recordamos al sacerdote Sánchez Abelenda recorriendo las aulas de la facultad de Filosofía arrojando incienso y agua bendita para alejar a los “demonios rojos”. También a los “celadores peronistas”, impuestos por el compañero Alberto Ottalagano, un fascista orgulloso de su condición de discípulo del Duce y de Perón. Digamos que cuando los militares llegaron en 1976 la mitad de la faena sucia estaba cumplida.
IV. Hoy la universidad pública está amenazada. Los recursos y la retórica tal vez no sean los mismos, pero las viejas obsesiones se mantienen intactas. Antes a docentes y estudiantes se los acorralaba por su ideología; hoy, prefieren acorralarlos con sueldos de hambre. Para los nuevos cruzados la educación es un gasto, no una inversión. La gratuidad de la enseñanza les pone los pelos de punta y otra vez retornan argumentos falaces cuando no tramposos y cínicos. “La gratuidad favorece a los más ricos”, dicen muy sueltos de cuerpo. Recórcholis. Resulta que ahora la universidad debe sentirse culpable de la pobreza que gobernantes incompetentes y corruptos contribuyeron a forjar. ¿Los pobres sostienen con sus impuestos a la universidad? Por lo que dicen, pareciera que el problema es el IVA, con lo que todo podría solucionarse promoviendo una verdadera reforma impositiva que libere a los pobres de pagar un porcentaje elevado del IVA en lugar de liberar a los multimillonarios de pagar impuestos. “En la universidad la matrícula es alta pero el nivel de egresados es bajo”. Recórcholis. ¿Arreglamos como en los tiempos de Perón y regalamos títulos sin exigencias académicas así crece el número de egresados? Por otra parte, no hace falta consultar a un psicólogo social para saber que los jóvenes cambian de vocación, forjan sus destinos acertando y equivocándose, pero también se sabe que el paso por la universidad, las relaciones con profesores y otros estudiantes es siempre una experiencia valiosa para forjar una personalidad. ¿Los rectores y decanos son una casta? No puedo responder en nombre de sesenta y pico de universidades, pero conozco políticos y sindicalistas que se hicieron millonarios; no conozco un rector o un decano que haya logrado semejante hazaña. ¿Los estudiantes son una casta privilegiada? Ese argumento lo empleaban allá lejos y hace tiempo los populistas de izquierda y de derecha, por lo que una vez más corresponde decir: nada nuevo bajo el sol. Es verdad, en 1918 había diez mil estudiantes y en 2024 suman cerca de dos millones. En 1918 había cinco universidades, hoy suman más de sesenta. El mundo y el país han cambiado, pero los cambios no nos liberan de nuestra responsabilidad acerca de los desafíos educativos, todo lo contrario. Perdón Milei, Bullrich, Caputo y Karina, pero no conozco un país desarrollado y próspero con universidades harapientas.