En la vieja república, allá por la segunda mitad del siglo XIX, se decía que un gran elector era quien designaba y luego controlaba a su sucesor. A unos -entre ellos Sarmiento y Avellaneda- les fue bien; a otros les fue mal, como a Roca que soportó los desmanes de su sucesor (y cuñado) Miguel Juárez Celman.
En el último siglo, los ejemplos de presidentes también abundan: exitoso Hipólito Yrigoyen con su sucesor Marcelo Alvear; fracasado Juan D. Perón al nombrar a su mujer, una Presidenta ya en ejercicio que sucumbió ante el golpe de 1976 en medio de un pavoroso desorden; acaso desilusionados Raúl Alfonsín y Carlos Menem, cuyos sucesores no respondieron a sus preferencias.
Más grave es la circunstancia de los grandes electores durante este nuevo siglo, en la que se destaca la figura de Cristina Kirchner, dos veces Presidenta y una vez Vice: nadie supera esa larga duración en la cumbre del poder. En su origen, esa extensa trayectoria se inscribió en la estrategia de rotación matrimonial con Néstor Kirchner. Más tarde, luego de su muerte, comenzó la ronda de esta gran electora en que tallaron su vicepresidente Amado Boudou, Daniel Scioli y, en plena exposición de presuntos golpes a su mujer y corruptelas en materia de seguros, Alberto Fernández.
¿Pueden concebirse estos turnos y sus efectos como repetidos tormentos? Pueden serlo en lo que atañe a esa gran electora que designó a un vicepresidente luego sentenciado por corrupción, que en su rol de comisaria con el propósito de controlarlo ungió de candidato a Scioli (ahora, en una voltereta digna de encomio para los oportunistas, ministro de Javier Milei) y que, en fin, cerró esa tanda designando en 2019 a Alberto Fernández para ocupar la presidencia junto con ella, en el papel de un comisariato al cabo poco efectivo.
Los escándalos hablan por sí mismos y suelen concluir, empantanados o afortunadamente resueltos, en el laberinto judicial. Desde hace unos días, la opinión pública, o lo que queda de ella inundada por las redes sociales, huele algo semejante al tufo de una cloaca.
El primer responsable de esta trama, de ser probada en tribunales, es el expresidente Fernández; pero tras él se oculta la responsabilidad de una gran electora que tiene la peculiaridad de elegir lo peor para acompañarla en el cargo o para obtener alguna victoria pírrica (lo que no aconteció con Scioli, que fue derrotado por Mauricio Macri, y sí con Alberto Fernández).
Más allá de reacciones indignadas, el asunto da que pensar pues esta ronda tan malsana no hace más que ahondar el proceso de declinación en que está envuelto nuestro país. Si hace exactamente un siglo, en contra de lo que sostiene el actual Presidente, la Argentina gobernada por Marcelo Alvear era un emblema de progreso, en la actualidad expone un lacerante almacenaje de corrupciones.
Vale por tanto atender a este ensamble de corrupciones que culminan, con una mezcla de tragedia y grotesco, en la figura de A. Fernández. Los legados de Lázaro Báez, de los bolsos de dólares que acarreaba el señor López, de los cuadernos en que se anotó un sistema establecido de coimas, de los defraudadores al Estado de empresarios amigos… y nos quedamos cortos en esta enumeración.
¿Por qué volver a chapotear en este barro? Acaso por una razón de carácter histórico. Lo que llamamos declinación o decadencia, involucra una acumulación de esas ostensibles desviaciones de la moral pública: un depósito que, desde luego, en nada contribuye a dar sustento a la legitimidad republicana ya que la suma de estos episodios abrió paso a una corrupción estructural de la política.
El esfuerzo por rehacer una economía maltrecha, en que está embarcado el Gobierno, solo en parte puede rencauzar las cosas, porque requiere el suplemento de una voluntad de reconstrucción institucional hoy ausente. Es que en una democracia, que ha hecho suyas creencias en el valor de los bienes públicos de la educación, la salud y la protección de la niñez y de la ancianidad (estos últimos terriblemente dañados), las instituciones republicanas son condición necesaria para el ejercicio de las tres libertades clásicas: la civil, la política y la económica.
Por ello, perturba la presencia de unas tendencias negativas arraigadas en el pasado que, en el contexto de un pretendido cambio de época, no se han abolido. Sin ir más lejos, salta a la vista la fractura que escinde el concepto de libertad. Si, por un lado, se rinde un culto retórico a la libertad económica, por otro asistimos a un ataque sostenido a la libertad de prensa semejante al que tuvo lugar en los años kirchneristas.
No hemos llegado aún al punto de padecer intentos judiciales y legislativos que buscaban imponer controles a la prensa independiente conjuntamente con persecuciones y agravios. Sin embargo, ahora los ultrajes persisten emanados del palacio presidencial y de inmediato difundidos por redes sociales adictas. En esta mutación científico-tecnológica, se perfila de este modo un outsider tan intolerante con lo que se dice a modo de crítica como satisfecho con el séquito que comulga con ese estilo.
Esta praxis agresiva de la comunicación refuta uno de los principios centrales de la tradición liberal: el que se funda en la tolerancia hacia las ideas ajenas y en el respeto irrestricto a la libertad de opinión. La tolerancia es un estilo que a diario se repele tras los infundios; al mismo tiempo, el respeto recíproco, hoy ignorado, es un atributo que enaltece la dignidad de la ciudadanía.
Habrá que recuperar estas propiedades del buen gobierno de la libertad. No vaya a ser que, después de soportar aquel enjambre de corrupciones, tengamos que resistir otra vez frente a esa descomposición de las palabras; tal vez una manifestación de antiguos impulsos autoritarios difíciles de erradicar.
Publicado en Clarín el 25 de agosto de 2024.
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