El imaginario del país del progreso individual y colectivo soldado por nuestras emblemáticas clases medias ha quedado definitivamente atrás. Doce años de estancamiento han empobrecido a la mayoría, dejando lejos la memoria de su pasada integración. Sin embargo, la realidad es siempre dinámica, y en el interior de las masas empobrecidas se detectan fenómenos cuyas siluetas se tornaron más nítidas desde el fin de la pandemia. Un buen punto de partida es el gráfico estratificacional trazado por Guillermo Oliveto. A grandes rasgos, solo el 42% se ubica en las clases medias, y en estas, las capas inferiores basculan entre la inclusión y la pobreza. El 53% restante es pobre.
El hecho de que una porción mayoritaria de ese universo se sitúe en la informalidad, que abarca al 50% de la población –desde 2022, siete de cada diez nuevos empleos se ubican en ese segmento–, da cuenta de los sorprendentes cambios socioculturales que relativizan todas las estadísticas. El primero es la resiliencia de millones de familias frente a la miseria del encierro, y la consiguiente necesidad de inventar estrategias de supervivencia nuevas para sobrellevar una temporalidad que se define en el día a día. Señalemos algunas de sus coordenadas no evaluables en términos individuales, sino familiares, y en tanto los clanes preserven un mínimo de integración.
En primer lugar, la vertiginosa volatilidad laboral: sus miembros trabajan en varias actividades casi siempre simultáneas, cuya duración procede del cálculo de la rentabilidad diferencial. Salvando las distancias históricas, se parecen bastante a los inmigrantes golondrina europeos llegados entre 1880 y 1914. El espectro abarca un abanico que incluye la producción de alimentos complementarios –dulces, frutas, panes caseros, facturas, etc.– hasta viandas a bajo precio, que les ahorran a las jefas de hogares monoparentales tener que comprar al minoreo y elaborar comidas. Los emprendedores no se quedan quietos: distribuyen su oferta entre sus casas o se instalan en sitios estratégicos de las grandes arterias.
El acceso a grandes ferias mayoristas, como La Salada o sus sucursales “saladitas”, habilita otro rebusque: la reventa a utilidades módicas en ferias o en la vía pública tanto de los grandes centros urbanos como en sus propios barrios. El “mangueo” de ropa usada en las zonas residenciales completa la oferta. Allí, muchas vecinas asociadas se las han ingeniado para instalar locales de reparación de prendas, cuyo precio se ha tornado poco accesible para las clases medias. A veces emparentadas, han constituido sociedades que por recomendación realizan tareas de limpieza doméstica extensibles al cuidado de niños y ancianos. Hemos ahí un valor en el que se cifra su éxito: la confianza. A ello se le pueden sumar la animación de fiestas infantiles, la repostería, el maquillaje, la masoterapia o la locución en radios comunitarias no registradas, entre muchísimas otras actividades.
Si se suman todos estos ingresos, el núcleo familiar puede reunir montos muy superiores al de cualquier trabajador formal o incluso profesional situado en las clases medias bajas. Llegados a este punto, cabe preguntarse quién es el verdaderamente “pobre”. O, dicho de otro modo, pobres son todos, pero a los “formales” puede irles bastante peor que a muchos “informales”. Tal es así que estos últimos suelen mandar a sus hijos a colegios privados de cuotas módicas sorteando las miserias de nuestra instrucción pública primaria y secundaria, y hasta contar con una cobertura sanitaria para evitar las insuficiencias de los hospitales. Hemos ahí las claves del voto libertario en esas regiones sociales históricamente hegemonizadas por el peronismo, que ha llegado electoralmente más lejos que el voto macrista, aunque no en el orden territorial.
La emergencia agravada a raíz del drástico ajuste implementado desde el comienzo de la actual administración ha obligado a reforzar una actitud ya ensayada durante la pandemia: la minimización de precios y honorarios, resultante de una concertación forzada entre oferentes y demandantes. Esto supone la disposición a aceptar la volatilidad que los expertos miden en términos anímicos: desde la esperanza hasta el pesimismo, que, como los ingresos, se experimentan en una temporalidad de cortísimo plazo. Así lo indican las perspectivas sobre la realidad: la aceptación como inevitable del ajuste preanunciado durante toda la campaña, el fastidio desde el comienzo del invierno y las expectativas renovadas durante las últimas semanas al compás de la reducción de los índices inflacionarios y los destellos reactivadores de actividades cruciales para ese sector, como la construcción.
De todos modos, es necesario ampliar el espectro de la pobreza, pues se trata de un sector heterogéneo que abarca desde estos grupos pujantes que han mejorado sus viviendas y adquirido vehículos y electrónicos de última generación hasta otros que por diversas razones –las familiares son siempre centrales– solo sobreviven, aunque sin perder la dignidad de enviar a sus hijos a la escuela, mantener al día los calendarios de vacunación, preservar dietas acotadas pero nutritivas e intentar rescatar a sus familiares víctimas del consumo de estupefacientes o del delito amateur.
Por lo demás, el panorama social en su conjunto no deja de reflejar el fracaso sistemático de los gobiernos durante casi dos décadas. Los trabajadores formales, jubilados y pensionados ya bordean la pobreza o han caído en ella. Es cuestión de recorrer las geografías barriales clásicas de la CABA o de las zonas residenciales del conurbano para percatarse de ese declive tangible en el abandono de las viviendas, el deterioro de veredas y jardines, y la precariedad caótica perceptible con solo mirar de reojo su interior desde ventanas entreabiertas. También, en la reducción de los graduados universitarios y la notable caída tanto del nivel académico de muchos docentes como de las rutinas estudiantiles para una buena formación. Un título hoy puede garantizar, salvo en el vértice pudiente, una movilidad sociocultural, pero no económica, colocándolos por debajo de los pobres exitosos sin, por ahora, sus saberes de supervivencia.
En el fondo del pozo se sitúan los indigentes y los marginales; ese sector que en los barrios populares suele identificar como “la vagancia”. Vivir al margen de la ley supone allí la inscripción en bandas cuyos valores son el dinero fácil, la respetabilidad temeraria de sus capos y el prestigio de la bravura criminal. Sus jefaturas han diluido la autoridad de los viejos punteros, y su disposición belicosa transcurre durante las noches de música a volúmenes estrambóticos desde viviendas o vehículos “preparados” y raides motoqueros que distribuyen drogas en sus barrios y aun en los centros urbanos con la aquiescencia policial. Saben que su horizonte de vida no supera, con suerte, los treinta años, tornándose implacables y dispuestos a morir o a matar despiadadamente; sobre todo, a la madrugada, cuando se acaban las “reservas”, y las calles y paradas de colectivos se colman de estudiantes y trabajadores. Muy pocos “se rescatan”, y los que lo logran es a través menos de escuelas que del auxilio misional de pastores y militantes evangélicos.
En suma, un panorama social de trayectorias novedosas, paradojales, asimétricas y de implicaciones culturales, a seguir observando en procura de pistas sobre sus estribaciones y su traducción política.