A 30 años de la reforma constitucional argentina que consagró el derecho a un ambiente sano e incorporó el principio de Desarrollo Sostenible en nuestra Carta Magna —un hito que prometía un futuro comprometido con el bienestar de las generaciones presentes y futuras—, nos encontramos ante un gobierno que parece ignorar las lecciones del pasado y desestima las advertencias de científicos y académicos. Su gestión, ajena a las consecuencias que podría imponer en una sociedad ya agobiada por décadas de decisiones erróneas, en contexto de una crisis climática y ambiental sin precedentes que enfrentamos, acompañada de una crisis global de representación hacia el interior de nuestras democracias que socava los pilares mismos de nuestras sociedades. En este marco, la decisión del gobierno de Argentina de retirarse de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) establecidos por las Naciones Unidas es no solo un retroceso en materia de derechos humanos, sino una señal alarmante sobre el rumbo que el país está tomando bajo la administración actual, autodenominada anarcocapitalista.
La situación se profundiza con el reciente rechazo al Pacto de Futuro, una iniciativa global respaldada por más de 140 países en la Asamblea General de Naciones Unidas. Este pacto, que busca enfrentar desafíos urgentes como el desarrollo sostenible, la protección ambiental, la seguridad global y la gobernanza digital, ha dejado a Argentina fuera de la agenda internacional. Al no adherirse, el gobierno no solo se aleja de los ODS, sino que refuerza su aislamiento internacional, alineándose con regímenes autoritarios como Rusia, Venezuela, Irán y Corea del Norte, que a diferencia de Argentina se presentaron en la sesión y votaron en contra del acuerdo. Este alineamiento supone un riesgo significativo para la estabilidad geopolítica y económica de Argentina, evidenciando una falta de compromiso con el progreso y la cooperación globales.
Los ODS, adoptados en 2015, constituyen una estrategia de políticas públicas globales avaladas por más de 190 estados del mundo, siendo una evolución de los Objetivos del Milenio. Estos objetivos no solo buscaban continuar, sino expandir los esfuerzos mundiales hacia metas más integradoras y complejas con el fin de fortalecer los derechos humanos, abarcando desde la erradicación de la pobreza hasta la lucha contra el cambio climático y la necesidad de fomentar sociedades pacíficas con acceso a la justicia para todos.
Sin embargo, la administración actual ha decidido abandonar estos compromisos internacionales, priorizando una agenda de corto plazo que favorece la explotación intensiva de los recursos naturales sin considerar sus consecuencias ambientales y sociales. Es cierto que, durante el gobierno anterior, se mantuvo la adhesión a los ODS, pero es innegable que esa continuidad estuvo más arraigada en un discurso que en una política comprometida y efectiva. La retórica fue constante, pero no se verificó en acciones concretas que verdaderamente alinearan las políticas nacionales con los principios de los ODS. Aunque la permanencia en la agenda internacional era esencial, se perdió la oportunidad de liderar un verdadero cambio en las políticas públicas, quedando atrapados en una narrativa que no se tradujo en mejoras sustanciales para el país.
El rechazo al Pacto de Futuro y la salida de los ODS evidencia una visión de corto plazo que ignora las urgentes necesidades de financiamiento para un desarrollo equitativo y sostenible, perdiendo oportunidades de financiamiento del desarrollo o adaptación, complica la incorporación a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), entre otros aspectos internaciones.
Este paso atrás en la gobernanza ambiental y social está acompañado de políticas que benefician desproporcionadamente a los sectores más ricos, que se ven favorecidos con medidas como la reducción de impuestos al patrimonio y las exenciones fiscales extensivas. La ironía de esta decisión es innegable, especialmente cuando observamos cómo algunos líderes globales están tomando medidas decisivas para enfrentar los desafíos ambientales e impositivos actuales.
Un ejemplo clave para entender este punto es la propuesta del francés Bruno Le Maire, quien en la reciente cumbre del G20 presentó un plan para implementar un impuesto global que aborde las dificultades fiscales que enfrentan los estados. En un mundo donde las grandes fortunas utilizan mecanismos sofisticados para evadir impuestos, incluso las gestiones más eficaces ven mermada la calidad de los servicios públicos, erosionando la validez e importancia de las sociedades democráticas.
Este escenario se vuelve aún más alarmante cuando la ciencia y los resultados de las cumbres internacionales resaltan la urgente necesidad de profundizar el financiamiento para una transición justa, capaz de responder a las crecientes desigualdades sociales y a los desafíos ambientales y climáticos actuales. En lugar de alinearse con estos esfuerzos globales, el gobierno de Argentina ha optado por un modelo extractivista que compromete la estabilidad del país a largo plazo.
El reciente proyecto de presupuesto 2052 y la recientemente aprobada Ley Bases, también conocida como Ley Ómnibus, es el ejemplo perfecto de este enfoque político que incorpora el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) como punta de lanza. Aunque no modifica directamente las leyes de presupuestos mínimos para la protección ambiental, implementa políticas que tienen implicancias directas sobre el ambiente y, sobre todo, profundizan un modelo extractivista que va en contra de los principios del Desarrollo Sostenible. No es válido el argumento de los errores de gobiernos anteriores, porque esta decisión no solo aparta a Argentina de la principal estrategia de políticas públicas establecidas por todos los estados a 2030, sino que también forma parte de un plan estratégico mucho mayor de un gobierno que claramente afecta los recursos soberanos del país.
Además, muestra una inclinación hacia un modelo de desarrollo que favorece la explotación y uso intensivo de los recursos naturales, sin una consideración adecuada del impacto ambiental o social. Este tipo de políticas perpetúan modelos de “economía de enclave”, donde los beneficios se concentran en manos de unos pocos mientras la mayoría enfrenta las consecuencias de una gestión ambiental irresponsable.
El desafío actual no solo es ambiental, sino también democrático y social. La salida de los ODS y el rechazo al Pacto de Futuro reflejan una visión de corto plazo que ignora las urgentes necesidades de financiamiento para un desarrollo equitativo y sostenible. El desafío actual no solo es ambiental, sino también democrático y social. La salida de los ODS y el rechazo al Pacto de Futuro reflejan una visión de corto plazo que ignora las urgentes necesidades de financiamiento para un desarrollo equitativo y sostenible, que ya no son solo una cuestión de derechos humanos, sino también una demanda del mercado global, como lo evidencia la crisis automotriz en Europa.
En conclusión, Argentina no debe caer en la trampa de los extremos populistas ni en la desmovilización cívica. Los desafíos que enfrentamos exigen un diálogo robusto y el fortalecimiento de nuestras instituciones, con políticas públicas que promuevan un modelo productivo sostenible a largo plazo, pero con un acuerdo político nacional real que trascienda los gobiernos. Debemos alinearnos con la comunidad internacional para enfrentar los desafíos de nuestra generación, fortalecer la calidad democrática y asegurar que todas las voces sean escuchadas y respetadas en el diseño de un plan de desarrollo que beneficie a nuestro país.