Los uruguayos votarán el 27 de octubre para elegir al sucesor del presidente Luis Lacalle Pou con nuevas prioridades en la preocupación de la ciudadanía y la probabilidad de que gane la oposición, incluso tal vez en primera vuelta, pese a que la aprobación a la gestión del mandatario y las expectativas económicas se mantienen en niveles aceptables para el final de cualquier gobierno.
Todas las encuestas de intención de voto publicadas luego de las elecciones internas del 30 de junio –diez trabajos de siete firmas diferentes– son encabezadas por el Frente Amplio (FA, opositor de centroizquierda) con entre 42% y 48% de los eventuales sufragios, y entre 8% y 16% de suma de indecisos y potenciales votos nulos y en blanco.
En tanto, los partidos que integran la actual coalición gobernante (el Nacional o blanco de Lacalle Pou, el Colorado, Cabildo Abierto y el Independiente) no están lejos en conjunto (40% a 47% de la intención de votos), pero concurrirán por separado, tal como lo hicieron hace cinco años, cuando formalizaron su alianza solo para la segunda vuelta.
Si esos números se mantuvieran –en lo esencial son similares a los registrados por todos los sondeos desde mediados de 2023– y la proyección de indecisos fuera pareja o incluso proporcional a la de la intención expresada, el FA parece favorecido para ganar, incluso sin necesidad del ballottage previsto para el 24 de noviembre.
Si así fuera, el FA, esta vez de la mano de Yamandú Orsi, volverá al gobierno que ya desempeñó durante tres períodos consecutivos, entre 2005 y 2020. Y si ganara en primera vuelta, será la segunda vez que una elección presidencial se resuelva de ese modo –la otra fue en 2004, cuando Tabaré Vázquez, también del FA, ganó su primer mandato– sobre las seis que se habrán celebrado desde la reforma constitucional de 1997 que instituyó la doble vuelta.
Si ganara Orsi –intendente del departamento Canelones entre 2015 y marzo de este año–, establecerá también una paridad dentro del FA, ya que pertenece al Movimiento de Participación Popular (MPP) de José Mujica, quien fuera presidente en 2010-15, entre los dos mandatos de Vázquez, que pertenecía al más moderado Encuentro Progresista.
Por el oficialismo, el único candidato con chances es Álvaro Delgado, del Partido Nacional y que fuera secretario de la Presidencia desde el comienzo del mandato de Lacalle Pou, en marzo de 2020, hasta diciembre de 2023, cuando dejó el cargo para dedicarse a la campaña proselitista. Delgado concentra alrededor de tres cuartas partes de la intención de voto que reúnen, sumados, los cuatro partidos de la coalición gobernante.
Aunque en términos de opinión pública el FA no salió desgastado después de 15 años ininterrumpidos de gobierno, resulta llamativa la intención de voto aparentemente predispuesta a no darle otra chance a un oficialismo más joven –apenas cinco años– que, sin embargo, sale razonablemente airoso cuando los sondeos miden su desempeño.
Cumplidos ya cuatro años y medio, la gestión de Lacalle Pou tiene 47% de aprobación y 38% de rechazo, de acuerdo con un reciente sondeo de la firma Cifra. Asimismo, 31% opina que la situación económica del país es buena; otro 31%, que es mala, y 38% es indiferente, mientras 26% cree que mejorará en los próximos 12 meses y 21%, que empeorará, según otro trabajo de la misma encuestadora, con 59% que opina que seguirá igual o no sabe. En otras sociedades o en otras circunstancias, esos resultados le alcanzarían a un oficialismo para aspirar a mantenerse en el poder.
Además de elegir presidente, vice y los 30 senadores y 99 representantes para renovar totalmente las dos cámaras del Parlamento, el 27 de octubre los uruguayos se pronunciarán en dos plebiscitos de reforma constitucional: uno, para habilitar o no los allanamientos policiales nocturnos, hoy prohibidos por la carta magna, y otro, para dejar sin efecto, o no, algunos aspectos de la reforma previsional sancionada por ley el año pasado. Para ser sancionadas las modificaciones propuestas, es necesario que sean aprobadas por la mitad más uno de los votantes.
El primero de esos plebiscitos está estrechamente vinculado con la cuestión de la seguridad ciudadana, que es, por lejos, la principal preocupación de la sociedad, con 49% de opiniones, según una reciente encuesta de la firma Factum. Se trata de una inquietud bastante reciente, impulsada por el aumento del delito común pero también por la presencia visible del narcotráfico.
La conmoción por la percepción de inseguridad desplazó de la máxima prioridad a asuntos más tradicionales, como el trabajo (12% en ese sondeo) y la educación (11%), un tema que en Uruguay siempre estuvo a la cabeza de los intereses ciudadanos. Cómo olvidar el llamado del expresidente Julio María Sanguinetti a “financiar una nueva educación”, en el Foro Iberoamérica de 2000; o el célebre discurso de Mujica ante científicos e intelectuales en 2009, ya lanzado a su campaña por la presidencia, cuando dijo que no había “tarea más grande” que “ir más lejos y más hondo en la educación”; o el debate preelectoral de 2014 en torno de la propuesta de Vázquez de crear un sistema de vouchers para subsidiar el pase de alumnos de escuelas estatales a establecimientos privados.
La intención de voto para los plebiscitos, medida por Cifra, proyecta la aprobación de los allanamientos nocturnos, con 59% de apoyo, pero no necesariamente la de los cambios propuestos en materia previsional (volver a 60 años la edad mínima para el retiro, equiparar la jubilación mínima al salario mínimo y eliminar las administradoras privadas de fondos de pensión), que reúnen 43% de apoyo y 32% de rechazo.
Si se aprobaran los allanamientos y se rechazaran los cambios previsionales se repetiría, de algún modo, el voto simultáneo de centroizquierda para el gobierno y de centroderecha para la legislación. Algo similar ocurrió en 2009, cuando se reeligió para el gobierno al FA y al mismo tiempo se ratificó –por segunda vez; la primera había sido en 1989– la vigencia de la Ley de Caducidad que impedía al Estado perseguir penalmente a militares y policías que cometieron delitos con “móviles políticos” durante la última dictadura (1973-85), y que fuera promulgada en 1986, un año después que la Ley de Amnistía que benefició a los guerrilleros que actuaron antes y durante aquel régimen de facto.